por LEO A. ROSENHOUSE (1957)
“¡Bruja! ¡Endemoniada! ¡Bruja!” La multitud arrebatada por la histeria lanzó varias veces el terrible grito condenatorio. Salem, la vieja ciudad de Nueva Inglaterra, intolerante y supersticiosa, vivía uno de sus periodos más agitados. La muchedumbre frenética levantaba enorme polvareda por el angosto camino que conducía a la colina donde se había levantado el patíbulo. Todos y cada uno querían presenciar la ejecución y mutilación de Bridget Bishop, mujer encantadora, de treinta años de edad que había de ser la primera víctima de una de las persecuciones más lamentables y vergonzantes que se han registrado en América.
Ciento cincuenta personas fueron sometidas a terribles torturas, juicios tortuosos, prisiones sin fundamento y confiscación de todas sus propiedades antes de que el terrible brote de histeria colectiva llegara a su término. Los increíbles acontecimientos de esos días dejaron una mancha en la historia americana, que el tiempo no ha logrado borrar.
A principios de 1692 los vecinos de Salem comenzaron a hacer significativos comentarios acerca de algunos movimientos desacostumbrados que habían advertido en unos “cottages” situados en las márgenes del río Danvers, cuyas aguas corrían serenamente a través de la población, una de las más ricas colonias de Massachussets.
Elizabeth Parris y Abigail Williams, niñas de nueve y doce años de edad, respectivamente, fueron vistas haciendo cosas extrañas, primero en la puerta de sus hogares y después en una plaza pública.
Ambas niñas, privadas de los entretenimientos adecuados a su edad, pasaban largas horas sentadas en la cocina escuchando los extraños cuentos inspirados por las prácticas de vudú que les hacía para que se estuvieran tranquilas, la esclava Tituba, nativa de las Indias Occidentales y perteneciente a la servidumbre de la familia Parris. Los cuentos de Tituba generalmente tenían como protagonista al diablo, al que atribuía poderes de tal naturaleza que sin dificultad era capaz de transformar en bruja a cualquier persona que le resultase antipática.
Un día Elizabeth le preguntó a su amiga: “¿Qué haría la gente si les hiciéramos creer que nos hemos convertido en brujas?” Abigail no respondió. Pero al correr del tiempo la idea de dar una broma a sus parientes fue tomando cuerpo en la mente de las niñas y, de pronto, una tarde, sin motivo alguno, comenzaron a gritar y a poco los gritos tomaron las características de furiosos alaridos. Cuando familiares y vecinos acudieron a ver que les pasaba, las encontraron con la lengua colgante fuera de la boca y temblando. Se habían pellizcado y presentaban por todo el cuerpo manchas azulosas.
La singular diversión de las niñas había de tener consecuencias fatales para los habitantes de la colonia. Su jugarreta estremeció a Salem como si se encontrase ante la amenaza de una espantosa epidemia. Durante varias semanas los sacerdotes desde el púlpito exhortaron a los feligreses a purificarse a fin de que Satán no tuviese posibilidades de atraparlos en sus garras.
En esos días la amenaza del diablo era de las que amedrentaban de modo más profundo a los colonos que habían traído de Europa las viejas supersticiones medievales. Para la mayoría no había duda alguna de que el demonio había cruzado el océano a bordo del Mayflower o de cualquiera de las embarcaciones que siguieron a la nave de los peregrinos y que, ya instalado en tierras de América comenzaba a hacer sentir su hálito fatal sobre muchos de los emigrados que habiendo hecho el peligroso viaje en busca de libertad, se mostraban renuentes a ajustar su vida al riguroso sistema impuesto por los legisladores y los moralistas que dominaban la colonia.
Cuando Elizabeth y su compañera se dieron cuenta de que se habían convertido en el centro de atracción de la colonia, repitieron una y otra vez su comedia, acentuándola con nuevas extravagancias. Luego simularon desmayos, ensoñaciones y por último dijeron que a menudo tenían visiones místicas. Otras niñas y algunas mujeres jóvenes queriendo igualmente llamar la atención, las imitaron y, al cabo de unos días, todo Massachusetts se hallaba consternado. ¡El diablo parecía decidido a enseñorearse de todas las almas! El temor cerró los caminos al razonamiento. La cacería de los embrujados comenzó al punto dando lugar a increíbles injusticias.
