En 1999 mientras el exdictador y entonces senador vitalicio Augusto Pinochet estaba confinado en la embajada de su país en Londres evitando ser extraditado a petición de un juez español, varios activistas cubanos intentaron actuar en la resaca de la misma acción y fundamentaron desde Francia una acusación análoga contra Fidel Castro. Afirmaban con razón que el sátrapa cubano era tan responsable de crímenes como el general chileno. Fue una iniciativa no desprovista de ingenuidad, que no prosperó. Sirvió eso sí, para compilar denuncias de muertes y desapariciones imputables al castrismo. Entre ellas las había ignotas o venidas a menos con el transcurso del tiempo. En tal contexto salió del bosque en Madrid Ofelia García Menocal, una cubana exiliada en la capital española desde 1973, declarando la del ciudadano francés Jean-Baptiste Mauriras en 1966. Registrada oficialmente como accidental en Tarará había sido soslayada durante más de 30 años. A partir de entonces quedó anotado Mauriras en los listados referentes en la materia.
Aquel testimonio oral, un asunto que ella jamás había mencionado y mucho menos denunciado después de su expatriación 26 años antes, fue transferido al abogado que en París estaba instruyendo la demanda correspondiente. Lo dicho por la señora, quien había trabajado como contractual en la embajada de Francia en La Habana durante la segunda mitad de la década 1960, fue tomado tal cual pese a los errores materiales que comportaba. Estando yo de visita en la capital española en julio del 2000, tuvo la deferencia de recibirme en su piso de la calle Félix Boix. Quise abundar en su deposición y preguntarle si sabía de Grazielle Catherinet, una funcionaria francesa que había fungido como segunda secretaria y jefa inmediata de Mauriras en las oficinas de la Calle 15 en el Vedado donde ella había laborado. La anciana, vaga en sus respuestas, no mantenía contacto con antiguos colegas. El único resultado del encuentro fue rectificarle la fecha del suceso acerca del cual había atestiguado.
Durante aquella estancia en Madrid me reuní con Rafael Díaz Balart a fin de pedirle que interrogara a su hermana respecto al mismo asunto. Me constaba que Mirta estaba en su domicilio de Calle 8 en Tarará el día fatídico y que su hijo Fidelito Castro Díaz Balart se había sumado a media tarde a quienes salieron al mar en busca del francés y de su acompañante cubano. MDB dijo conservar en mente lo ocurrido sin más. Rafael me propuso ipso facto intentar ir más allá cuando le referí que había circulado un rumor según el cual Mauriras podría haber estado en trajines de espionaje ligados a los servicios secretos americanos. Después de tocar a buenas puertas, RDB pudo comunicarme tres meses más tarde que el nombre que yo interesaba sólo constaba en los registros de la CIA en una instancia del embajador francés en Washington solicitando ayuda para encontrar vivos o muertos a los dos náufragos presumidos (1). Mi pesquisa se paralizó hasta 2011 cuando, cumplido el término legal establecido, fue autorizada la consulta de los archivos diplomáticos franceses correspondientes al año 1966. Fue entonces que pude entrar en materia abriendo allí un legajo cuyo marbete reza escuetamente “Affaire Mauriras”.
