Por Anne de Tourville (1958)
Una joven y encantadora inglesa, a quien la falta de recursos había llevado por un camino alejado de la virtud y que sufría y anhelaba abandonar su destino de agobiante frivolidad, se sintió grandemente atraída por la lectura de un anuncio que un honrado hombre de mar había mandado a publicar.
Se presentó y fue aceptada. Al reanudar su nuevo esposo la carrera de sus viajes dejaba tras sí un hogar placentero, una esposa fiel que le llenaba de gozo, y se llevaba la esperanza de encontrarse al regreso con un hermoso bebé que le tendiera los brazos. Por desgracia, se ahogó antes de volver.
El niño nació unos días después de la muerte de su padre, y la joven y triste viuda se consagró por entero a su bebé, viviendo con él en el seno de la respetable y adinerada familia de su suegra.
La mala suerte quiso que esta joven viuda y madre afligida, sin detenerse mucho tiempo en un vano dolor que ya no podía devolverle al esposo desaparecido se entregara a ciertas actividades de consuelo en la vecindad y que se hallara muy pronto con el sentimiento de no poder revelar a su suegra todos los detalles de su vida y de su repentino apuro. Pues, siempre por mala suerte, se encontró al poco tiempo en la más delicada y molesta de todas las situaciones por las que había pasado.
Con el pretexto de que deseaba ver a su propia familia, se eclipsó por algún tiempo, llevando consigo a su pequeñuelo.
Los acontecimientos tomaron entonces un sesgo mucho peor, con una doble desgracia: nació una niña y se murió el niño.
Gracias a una luminosa inspiración, estas dos últimas catástrofes se anularon. La joven viuda regresó a casa de la suegra con un bebé que, ciertamente, no había crecido mucho, y de salud tan delicada, en apariencia, que la mamá no se lo confiaba a nadie. La vieja suegra no hacía más que colmar de regalos a su endeble nieto y contribuir con dinero a su mantenimiento, a razón de un escudo por semana.
Al morir esta bondadosa abuela, el “niño” ya tenía trece años. Alguien pudiera pensar que este triste suceso arreglaba las cosas. Nada de eso. Hubiera sido preciso cambiar de país, de nombre, y aplicarse a transformar la mentalidad de la nueva criatura que había sido educada como un muchacho.
Lo único que se hizo fue explicarle quién era y que, por hallarse en un caso diferente al de los demás niños, había que resignarse y continuar por el mismo camino guardando el secreto de su verdadera condición.
La joven era inteligente, avispada, bastante alta, y estaba perfectamente adaptada a su papel de varón, con el que se hallaba, entonces, muy a su gusto.
En resumen, madre e hija estimaron que, por el momento, no tenía enfrente ningún serio problema. Para hacer la apariencia más armónica y verosímil, les pareció una excelente solución que aquella, vitalidad juvenil se pusiera al servicio de una noble y rica dama de edad avanzada, como paje, lacayo, mandadero, etc., y todo marchó bien.
El joven Read era un adolescente alegre, lleno de vivacidad, de espíritu de observación, de curiosidad por las bellezas de la tierra y sin temor a los sufrimientos.
Sus experiencias por las calles de Londres, sus idas y venidas rápidas para hacer los encargos de la vieja dama y las peleas con los muchachos de su edad, le llevaron a tomar una decisión: Mary Read se enroló como marinero en un buque de guerra.
No permaneció mucho tiempo en tal estado, pues, en cuanto se vio en Holanda, se alistó de cadete en la infantería.
Su ambición era entonces alcanzar el grado de oficial y pensaba ingenuamente que llegaría a ganarlo por su bravura.
Esto era “inimaginable”, como dicen los documentos, y Mary Read se vio decepcionada: los grados se vendían y se compraban, y ella no tuvo la posibilidad de lograr uno.
Decepcionada, cambia de regimiento y entra en la caballería.
