Por Maurice Nowpy (1934)
Ivonne y Magdalena permanecían en la puerta. Una angustia confusa las oprimía ya, en aquella pieza negra que, aunque estaba situada a diez metros sobre el suelo, parecía un sótano. Habituados a la semi-obscuridad, los ojos de las mujeres miraron al ser que habitaba allí.
Era un joven pálido, de pecho estrecho, de miembros frágiles. Igual podía suponerse que tenía quince años que veinticinco, tan adelgazado estaba por un mal que lo consumía visiblemente. Su nariz era fina, su boca bien dibujada y sus labios exangües. Sobre su frente lisa y pálida, sus cabellos que se ensortijaban en desorden parecían más negros todavía. Y en el fondo de sus inmensas pupilas danzaba una llama ardiente y enigmática.
Madame Athenia se acercó al joven. Las dos amigas se quedaron estupefactas ante el cambio que se había producido en la persona de la vidente.
Erguida ahora en toda su estatura, ensanchando sus hombros bajo el peinador que moldeaba su torso de matrona, ella manifestaba una autoridad poco común. Sus rasgos faciales habían perdido su flacidez, y una voluntad majestuosa se inscribía en ellos. Levantaba la cabeza, y sus ojos, abiertos y fijos, revelaban una gran semejanza con los del joven.
Se acercó hacia él, y al lado de aquella mujer sólida y vigorosa, pareció más débil. Magdalena creyó advertir en su actitud algo así como una impresión de temor, mientras una bruma pasajera empañaba de inquietud sus grandes ojos…
Entonces, Madame Athenia habló. En el silencio, su voz, cambiada también, resonaba metálicamente. Habló, con una suficiencia casi sacerdotal y como si consumara un rito solemne, extendiendo una mano hacia el muchacho.
—He aquí el eslabón, el guion entre nuestro mundo y el misterioso más allá, país de los sueños y de la muerte. He aquí al médium. Cuando yo quiero, no hay para él ningún límite, ninguna distancia, en este mundo como en el otro. En él pueden encarnar los espíritus errantes que rondan, incansables e incomprendidos. Pues él es la Antena que sabe captar las ondas prodigiosas que nos rodean, nos penetran y nos dirigen. Y su espíritu viaja sobre esas ondas. Él sabe encontrar, por lejos que se encuentren, los seres vivos cuyo destino se quiere conocer…
Madame Athenia hizo una pausa. Ella vigilaba, de reojo, el efecto producido por sus palabras en las dos mujeres.
Inmóviles, Ivonne y Magdalena escuchaban. Se habían aproximado la una a la otra, hasta tocarse.
La pitonisa le dio al joven las cartas que le había entregado Magdalena. El médium las cogió, con un gesto lento, y puso los papeles sobre sus rodillas.
Madame Athenia esperó unos segundos. Después, inclinándose hacia el joven, dijo:
—Es preciso ver…
Un estremecimiento recorrió el débil cuerpo, y los párpados del enfermo se bajaron. En el silencio, no se percibió más que el ruido de las respiraciones.
Pasaron unos segundos. .. Después, los ojos del médium volvieron a abrirse. Sus labios palpitaron. Los papeles se escaparon de sus dedos. No dijo una palabra.
Madame Athenia frunció las cejas. Recogió las cartas y volvió a ponerlas en las manos del sujeto. El rostro crispado, una implacable voluntad endureciendo sus miradas, cogió al joven por los hombros, lo miró intensamente y, reafirmando cada sílaba, repitió, mientras brillaban sus dientes:
—Es preciso ver!..
Tanta fuerza vibró en esa frase, que las dos mujeres temblaron. Todo el cuerpo del médium se estremeció, como galvanizado. Una expresión de angustia flotó en sus ojos, pero luego contempló obstinadamente el espacio, ante él. Sus parpados dejaron de agitarse. Sus facciones estaban inmóviles; parecía un personaje de cera. Sólo sus manos se movían con un temblor que se comunicaba a los papeles y los hacía sonar suavemente.
—¡Trata de ver!
Bajo la orden imperiosa, los labios volvieron a palpitar. Sonidos indistintos salieron de ellos al principio, suspiros, ligeros balbuceos que, poco a poco, se elevaron en un crescendo interrumpido y penoso. Madame Athenia declaró, dirigiéndose a las dos mujeres:
—Está entrando en trance…
Aquel malestar sagrado impregnaba a las visitantes, oprimidas la una contra la otra. ¡Ellas sabían que estaban en el umbral de lo Desconocido y creían adivinar a su alrededor invisibles presencias, sentían deslizarse hálitos insólitos, y sus carnes se erizaban de estremecimientos.