Revisar aquellos documentos revivió mi interés en un asunto que en su origen me era ajeno y del cual jamás debí ser impuesto. Pero siempre supuse después de emigrar a Francia en 1982 que por su singularidad y concerniendo además a un francés que yo había conocido escribiría un día acerca del tema, la inexplicable e inexplicada desaparición de Jean-Baptiste Mauriras y de Leonel Pérez Fernández frente a la costa de Tarará el 9 de octubre de 1966. Hoy, transcurridos más de 57 años, habiendo interrogado a posibles testigos y compulsados papeles archivados aquí, allá y acullá, apurando literalmente fuentes testimoniales diversas, lo único que me es posible afirmar inequívocamente es que ese día poco después de las 10 de la mañana los dos hombres salieron mitad a pescar mitad a pasear, a bordo del bote de fiberglass de 12 pies de eslora, propiedad del primero, provisto de un motorcito fuera de borda de 9 CV y par de remos de madera. El mar estaba como un plato y apenas soplaba el viento. Muchas personas deambulaban por las márgenes de la desembocadura del pequeño río, no solo por ser un domingo diáfano, sino porque eran días de arribazón de pesca – ¿luna llena?- y estando como está el mítico Hoyo del Cobre a menos de 200 metros de su boca era posible pescar a pie, caña y pita en mano desde la playa. En 1966 hacía tiempo que las costas cubanas estaban muy vigiladas. En cuanto a navegar el mandato era draconiano: solo podían hacerlo, sometidos a las estrictas disposiciones establecidas por las fuerzas armadas, los pescadores profesionales históricos y las personas que poseían el permiso pertinente. Era el caso para aquella barca roja y blanca, registrada a nombre del francés en el Puesto Naval de Guanabo para amarrar permanentemente en Tarará. Le correspondía asimismo comprar los dos galones de gasolina autorizados cada vez que se hacía a la mar, con horario de salida y de regreso consignado puntualmente en la garita local de los guardias. Cualquiera que fuese la hora de partida, incluso tardía como ocurrió el día de marras, la del retorno era las 3 de la tarde para los particulares. Pero lo cierto fue que jamás volvió a saberse ni de ellos ni de la embarcación. Las autoridades no propusieron otra explicación que la de una desaparición accidental, tesis que debieron aceptar los familiares y el embajador francés.
Aquellos eran tiempos de frecuentes intentos de salidas ilegales de la isla; y concurrente oír de cosas así. Se lo tragó el mar, era la frase que calificaba. Pero Mauriras era francés residente y desde 1961 trabajaba para la embajada de su país, mientras que a Leonel, representante en Cuba de la compañía farmacéutica holandesa Organon cuya agencia de la Calle I en el Vedado dirigía ya antes de 1959, le habían arreglado todo para que emigrara a México. Su salida con esposa e hijos estaba programada para dos meses después. Ni el uno ni el otro tenía perfil de emigrante clandestino, mucho menos dejando atrás a la familia. En mi hipótesis de base intuí siempre que aquello no había sido fortuito. A fin de relacionar ordenadamente todos los datos que he reunido a lo largo de muchos años procedo a exponer los antecedentes que me constan. Evitaré digresiones; me apoyaré en vivencias propias a las que añadiré varios testimonios y documentos consultados, dejando al lector circunloquios y conclusiones.
CONTEXTO Y ANTECEDENTES PERSONALES DE LOS DOS DESAPARECIDOS
Leonel Pérez Fernández, es en esta historia el personaje equivocado. Su cuñado Paquito del Río le había hecho días antes una reparación menor al motorcito del francés quien, muy agradecido, se apareció con una botella de regalo en su venida siguiente. Como el pariente no estaba, Leonel le guardó el vino y se dejó convencer por Jean-Baptiste (con quien jamás había cruzado una palabra hasta aquella mañana) para salir a pescar un rato, tal vez seguro de que volvería con par de pescados para el almuerzo. Azar y disyuntiva que le fueron fatales. Hasta entonces su vida estuvo como escrita en papel pautado. Contaba 35 años, estaba casado y tenía dos hijos pequeños nacidos en 1963 y 1965. Considerando la evolución de la situación en Cuba la multinacional que lo empleaba había decidido cerrar en La Habana y transferir la gerencia cubana a Ciudad México desde donde operaría en lo adelante para varios países del área. Parte de ese proyecto que contaba con el visto bueno del gobierno cubano, Leonel se iría legalmente corriendo la empresa con todo. Nada iba a perder siendo como era propietario en Tarará desde hacía años. Cosa poco frecuente en un cubano no sabía nadar y raramente se bañaba en la playa. El lugar donde vivía le resultaba benéfico, eso sí, para atenuar el asma crónica que padecía. Dato curioso: en enero de 1959 y recién llegado a La Habana, un tal Che Guevara fue llevado a vivir allí por idéntica razón.