Pero aquí la esperaban trastornos y cuidados distintos y más graves: se enamora de uno de sus compañeros.
Mary Read se halla entonces en una cruel situación, con la pena de no saber qué decisión tomar para salir de ella. Los abandonos de los actos de servicio eran frecuentes y más de una vez fue vista exponiéndose a la muerte en lugares a los que no tenía obligación de ir, por el solo placer de hallarse al lado de un joven y bello flamenco, muy digno por otra parte de inspirar un acendrado amor, con el que, en tal época, vivía en una misma tienda de campaña.
Esta circunstancia fue causa de su dicha y de su desgracia. Fue la causa de todo y la que llegó a complicarlo todo, desde luego, pero también la que lo simplificó todo el día en que se decidió, finalmente, a decir adiós al pasado y al secreto de su madre, y tomó la determinación de vivir su propia vida.
El joven flamenco compartía con ella la tienda desde hacía mucho tiempo sin sospechar ningún misterio, pues ella no había incurrido en ninguna ligereza, pero, cuando entendió que él debía saber la verdad, se lo dijo todo.
Sin embargo, ella se negó a convertirse en su amante. Todas las complicaciones vividas desde la infancia, el precio que continuamente tiene que pagar por las torpezas de su madre, parece que le han hecho odiar la ilegalidad y los actos al margen de la moral. No importa, el joven flamenco no apetece otra cosa que casarse con ella.
La noticia hace el efecto de una bomba y el regimiento, en su totalidad, reacciona mostrándoles la mayor simpatía.
Los oficiales, que no han dejado de considerar a Mary Read como un excelente soldado, se muestran tan divertidos como estupefactos. Colman a la novia de regalos.
En cuanto el regimiento se instala en sus cuarteles de invierno, tiene lugar la más deliciosa boda de opereta que pudiera imaginarse. Los donativos llegan de todas partes y los esposos sólo tienen que instalarse con sus muebles en el mesón de “Los Tres Cascos”—por algo se está en el cuerpo de caballería—, establecimiento que los recién casados montan e inauguran y al que los oficiales han decidido ir a comer como cuestión de honor.
Probablemente no había entonces en el mundo entero mujer más feliz que Mary Read, y el respetable señor cuyo apellido había llevado indebidamente y había hecho célebre, sin duda que, allá en lo alto, en el paraíso de las gentes honradas, sentía el mayor de los gozos, después de todo, por estar unido a una historia tan consoladora para la moral y las buenas costumbres, tan alentadora para el valor, tan emocionante y tan fogosa en el campo de las pasiones.
Si en aquel entonces un maremoto hubiera lanzado una gigantesca ola hasta el castillo de Breda y tragado el mesón de “Los Tres Cascos” y con el mesón a Mary Read, a su bello flamenco, al gran horno y a todos los cacharros, todas las almas sensibles hubieran llorado su triste suerte.
La vida prefirió acabar con tanta belleza poco a poco. Primero se llevó al hermoso flamenco, que murió, para su bien, rodeado de dicha. Luego se llevó al regimiento. Mary Read tuvo que pagar este precio por la paz de Ryswik (estamos en el año 1697). Se quedó sola, sin marido y sin clientes.
El rótulo de “Los Tres Cascos” se balanceaba tristemente en el aire del invierno y la sombra de Mary Read se hallaba sola en la calle desierta cuando, al atardecer, cerraba los postigos. En su corazón nació el hastío.
Su magnífico armario holandés, que había sido muy pequeño en los tiempos de abundancia y suficiente al principio de su viudez, crecía ahora por falta de provisiones: negro y vacío, este armario le pareció muy pronto como el sepulcro de su dicha y Mary Read llegó a detestarlo. Lo vendió y, con él, vendió la casa.
Luego tornó a la sociedad de donde había salido. Con los hombres, con aquellos sanos y fuertes varones que siempre habían sido tan amables con ella.
