La voz en el espacio (I)

Written by Libre Online

25 de marzo de 2025

Por Lfovrdrain Denvte (1938)

Los esposos Dellevers habían consagrado una gran parte de sus módicas economías a la adquisición de una casita en los alrededores de París.

Era eso el sueño de toda una existencia laboriosa, pasada sobre todo en París, donde los Dellevers tenían un pequeño establecimiento.

Habían tenido una sola hija, a la cual destinaban su modesta mercería.

Pero Magdalena –su hija– tenía otras aspiraciones, desde su infancia. ¿De quién heredaba ella aquella pasión nativa: el amor al teatro?  Quizás de algún abuelo, olvidado en el árbol genealógico de la familia. Así, los pocos centavos que la muchacha economizaba durante la semana, los empleaba el domingo asistiendo a la función de un teatro cualquiera.

Cuando Magdalena creció, sus padres se dieron cuenta de que tenía una linda voz bien timbrada y agradable. Los Dellevers hicieron entonces grandes sacrificios para que su hija recibiera lecciones de canto.  Después Magdalena entró en el Conservatorio.

La niña progresaba rápidamente, y los padres, después de cerrar la tienda, repetían todas las noches en la cocina: 

–Cuando Magdalena sea grande, nos sustituirá en este comercio. Viviremos juntos por la noche, nos encantará con su dulce y melodiosa voz. ¡Qué horas tan alegres pasaremos! Su marido la adorará, sus hijos también, y el canto, ese precioso don que nosotros hemos contribuido a perfeccionar en ella, amenizará la felicidad de su hogar. Más tarde, nosotros nos retiraremos a nuestra casita de barrios. Y todos los domingos, Magdalena y su esposo nos visitarán. ¡Ah, qué buenos momentos vamos a pasar!

Pero, mientras sus padres fraguaban esos proyectos, Magdalena orientaba su vida de otra manera. Pensaba verse cantando en el teatro, aplaudida, mimada, adulada… Soñaba con la gloria. Aborrecía aquella vida estrecha, ridícula, pasada en la tienda, vendiendo,   detrás del mostrador, hijos, botones, agujas y cretonas.

Y cuando, más tarde, Magdalena se atrevió a hablar de su propósito a sus padres, aquello fue una catástrofe.

– ¿Tú artista? ¡Jamás! – dijeron sus padres–. Nosotros queremos permanecer fieles a los principios de nuestra vida de comerciantes honrados y laboriosos. Tu vida será semejante a la nuestra. Gracias a nuestros años de trabajo, te daremos una casa de comercio con su clientela. Y tu existencia será modesta, pero tranquila y sin peligro.

Entonces, como la muchacha se obstinaba, todas las noches había grandes discusiones en la casa.

Las horas llenas de música con que soñaban los viejos, se habían transformado en un infierno, compuesto de reproches, de llantos, iras y amenazas.

Después, un día, aconsejada seguramente por un camarada del Conservatorio, Magdalena, al terminar una violenta discusión con sus padres, donde de nada habían valido sus ruegos y sus lágrimas, se había ido de su casa diciendo:

–¡Pues bien! Me voy… Ustedes no me verán más.

La madre, sollozando, quiso retenerla, pero el padre gritó, indignado:

– ¡Márchate de aquí, maldita, y que nunca nos hablen de ti! ¡Anda, hija indigna, has muerto para nosotros!

Cuando la muchacha se fue, los padres se quedaron desesperados. Después, la vida siguió su curso, más triste que una agonía. Y todo, en torno de los viejos, estaba envuelto en luto y tristeza. Su tienda, que ellos habían tratado de hacer próspera para Magdalena, declinaba poco a poco. Ya ellos no trabajaban con gusto ni entusiasmo; su vida no tenía aliciente ninguno.

Entonces vendieron su comercio y se instalaron solos en su casita de los alrededores de París.

Pero, allí sobre todo, se sintieron abrumados por el fastidio. ¿Qué hacer, para tratar de olvidar la miseria de su vida y el horrible fracaso de sus proyectos de antaño?

Envejecieron rápidamente. Los años pasaron. Ya no hablaban de la ingrata. Pero, el esfuerzo que hacían para no hablar de ella los hacía sufrir más que su mismo recuerdo.

Hacía cinco años que vivían así, cuando un día, un señor, con una maleta en las manos, se fue a tocar a su puerta. Era un agente de aparatos de radio.

***

El hombre llegó al fin a convencer a los viejos, después de mil esfuerzos y argumentos numerosos; pues el progreso era enemigo para ellos.

Y cuando, un poco más tarde, fueron a instalar el aparato, aquello resultó un acontecimiento.

– ¿Y nosotros sabremos andar con esos aparatos? – preguntó el señor Dellevers.

– Esto es muy fácil– explicó el agente.

–Se aprieta este botón, se le da vueltas a este otro…Ahí tenemos Roma; escuchen ese concierto. Ahora Inglaterra… Es una canción… Aquí tenemos Madrid; están transmitiendo la Traviata. Ahora tenemos Holanda… Sólo de violín. Escuchen como llora.

Y cuando el hombre iba a dar vueltas al botón, el viejo lo detuvo, diciéndole:

–Déjenos escuchar eso… ¿Oyes, Juana? Es la música que nos gustaba tanto, cuando éramos jóvenes…

Los viejos escuchaban extasiados.

¿Qué? ¿Por tan poco dinero iban a tener todo aquello? Para ellos que no salían jamás, que ningún eco del mundo venía a visitar, la vida acudiría sí, de todos los puntos del universo, cuando ellos quisieran…

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