Por su parte Jean-Baptiste Mauriras, había emigrado de Francia a Cuba en 1951 con su esposa Germaine Letard (Rouen, 1920) y la hija de ambos, Annie (Bois-Guillaume, Rouen, 1947). Ignoro por qué fueron a vivir a Cuba pero en la Europa de la posguerra no era una rareza y la isla constituía en plena mitad del siglo pasado un excelente lugar para recomenzar una vida. Es incierto como constó en lo manifestado por OGM, que en su país hubiera combatido a los nazis durante la Ocupación o que ya establecido en la capital cubana trabajare para la compañía marsellesa que construyó el Túnel bajo la Bahía de la Habana en 1957. Sí es un hecho que en 1958 poseía dos cafetines por Centro Habana que gestionaban él y su mujer: el matrimonio había conseguido una manera de vivir próspera al término de menos de 10 años de su llegada. Prueba de ello el gran apartamento nuevo de propiedad horizontal que adquirieron en el piso 13 del edificio Avenida de los Presidentes 423 esquina a 19, Vedado, al cual se habían mudado poco antes de enero de 1959.
Repito a esta altura de mi narración que de lo que sucedió no debí enterarme jamás. En 1966 yo vivía en la zozobra de no poder huir hacia donde fuera con posterioridad a la suspensión, cuando la Crisis de Octubre 1962, de los vuelos Cuba-EE.UU. Y en ese bregar nada me funcionaba. Para completar, el gobierno había promulgado un ucase que hacía inviable salir para quienes como yo estaban en edad militar. Sobrevivía con indolencia y apatía, mientras veía consumirse mis mejores años. Pero la vida continuaba y entre gente joven que frecuentaba a derecha e izquierda figuraban varias chicas vecinas del mismo edificio donde se había instalado el matrimonio Mauriras con su hija Annie, una más en el grupo. Fue así que yendo a una fiestecita supe del recién acaecido percance, mediante un banal “Gustavo, ¿te enteraste de lo del papá de Annie?”. No sería aquella plática la última vez que oiría acerca del drama.
En aquel inmueble, de apartamentos grandes y lujosos, también vivía mi amiga Elena Landa que simultaneaba varias horas por semana enseñando en la adyacente escuela de la Alianza Francesa con un medio tiempo de recepcionista en el consulado de Francia. Testigo directo Elenita me comentó años después que había habido en la embajada un desasosiego inicial con corre-ve-y-dile, pocas informaciones concretas, seguido todo de órdenes de no mencionar más la cuestión. ¿Diplomacia o miedo cómplice?, Elenita lo ignoraba tanto como Nelson Escala, un conocido común que desempeñaba otro puesto en la misma oficina consular. Retrospectivamente y ya emigrados, ambos seguían conmovidos por la desesperación que otrora habían observado en la esposa y la hija de una persona que conocían y que estimaban (2).