Se vistió de nuevo el uniforme, no el de caballería, por supuesto, que le hubiera hecho sangrar el corazón, sino el de infantería.
Mas, su permanencia en las filas de la infantería holandesa no fue de mucha duración; poco después, siempre bajo la apariencia de hombre, se embarcó hacia las Indias Occidentales.
La travesía, en los primeros días, nada ofrece digno de ser contado. Mary Read, triste y valerosa, confía en el porvenir y piensa que no le va a ser tan cruel, que su estrella la ayudará a vivir en el otro continente. Así sueña, puesto los ojos en el horizonte.
Cierto día aparece una vela, que se perfila claramente, se acerca y va ya a cruzar su ruta. Es un hermoso bergantín, ligero y rápido. Quizá Mary Read se deleita pensando que el navío que la lleva ofrece sobre las aguas un espectáculo tan bello. Y es probable que, de igual modo, el que viene hacía ellos los admire también.
Seguro que el recién llegado los admira, no cabe la menor duda. Mas, ¡ay!, el que hiende la mar y va a su encuentro los admira con demasiado cálculo y codicia. Ya no cabe hacerse ilusiones en cuanto a la peligrosidad de sus sentimientos, exaltados al máximo por el deseo. Es aquél un admirador que no los dejará pasar.
Cuando despliega en el cielo su pabellón con una calavera, Mary Read ve por primera vez la imagen de la piratería. ¿Tuvo entonces Mary Read, por una de esas visiones habituales en las mujeres, la súbita certidumbre de que aquél era su pabellón, que aquéllos eran los bellos y alegres colores bajo los cuales combatiría en el futuro?
Pues, efectivamente, el que se acercaba no era sino un pirata inglés que dio muy pronto cima a su propósito. El buque que llevaba a Mary Read fue detenido y saqueado. Hecho este trabajo según las normas y comprobada la nacionalidad de los pasajeros, el pirata dejó en libertad a su presa.
Pero Mary Read era inglesa y el pirata la retuvo. De este modo, en una nueva y repentina encrucijada, la vida de Mary Read tomaba otros rumbos bajo el signo de la muerte.
La joven tuvo que acostumbrarse a vivir en el mundo particular de los hombres que han decidido servir bajo tal bandera de tinieblas, tener por mascota una fatídica sonrisa. La continuación es un nuevo ciclo de numerosas aventuras.
Por aquella época, 1718, Woodes Rogers era gobernador de Nueva Providencia.
Había arrendado las Bahamas por 21 años y, como gobernador, se aplicaba con todas sus fuerzas a luchar contra los piratas que habían convertido aquella parte del océano en una especie de madriguera infernal.
Para someter a tan rebeldes muchachos, había que emplear cierta diplomacia. Las moscas no se matan a tiros, pero una cucharada de miel inmoviliza para siempre a un gran número de ellas.
Con las dulzuras de la amnistía y del perdón se atrapaba a aquella valerosa chusma y, en una palabra, se le ofrecía un buen porvenir: un porvenir de hombres honrados, dedicados a honestas labores en aguas libres y con un cierto respeto por los bienes del prójimo.
Los piratas se entregaron en masa y a conciencia, sin sospechar hasta qué punto una vida regular les iba a parecer en poco tiempo fastidiosa y pesada.
Uno de ellos se dio cuenta de lo que ocurriría: que la insulsez de la virtud le habría de resultar más amarga que la misma hiel y, rechazando el perdón, se hizo de nuevo a la mar con una banda de fieles.
Su nombre era Carlos Vane y gozaba de gran notoriedad entre las gentes de su calaña. Su reputación no era menor en el otro campo, en el de las víctimas.
Un día, el bergantín de Carlos Vane encontró un navío francés que le pareció bocado fácil.
Llevaba, según era costumbre, clavos viejos en abundancia y una gran cantidad de pernos atados en paquetes para cortar el aparejo del enemigo, y diferentes útiles tales como trabucos, mosquetes, hachas de abordaje, picas, cañones pedreros, todos en buen uso.