La voz de Madame Athenia se elevó de nuevo, pero ensordecida entonces, como respetuosa del misterio que reinaba allí.
—¿Dónde estás?
Los jadeos del médium se transformaron en una queja que se articuló:
– Allá lejos… lejos… en el África…
Madame Athenia se había acercado a las dos mujeres y atisbó con la mirada su impresión. Magdalena estaba pálida. Miraba al joven con una expresión casi áspera.
– Continúa—ordenó la vidente.
—La selva… ¡Ah, como hay que caminar!… |Ah!… Yo veo… Un grupo de hombres se dirige… hacia allá donde yo voy… Negros… Hombres blancos.. . con cascos en la cabeza…
—¿Ves la persona de que se trata?..
—No… Pero…
— ¡Continúa!
La cara del médium se contrajo. Un sudor espeso mojaba su frente, corría por sus sienes y rodaba sobre sus mejillas. Magdalena, como fascinada, se inclinaba hacia él, espiando, implorando nuevas palabras.
– ¡Continúa!—volvió a decir la vidente.
–Esas personas hablan… hablan de… él…
—¿Quién habla?
—Un médico.
—¡Oh, Juan!.. .
Magdalena no había podido contener este grito. Madame Athenia, con un gesto, le impuso silencio bruscamente. Entonces la joven mujer, que su amiga tenía abrazada, sintió llenarse de sollozos su garganta, y un miedo indecible se abatió de pronto sobre ella… Tuvo que seguir escuchando…
—Mira bien a la persona…
Entonces el joven se puso más pálido. Su busto vaciló, su cabeza se echó hacia atrás, y sus ojos convulsos mostraron sus globos lechosos. Volvió a gemir, sordamente, largamente…
—¡Juan!… ¡Juan!!… — murmuraba Magdalena.
—¿Es un enfermo lo que ves?—preguntó Madame Athenia.
La queja se acentuó. Y, de repente, se oyó:
— ¡Oh!… ¡Cómo sufro! ¡Cómo sufro!.. Con la cabeza levantada, Magdalena balbuceó:
—¡Esa voz!… ¡Esa voz!… ¡Juan!…
Más cavernosa aún, la voz prosiguió:
—Voy a morir. . . Ellos llegarán demasiado tarde. ¡Oh!… ¡Esto es abominable!…
— ¡Basta!… ¡Basta!..— gritó Ivonne.
Con la mirada, Madame Athenia interrogó a Magdalena. Pero ésta, con el rostro vuelto hacia el médium, significó que quería seguir escuchando…
—Morir… lejos de todo… y de todos los seres queridos… ¡Oh!…
Ahora, era un estertor lo que se oía, un estertor desgarrante, interminable, y que era entrecortado de quejas indicios de un horrible martirio.
Magdalena, enloquecida, no sabía qué decir, extendiendo los brazos hacia el ser que de aquella manera trágica y misteriosa se comunicaba con su amante que agonizaba a millares de kilómetros de distancia:
—¡Juan!… ¡Juan de mi vida!…
De súbito, el rostro pálido del médium se iluminó de un resplandor divino. Sus facciones convulsas se apaciguaron, sus ojos volvieron a su sitio. Y mientras que en sus labios se dibujaba una pobre sonrisa, murmuró:
–Tú… Magdalena…
Esto fue pronunciado tan suavemente, que las mujeres dudaron de haberlo oído. Además, el joven se había desplomado sobre su colchón. Madame Athenia se precipitó hacia él. Magdalena, estremecida por la desesperación y el terror, clamaba como una demente:
— ¡Eso no puede ser verdad!… ¡Juan! ¡Juan!…
La vidente, inclinada sobre el cuerpo inerte del médium, murmuraba:
—¡Ah! Yo no debía haberlo obligado… Estaba muy fatigado… ¡Si yo hubiera previsto esta desgracia!… Yo he tenido la culpa… Todas nosotras tenemos la culpa…
Levantó la cabeza, desgreñada, espantosa. Un dolor bestial estigmatizaba su rostro. Ivonne, sosteniendo a su amiga que se había desmayado en sus brazos, preguntó:
—¿Pero… qué sucede, señora?…
De modo terrible, la respuesta cayó:
—¡Ha muerto! ¡Él también ha muerto!…
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