DOS VIUDAS, LOS DIPLÓMATICOS Y LA SEGURIDAD DEL ESTADO ENTRANDO EN EL BAILE
El G2 cubano había hecho su aparición de inmediato. Al día siguiente allanaron la casa de Leonel y en palabras de su mujer “lo viraron todo al revés”. Hicieron más porque se la llevaron detenida, incomunicándola en una “casa de seguridad”, sin consideración alguna por los dos hijos pequeños que tenía. Un mes más tarde la pusieron en libertad sin explicación alguna (3). Por su parte, la esposa del francés se tornó hacia su embajada donde cautamente le aconsejaron calma y discreción. Incómoda ante el evidente culipandeo del cónsul en ejercicio, escribió una carta detallada al embajador que no le contestó. Dos meses después optó por interpelar al ministro del ramo en París. A partir de entonces solo recibió respuestas de puro trámite firmadas por funcionarios subalternos (1). Osaron pedirle pruebas cuando alegó que suponía a su marido retenido secretamente en las mazmorras castristas. En verdad, a Germaine le habían estado llegando informaciones orales según las cuales Mauriras había sido capturado y estaba preso en Villa Marista, la tristemente célebre sede de la Seguridad del Estado. Le soplaron además que su bote había sido visto amarrado en un atracadero de la zona militar de la bahía. Pasó un tiempo y dos años después, luego de numerosas instancias enviadas a París incluyendo una al entonces presidente Charles de Gaulle (4), madre e hija se repatriaron a Francia volando a París vía Madrid el 25 de julio de 1968. Meses antes habían sido víctimas de la Ofensiva Revolucionaria que decretó la intervención gubernamental del sector privado restante en Cuba. Los dos comercios que poseían, único medio de subsistencia conque contaban, fueron intervenidos. El apartamento y el automóvil, legalmente propios, correrían al irse idéntica suerte confiscatoria.
En lo que a mí respecta lo fortuito intervino otra vez cuando un día de 1968 encontré en mi casa a una señora a quien mi padre ya jubilado recibía para tramitarle el divorcio. Era María Elena Miguel, con quien diez años antes había alternado en fiestas de quince y estancias en la Playa de Guanabo. Supe, asombrado, que era ella la esposa del acompañante del papá de Annie desaparecido dos años antes. El divorcio “por abandono del domicilio conyugal” fue tramitado sin dificultad: obtenerlo era indispensable a MEM para solicitar salida de Cuba, asumiendo legalmente la patria potestad de sus dos hijos menores “abandonados” por el padre. En tales casos la llamada parte contraria es “declarada en rebeldía por no comparecencia” y una sentencia judicial disuelve el vínculo matrimonial. Después de la intervención profesional de Papá no volví a ver a mi conocida, aunque supe que no había emigrado, se había vuelto a casar y seguía habitando con sus hijos la casa de Tarará. En cuanto a Elena, siempre empleada en el Consulado, me informó que Germaine y la hija habían partido motivo por el cual de su apartamento del piso 13, mobiliario y enseres incluidos, había tomado posesión un peje gubernamental. Quedó así cerrado el tema en cuanto a mí, sin que desapareciera en mi espíritu la memoria de sus dos víctimas.
COSAS QUE POR ENTONCES OCURRÍAN
A partir de este punto del relato y mi llegada a Francia en 1982, salto hasta la década 2010. Solo entonces, teniendo acceso a los documentos del Affaire Mauriras conservados en los archivos franceses de Exteriores, pude comprender cabalmente hasta qué punto las cartas habían estado marcadas desde el comienzo. Ayudará al análisis que haga el lector recordar que, al mismo tiempo que el proceso represivo y confiscatorio del castrismo avanzaba inexorablemente, mientras preparaban su escape algunos trataban de salvar lo que podían intentando remitir hacia el exterior documentos, valores, divisas y joyas. Más de una vez supe de personas que estaban en esos trajines valiéndose de contactos directos o mediante intermediarios venales en embajadas y legaciones extranjeras. Entre muchos está el caso excepcional del multimillonario Julio Lobo, que confió a la de Francia parte de su colección napoleónica, 178 paquetes de documentos preciosos que jamás ni él ni su hija María Luisa volvieron a ver (5) (6).