Sin titubear, maniobra y va derecho hacía su bella presa, fiado sobre todo en su arma principal, que era, en opinión de Vane, aquella gran calavera que él mandaba desplegar al viento en el momento oportuno.
El francés saludó a tan fatídica dama con una andanada de homenaje y se puso a cambiar de rumbo con muestras que no dejaban duda en cuanto a la fiereza de su carácter y a su firme voluntad de combate.
Carlos Vane no quiso aceptarlo. Dándose cuenta de que se las había con un buen guerrero, cambió de opinión bruscamente y trató de alejarse, en tanto que el francés comenzaba a darle caza.
Mas, tan pronto como el pirata terminó la maniobra para huir, se produjo un tumulto en el puente. Desde luego, Carlos Vane era un gran capitán, pero su contramaestre, Juan Rackam, se consideraba aun mejor que él.
Carlos Vane sostenía que la retirada era prudente; Rackam, que era una manifestación de cobardía. Carlos Vane sostenía que no había ninguna esperanza de poder apoderarse de una presa tan grande; Rackam, que abordándola hubieran recogido esto y lo de más allá.
La tripulación oscilaba entre las dos opiniones. Quince o dieciséis compartían el punto de vista razonable de Carlos Vane, los demás hubieran querido correr la aventura con Rackam. De todos modos, las leyes de la filibustería eran formales: el capitán tiene poder absoluto a la vista del enemigo. En todos los demás casos se decidía mediante votación. Así que, mientras el navío francés estuviera presente, Carlos Vane seguía siendo todopoderoso y no había otro remedio que continuar la vergonzosa huida.
Al día siguiente, toda la tripulación hizo examen de conciencia y Carlos Vane, convicto de cobardía, fue despojado del mando, puesto en una chalupa con dos marineros que participaban de su opinión, y abandonado a su buena suerte.
Conviene añadir que se les facilitó por humanidad, provisiones de guerra y de boca “con el fin de darles la oportunidad de continuar, por su parte, el mismo género de vida”.
La chalupa se fue así hacia su destino, del que no se saben ni el curso ni el color—probablemente corto y sombrío—en tanto que el bello bergantín del nuevo y valiente capitán Juan Rackam continuaba su ruta en dirección a las islas del Caribe.
Este Juan Rackam alcanzó entonces la más alta cima de una dicha ofensiva. Todo le salía bien, como a un verdadero protegido del diablo y, con desprecio de los reglamentos y riesgo de su vida, hasta osaba llevar a bordo a su querida, que todo el mundo podía ver, bien que, a decir verdad, se ignoraba su presencia pues iba vestida de hombre y pasaba por un marinero.
Ana Bonny era bastante conocida como monstruo de libertinaje y de crueldad. Era muy bella. Juan Rackam se la había robado, no sin pena y perseverantes esfuerzos, a su primer marido. En tierra había gastado por causa de ella mucho dinero y luego no había dejado de arriesgar la pelleja por tenerla a bordo del navío de Carlos Vane, que ahora era suyo.
Mas la insultante dicha de Rackam no tardó en tener su contrapartida.
Mientras se apresuraba a saquear, a pedir rescate y a quemar navíos, al victorioso Juan Rackam le sobreviene, de pronto, un gran tormento sentimental: Ana Bonny no le es fiel.
Por supuesto, no se ha de pensar que lo engaña. En primer lugar, ella pasa por ser hombre y sería demasiado riesgo descubrir la superchería; en segundo lugar, él la vigila mucho; pero no deja de darse cuenta de que Ana Bonny ha llegado a enamorarse de otro marinero.
