La guerra permanente declarada desde distintos frentes a cristianos, judíos y al sursum corda por un sector extremistas entre los musulmanes, emerge incesantemente en nuestras sociedades adoptando las formas más insólitas. Un ejemplo entre cientos recién se ha materializado en uno de los suburbios más populosos del Gran París, «enriquecido» por obra y gracia del Profeta con la numerosa presencia de miembros de esas comunidades. El lugar está al norte del Intramuros capitalino, se llama Saint Denis y entre otros hitos importantes cuenta con una catedral gótica, la necrópolis donde reposan la mayoría de los reyes y reinas de Francia y el gran estadio epónimo que es sede frecuente de competencias deportivas y conciertos: su consagración planetaria llegará dentro de 11 meses cuando el próximo 26 de julio comiencen los Juegos Olímpicos París 2024.
Como se sabe la arqueología está presente, latente, en todas partes. Que lo queramos o no. Hasta mediados del pasado siglo era todavía una actividad científica de salvamento y sus profesionales corrían literalmente detrás de toda excavación cuando se iniciaban obras y construcciones. Actuando de esa manera trataban de evitar que se perdieran para siempre los vestigios que reposan ignorados en nuestros subsuelos. Un ejemplo presente en la memoria de los historiadores franceses es la enorme masa de restos e información científica que se halló cuando en los años 1980 fue agrandado el Museo del Louvre erigiéndose la pirámide encristalada que desde entonces le sirve de entrada. De favorecer acciones así se ocupa el INRAP, institución gubernamental que desde el año 2002 desarrolla sistemáticamente en Francia una arqueología preventiva y diferente.
Y ha sido en esa óptica que, trabajando en la plaza aledaña a la alcaldía en el centro histórico de Saint Denis, a unos metros de la catedral, varios equipos de estudiantes de arqueología han estado escarbando en busca de vestigios de un asentamiento merovingio que allí existió. Entre ellos hay una docena de chicos y chicas, palas y brochitas en mano. Todo iba bastante bien hasta que cuando los calores empezaron a apretar a principios de julio las muchachas aligeraron sus ropas vistiendo pantaloncitos cortos y camisetas. Ardió Troya y los insultos comenzaron. El desprecio que una parte de los musulmanes que practican el rigorismo coránico no necesita de glosas y todos sabemos como actúan.
Me viene a la memoria el caso del novelista Michel Houellebecq que por cosas así dijo, en una entrevista dada al mensual Lire en septiembre de 2001, que en su opinión el islam era «la religión más imbécil que existe». Desde entonces vive bajo protección policiaca porque los energúmenos de Alá le han puesto precio a su pescuezo. Para cortárselo, naturalmente. Algo que por otras razones y víctima de otros extremismos le sucedió un día a Denis, mártir cristiano decapitado en el mismo pueblo y que según la leyenda caminó seis kilómetros a partir de allí, con su cabeza bajo el brazo hasta la colina de Montmartre donde fue finalmente enterrado. Las leyendas y las coincidencias tienen el pellejo grueso y duro, pero no tanto como el de los extremistas.
En Saint Denis las autoridades han glosado, sin entrar en detalles y sin abundar en las motivaciones reales de tales comportamientos, que en mucho de lo que ha estado ocurriendo “ha habido gestos discriminatorios que son muestra de mentalidades patriarcales presentes en todas las religiones”. El eufemismo es de rigor. Como es natural, describir así los hechos es muestra de gran hipocresía, para ocultar con ella una voluntad que persigue acariciar y no pasar la mano a recontrapelo a sectores locales a los que temen y que como parte del caudal electoral que sustenta a quienes ganaron cuando las últimas elecciones municipales, no deben ser menoscabados. Y tanto peor para la minoría silenciosa. La villa de Saint Denis da la impresión de ser, por la composición humana que se observa en sus calles, un territorio situado en tierra africana y entiendo por ello una mezcla magrebí-subsahariana.
La reacción, uniendo lo práctico, lo útil y lo políticamente correcto, no se hizo esperar porque incapaces de hacer respetar la ley las autoridades municipales concertadas con la policía erigieron un vallado que ahora rodea el perímetro donde trabajan los arqueólogos. Un remedio a manera de victoria pírrica contra la intolerancia salafista, insuficiente de hecho porque las mujeres que ahí trabajan no tienen otra que entrar y salir con la consecuencia que al hacerlo no escapan a insultos y hasta a escupitajos lanzados por los energúmenos apostados en las esquinas. Casi todo el mundo mira para otro lado.
La prensa dio cuenta del afer y de inmediato llovieron acusaciones de «extremismo racista». Como de costumbre se define a quienes protestan como propugnadores de ideas de extrema derecha, manido discurso de izquierdistas que aparentemente poseen patente de corso para ejercer extremismos de signo contrario. Insumisos se dicen.
Ese tipo de discriminación de ciertos musulmanes, naturalmente una minoría, pero muy activos en su militantismo, es ejercida de otras maneras y no precisamente entre arqueólogas. La mujer musulmana vive sometida al machismo, y ya se ha visto qué sucede en sociedades como la iraní, un ejemplo para muchos imanes que predican en lengua árabe en territorio europeo difundiendo un discurso que lejos de ser religioso es de odio a los países donde se han ido implantando, tierras que aspiran a captar a largo plazo en beneficio de sus mentores. Mientras que esto sucede la guerra que aludíamos más arriba no ha generado el necesario grito de “no pasarán” que deberíamos proferir para defender el futuro de nuestros hijos.
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