En tales afanes centenares de cubanos fueron esquilmados. Le ocurrió por ejemplo a nuestro médico de familia el Dr. Eduardo Elías Geara y a un colega de mi padre, el Dr. Ismael Segura García Menocal, que entregaron joyas de gran valor a un diplomático libanés el primero y a una prima hermana suya que trabajó con los franceses el segundo. Estos dos hechos, rapacerías que me constan por haber sido testigo de las entregas efectuadas, los vinculo con operaciones de cambio de dinero cubano por sumas en divisas a situar en el extranjero. Proliferaron los pillajes perpetrados impunemente por gente inescrupulosa, solo conocidos por quienes a nadie podían reclamar, mucho menos denunciar. En chanchullos así Mauriras pudo estar implicado. Viajaba frecuentemente a México en tanto que mensajero de la embajada francesa y por añadidura estaba encargado de la recepción y entrega en el aeropuerto de Rancho Boyeros de la valija diplomática no-acompañada que circulaba vía Madrid en los vuelos semanales de Iberia. No obstante, ni en las cartas de su viuda ni en los documentos que he podido consultar se alude a cuestiones de esa índole. Es una especulación personal que insinúo como causal probable de alguna venganza en su contra. Por el contrario, sí existe constancia de las vicisitudes de Julio Lobo respecto a sus legajos, pero eso es otra historia muy particular que ni siquiera aborda John Paul Rathbone en la biografía que consagró al inefable magnate azucarero (7).
VARIOS ELEMENTOS HARTO PERTURBADORES
El día de su partida definitiva de La Habana, la esposa y la hija de Mauriras fueron acompañadas al aeropuerto por el cónsul de Francia. Durante el chequeo previo al vuelo Germaine se percató estar listada en la documentación de Inmigración no con su nombre sino con el del esposo desaparecido. Interrumpió la gestión de embarque en el mostrador y se lo comunicó al diplomático, presente a pocos metros de distancia. Este, con un lacónico “no insista, no es importante”, la conminó a proseguir el papeleo. Calificó el entuerto como “probable confusión” y se comprometió con la mujer a “corregir el error” a posteriori. Y fue así que la pasajera subió al avión provista de un pase a bordo, con escala y transferencia Barajas-Orly a su nombre, mientras que en los documentos cubanos de Inmigración y Extranjería constaba Jean-Baptiste Mauriras como viajero. Llegada a París, escamada como estaba por todo lo que había vivido, escribió sendas cartas denunciando lo sucedido al Embajador en La Habana y al Ministro de Exteriores (1): jamás recibió ni un acuse de recibo a las mismas. Lo que acabo de explicar significa que para Cuba quien legalmente viajó aquel día, no fue ella sino el desaparecido Jean-Baptiste Mauriras. Peor y prueba de ausencia de albur: constó como documento acreditativo de la identidad de la viajera el pasaporte “diplomático de servicio” N° 10405 fechado 6/04/1966 del marido, el mismo que conjuntamente con su cartilla militar ella había entregado en la embajada un año antes. Ese hecho, igual que los misteriosos recados y rumores falaces de finales de 1966 y principios de 1967, ostentaban la impronta de la mano peluda y la perversidad congénita del gobierno cubano.
Otra vertiente de desinformaciones deliberadas tendientes a maquillar lo que a mis ojos fue un doble crimen, tiene que ver con Leonel. Hubo habladurías totalmente infundadas pero citadas en dos informes del cónsul francés a principios de 1967 (1), según los cuales el acompañante cubano de Mauriras habría estado implicado en una red de conspiración contrarrevolucionaria activa meses antes en la Embajada de España en La Habana. Cuatro empleados cubanos habían sido detenidos allí y sancionados a penas de entre 6 y 10 años de prisión. De manera similarmente nebulosa testigos no identificados afirmaron haber visto pasar a gran velocidad la mañana del suceso una lancha rápida de la Marina de Guerra. Tal aserto autorizaba conjeturar una causa accidental a lo acaecido. Deduzco que en el asunto varias fogatas difuminadoras de humo cómplice fueron encendidas con el propósito de camuflajear algo turbio. Obra de agentes del gobierno cubano por supuesto. ¿Quién si no?