Desgraciadamente es muy cierto. El corazón de Ana Bonny ha sido atrapado. Ha sido cautivado por un muchacho singular, cuyo aspecto difiere un tanto del de la chusma, un muchacho de una presencia tal que el mismo Rackam ha tenido que manifestarle su sorpresa al verlo a bordo. ¿Cómo ha podido elegir tal género de vida? ¿Por qué exponerse a tantos peligros, agravados con el riesgo permanente de acabar la vida de un modo ignominioso?
El pirata le había contestado con altivez que la horca no le daba miedo y que nada hay en la muerte que cause temor a un hombre honrado.
Tras esto Rackam comprendió que el joven encajaba perfectamente entre la tripulación y Ana Bonny continuó rindiéndole homenaje con la mayor parte de su corazón.
Tenemos, pues, a Juan Rackam sumido en los dolorosos abismos de la desconfianza y a Ana Bonny encadenada por un bello indiferente que no se ocupaba de ella por toda una serie de razones tan válidas unas como otras.
Un día Ana Bonny, que no estaba acostumbrada a resistir por mucho tiempo a sus impulsos y era mucho más hábil para satisfacer sus caprichos que para vencerlos, dejó de titubear. Quemó sus naves (si osamos emplear esta expresión en tal mundo de piratas) y reveló al inatacable Narciso su amor y su identidad.
—Soy una mujer.
—Yo otra—le descubre entonces imprudentemente el pirata que, a decir verdad, no es sino la pobre Mary Read.
El resultado de este esclarecimiento fue poner a las dos estupefactas mujeres al tanto de un secreto más peligroso que un polvorín. Se juraron mutuamente guardar silencio. Pero luego, a causa de este secreto entendimiento, se hablaban con mucha más frecuencia que antes.
En estas circunstancias los celos de Rackam crecieron con una rapidez tan vertiginosa, que la desgraciada Mary Read se halló cierto día con el puñal de su capitán en el cuello.
Abocada a la muerte, escogió la única oportunidad que le quedaba y confesó a Rackam la verdad. Él le prometió guardar el más absoluto secreto y mantuvo su palabra como pirata, es decir, con la mayor fidelidad.
En esto vinieron a parar las cosas a bordo del navío, en el que reinaba al fin una especie de paz y armonía que permitía a aquellas gentes consagrarse enteramente a sus trabajos: navegaban, saqueaban, mataban, exigían rescates, quemaban y vivían muy felices.
En la vida de Mary Read no faltaba, sin embargo, la melancolía. Aún sentía mucha nostalgia por su mesón de Holanda, por su bello flamenco, tan fiel y servicial, y por los ricos señores bonachones que mandaban el regimiento.
No había elegido ella la compañía de los piratas. La habían capturado y retenido y, después de todo, se decía en medio de la confusión y perplejidad de su mente, podía ganarse la vida tan bien allí como en cualquier otra parte.
Era una existencia que, en muchos aspectos, le agradaba. Pero ella no sentía la voluptuosidad de la violencia y de la destrucción, como Ana Bonny, ni tampoco, como había hecho Ana Bonny siendo adolescente, había matado de una puñalada a una sirvienta, en un momento de cólera. Nunca había mordido a un adolescente inoportuno, como Ana Bonny, en forma tan cruel que el pobre muchacho estuvo gravemente enfermo durante mucho tiempo.
No, Mary Read aún no había arañado mortalmente, ni mordido, ni comido a nadie y no tenía ninguna gana de hacerlo. Pero encontraba cierto regusto en hallarse al margen de la ley. Le placía un tanto sentirse amenazada por la horca y vivir en medio de hombres que estaban igualmente amenazados.
Le parecía que todos los allí reunidos formaban un núcleo de criaturas selectas que vivían por encima del miedo y que, el estar así al servicio de la muerte, en su mismo campo, los hacía partícipes de un gran poder no exento de belleza.
Un día Rackam retuvo cautivo e incorporó por la fuerza a su banda a un joven marino elegido entre los sobrevivientes de una de sus presas. Así había ocurrido con Mary Read en otro tiempo.