Por otra parte, en varios recuentos del quehacer de la contrainteligencia cubana de la época aparecen contrarrevolucionarios que complotan o que residen en Tarará. Se incluye en el cóctel una novela publicada en 1976 bajo pseudónimo por André Tronc, un diplomático francés que ejerció en La Habana como Primer Secretario de la embajada entre 1968 y 1972 (8). En su trama, tan bien documentada que provocó una protesta oficial de Cuba y la ira del entonces vicepresidente Carlos Rafael Rodríguez (1) el autor inserta un protagonista francés que conspira contra Cuba, sale un domingo a pescar desde Tarará y desaparece para siempre. Añado que esa urbanización, marina y playa tomadas como un todo, ha estado siempre bajo estrecha vigilancia policiaca, no siendo únicamente la ciudad escolar de los pioneros pregonada por el régimen.
UNA CODA QUE NO PRETENDE SER CONCLUSIÓN
A casi cuatro décadas del singular incidente que a grandes rasgos he relatado aquí, encadenando la desaparición de sus desdichados protagonistas con la de la casi totalidad de sus familiares y eventuales testigos directos, la única información fidedigna tiene que estar en los inaccesibles archivos cubanos. En cuanto a los franceses, consultables en París, Nantes y La Habana, no está excluido que algún que otro documento embarazoso haya sido escamoteado oportunamente por agentes venales tributarios del castrismo. Una constatación inquieta: no existe una sola alusión que remita a la desaparición de Mauriras en los reportes periódicos que para envío a la superioridad establecían regularmente los diplomáticos y funcionarios franceses acreditados en La Habana. Tampoco las hay en las reseñas de las entrevistas semestrales de ellos con sus homólogos del MINREX. Un último detalle particularmente intrigante es la ausencia de los apellidos Mauriras-Letard en los listados existentes de “bienes nacionalizados en Cuba, pertenecientes a peticionarios franceses que solicitan indemnización” (1).
LOS MOTIVOS DE LOS LOBOS Y LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD
Habida cuenta de lo que antes he enumerado tocante al hecho, su hora diurna; las excelentes condiciones meteorológicas y marinas reinantes; la visibilidad cromática y la insumersibilidad del bote y los remos aún si partidos en dos; la total desaparición de los avíos de pesca que estaban a bordo; e in fine los cuerpos de los desaparecidos, es procedente poner en duda todo cuanto se afirmó oficialmente respecto a algo que me permito calificar sin pruebas de doble crimen. La parte francesa obró todo el tiempo con pusilanimidad, hipocresía y oportunismo. No era la primera vez que actuaban así después de 1959 y no sería la última, manera evidente de cerrar los ojos para legitimar una socorrida raison d’état. Siendo Cuba un país donde la impunidad gubernamental es ley, los familiares de las víctimas tuvieron poco margen para actuar. No obstante, me atrevo a decir que fuere por lo que fuere se resignaron a no mover fichas. No me quejaría a estas alturas si a la difusión del presente recuento, aldabonazo o botella de agua lanzada al mar, subsiguiera algún testimonio esclarecedor procedente de un protagonista ignoto. El escritor francés André Gide, glosando en una novela un versículo del Apocalipsis, puso en boca de uno de sus héroes una sentencia tan enigmática como conminatoria: “cree en aquellos que buscan la verdad, duda de los que dicen haberla encontrado”. En ella me inscribo al poner punto final a esta crónica.
1. Documentos fotocopiados por el autor en el Centre des Archives diplomatiques, Ministère de l’Europe, Fr.
2. Carta de Elena Landa. San Juan de Puerto Rico, Febrero 16, 1998
3. Entrevistas telefónicas del autor con María Elena Miguel, Conchita Miguel y Paquito del Río
4. Carta de Germaine Mauriras al General Charles de Gaulle. Junio 7, 1967
5. Carta del General Charles de Gaulle a Julio Lobo. Mayo 21, 1960
6. Carta de Julio Lobo a la Direction Générale d’Amérique Latine, Quai d’Orsay, Paris (sic). Enero 27, 1978
7. J.P. Rathbon. “The Sugar King of Havana, Cuba’s Last Tycoon”. London. Penguin Press, 2011
8. Joseph Marsant. “La 7è Mort du Che”. Paris. Éditions Albin Michel, 1976. (Traducida al español en 1979)
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