El recién llegado no se acostumbraba fácilmente a la vida que le habían impuesto y por la que sentía el mayor de los horrores. La piratería le parecía odiosa, condenaba todas las formas de pillaje y de violencia, además, ¿no era acaso un buen mozo?
Mary Read, con la nostalgia de su antigua y honesta dicha, se enamoró locamente de él. Aquel generoso y pacífico joven al que no gustaba la sangre, que se sentía herido por el saqueo, que no se entusiasmaba en la matanza y sufría ante una ejecución, le pareció una especie de ángel y el mayor esplendor del mundo.
Cierto día en que aquel extraño joven había de batirse en duelo contra un insolente, Mary pensó en lo mucho que repugnaba este acto brutal a los gustos del joven y, por fervor y devoción, se las arregló para desafiar a su vez al adversario, batirse con él y matarlo en combate regular dos horas antes del encuentro.
Cuando llegó la hora, ya no había contrario y el joven se halló libre de la enojosa tarea sin pérdida de prestigio.
Este noble gesto de Mary Read lo entusiasmó.
Sin duda que Mary le explicó y trató de hacerle comprender el delicado matiz de su punto de vista, que no había sido porque ella lo considerara torpe, ni tampoco por impedir que lo mataran por lo que ella se había adelantado en su lugar, sino más bien para poder seguir complaciéndose en la contemplación de un hombre con las manos puras y de un alma sin cólera; para conservar un ídolo, un símbolo sagrado, quizá, más que un hombre.
Como quiera que fuese, se ganó hombre y símbolo en cuerpo y alma para lo sucesivo. Entonces tuvieron lugar, en aquel navío de cabezas locas y hombres perdidos, unos místicos y extraños esponsales y un extraordinario matrimonio de aventureros, sin sacerdote, sin representante del juzgado, claro está, pues ni uno ni otro andaban por aquellos parajes, lo cual no impedía que los casados creyeran, con mayor firmeza que nadie haya podido hacerlo, en la validez de su compromiso.
Mientras este emocionante idilio tiene lugar, paralelamente al de Rackam y Ana Bonny, la piratería no por ello ceja en su acción. Nada se puede decir de aquellas gentes; por más que se arrullasen no llegaban a hundirse en la pereza. De tal modo se mostraban activos sobre las aguas aquel maldito pillo y todos sus predestinados a la horca.
Pero Dios conoce a los suyos. Todos aquellos hombres estaban señalados.
El 1 de noviembre de 1720, a las diez de la, noche, se encontraron con su destino. El capitán Jonatán Barnet los sorprende a la altura de Punta Negril y los saluda.
La respuesta que recibe es: “Juan Rackam, de Cuba”, y una descarga de mosquetería.
Barnet se pone a tono inmediatamente. Su réplica es fulminante, y Juan Rackman, de Cuba, con la mayor sorpresa, ve en el acto el bauprés de su bergantín averiado. No le darán tiempo para repararlo.
La derrota de Rackam fue sorprendentemente rápida, con una nota de desastre absoluto. Sus hombres se batieron mal. Hubo pánico y rebelión; una parte de la tripulación se negó a combatir y se refugió bajo el combés.
Mary Read, exasperada, llegó a disparar contra los hombres que se escondían como ratas y se encontró pronto casi sola para continuar la lucha.
Cuando el capitán Barnet abordó la presa, sólo halló tres combatientes haciéndole frente, sólo tres defensores, que eran Mary Read, Ana Bonny y un hombre.
Este era el enamorado de Mary Read, el pirata a la fuerza, el joven que odiaba la matanza, pero que precisamente aquel día juzgaba normal y decente batirse sobre la cubierta en vez de guardarse debajo.
Es de señalar que fue en la noche del 2 de noviembre, en el día de difuntos, cuando Rackam tuvo que arriar su siniestro pabellón.
Él y los suyos comprendieron que aquella noche su gran, aliada les brindaba un festival ornado con sus colores, sangre y tinieblas, y que, por fin, los tomaba bajo su adopción de modo definitivo.
Para que el programa terminara en acorde perfecto los piratas fueron colgados.
No obstante, conviene que destaquemos algo que figura en el informe de la Jefatura de Marina de Santiago de la Vega, que juzgó el caso:
“A otros dos piratas convictos del mismo crimen, se les preguntó si tenían todavía algo que alegar antes de que se pronunciara sentencia, de muerte contra ellos. Oído lo cual declararon ambos que eran mujeres y que se hallaban en estado”.
“El Tribunal dispuso que se examinara el caso”.
Ambas fueron juzgadas aparte de los demás piratas y parece que el Tribunal hizo todo lo posible por ser indulgente.
Por desgracia eran muchas y abrumadoras las pruebas que había contra ellas para que con honradez se pudiera blanquear a aquellas dos sombrías tórtolas.
Todos los testimonios coincidían diciendo: “Que nunca, en ninguna acción, pirata alguno se había mostrado tan resuelto, tan dispuesto para ir al abordaje o para emprender algo que entrañara peligro, como Mary Read y Ana Bonny. Que, particularmente en esta última acción en la que fueron apresadas, nadie permaneció sobre el combés a no ser Mary Read, Ana Bonny y un tercer pirata. Que, ante la negativa de aquéllos que estaban bajo el combés de acudir al combate, Mary Read había disparado contra ellos …”
Parece que el tercer combatiente, el marino de buena conducta, fue libertado inmediatamente. Su causa no fue unida a la de los piratas y pudo retornar enseguida a la vida normal, en espera de que el proceso de Mary Read terminara con el indulto de la que tanto lo seguía admirando.
Muy distintos eran los sentimientos de Ana Bonny en cuanto a Rackam después de tan extraño combate, ahora lo despreciaba.
Cuando iban a ahorcarlo, quince días después de la captura, Rackam pidió que le dejaran ver a Ana Bonny. Se le concedió esta gracia y fue buena lástima. Las palabras que Ana le lanzó a la cara a modo de viático en sus últimos momentos son muy conocidas y casi han pasado a la historia. Son éstas:
—Me desagrada verte en tal estado, pero si te hubieras batido como un hombre, no te verías colgado como un perro.
Estas palabras de Ana Bonny han podido parecer merecedoras de un juicio severo, una señal de mal carácter y desprovistas de “fair play”. El hecho de que sólo tres personas se hallaran presentes sobre el combes explica y excusa esa cruel sátira.
Ana Bonny no fue ahorcada. Probablemente estuvo encarcelada hasta que nació su hijo; luego se pierde su rastro y nadie sabe lo que fue de ella.
Mary Read rogó al tribunal que, al dictar sentencia, tuviera muy en cuenta las circunstancias de los crímenes que se le imputaban.
Se negó igualmente a decir el nombre de su marido, limitándose a especificar que era el hombre más honrado que jamás haya existido.
Es probable que, sabiendo que estaba en libertad y exento de toda acusación, en condiciones de seguir una vida honorable, no haya querido, con su habitual generosidad, que se sintiera ligado a la bribona amenazada de horca que ella era en aquel momento.
Nada se sabe de la conducta del joven durante el proceso, al que probablemente no tuvo la posibilidad de asistir, pues las dos mujeres fueron juzgadas aparte y más tarde.
Si hubiera sentido el deseo de hacerlo, no hubiera podido anular las acusaciones que pesaban sobre ellas: los hechos eran patentes y mil veces probados. Sólo quedaba confiar en un acto de clemencia del Tribunal, que conmutara la pena o indultara a Mary Read.
Es opinión unánime que el indulto le hubiera sido concedido. Se esperaba, era seguro, pero Mary Read no vivió lo bastante para gozar de él. Esperaba en la cárcel un bebé cuando le entró una violenta fiebre que se la llevó de este mundo.
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