La esclava Tituba fue la primera persona a la que se acusó de brujería. La encerraron en la cárcel y la torturaron, cuando las niñas dijeron que les había presentado al diablo Tituba, ignorante y aterrada, inventó varías historias absurdas en su esfuerzo para escapar de la persecución de que era objeto. Pero sus propias palabras la condenaron. Entre otras cosas les dijo a los inquisidores: “Monté en una escoba y fui muy lejos hasta un lugar donde no hay árboles ni caminos. Allí encontré dos gatos, uno negro y otro rojo que me llevaron hasta donde estaba un monstruo extraño que era un duende y luego se volvió un diablo.”
Durante horas y más horas antes de ser presentada al tribunal, Tituba fue torturada por los carceleros, convencidos de que Satán tenía un compañero, un espantoso monstruo que atacaba a las personas indefensas y al morderlas y clavarles sus garras las transformaba en brujas y endemoniadas a las que el diablo gobernaba a su antojo. Estas criaturas, lo mismo hombres que mujeres tenían la facultad de volar montados en escobas y podían contaminar con su nefanda influencia mediante una mirada o un toque a cualquier persona, logrando los mismos resultados por medio de encantamientos efectuados a distancia de la víctima escogida.
Finalmente, los carceleros convencieron a Tituba de que si se confesaba culpable, el tribunal la trataría con clemencia imponiéndole una leve condena, después de la cual la devolverían a su tierra natal.
Cuando fue presentada a los jueces, la atemorizada esclava se declaró embrujada. Sus palabras provocaron un tumulto en la sala del tribunal. La mayoría de las jóvenes se desmayaron y muchas mujeres de alta posición gritaron histéricas que el diablo se había enseñoreado de la población. Tituba fue condenada a morir en la horca.
Sin embargo, la primera de las supuestas endemoniadas que murió en el patíbulo no fue la infeliz esclava, sino Bridget Bisbop, una de las mujeres más atractivas de Massachusetts, Bridget tenía verdadera personalidad y no era una criatura inculta como Tituba. Desde el momento en que se estableció en Salem, los puritanos la habían mirado con encono. Tenía una taberna en las afueras de la ciudad y la mantenía abierta al público hasta altas horas de la noche. Con frecuencia se la oía reír alegremente, mientras entretenía en su establecimiento a los forasteros que pasaban por la población. Su belleza y su independencia de carácter provocaban los celos de no pocas damas de la colonia
Bridget Bishop cometió el fatal error de asistir al juicio de Tituba, luciendo un vestido nuevo de amplio escote y brillantes colores, que al destacar su voluptuosa figura, atraía las miradas de la mayoría de los hombres que se hallaban en la sala. Era la primera vez en Salem, que una mujer se atrevía a presentarse en público vistiendo tan provocadoramente.
Elizabeth Parris y Abigail Williams que ya se habían acostumbrado a ser el centro de atracción en todas partes, se sintieron visiblemente irritadas por el interés que despertaba la tabernera. De pronto, captaron una señal de una vieja que se hallaba entre el público, cuyo marido solía frecuentar el establecimiento de Bridget. Precipitadamente las dos jovencitas se tiraron al suelo entre los jueces y la primera fila de espectadores, quejándose de agudos dolores.
Después comenzaron a revolcarse y a temblar poniendo los ojos en blanco, como se lo había enseñado Tituba. Luego musitaron ininteligibles acusaciones, señalando con las manos a la tabernera, quien en ese mismo momento se levantó para retirarse comprendiendo que su situación se había hecho peligrosa.
Varias mujeres comenzaron a gritar que no dejaran marcharse a la embrujada. Ante la acusación ya directa, Bridget Bishop se detuvo indecisa. Su vacilación la perdió. Muchos años después se supo que cuando la vieron entrar en la sala, varias mujeres celosas se confabularon para causar su ruina. ¿Qué mejor oportunidad podía presentárseles para destruir a una rival que con mucha frecuencia retenía a sus maridos hasta la madrugada? Abigail y su compañera se prestaron enseguida a representar la comedia. Se sentían sumamente halagadas con la confianza que en esos momentos le demostraban personas de elevada categoría social.
Bridget gritó que era inocente, pero los agentes de la autoridad la detuvieron cumpliendo órdenes del presidente del tribunal, quien momentos después la acusaba formalmente de haber hechizado a las dos niñas que seguían revolcándose en el suelo. Después agregó con mayor gravedad:
— Usted está poniendo en práctica sus hechicerías sin respeto para este tribunal. ¿Qué trato ha hecho con el demonio?
Bridget Bishop estaba tan asustada que no supo contestar. A fin de cuentas, su situación no habría cambiado, aunque hubiese estado hablando horas y más horas. Que la hubiesen señalado acusándola de estar endemoniada era más que suficiente para que la condenaran a muerte.
El presidente del tribunal le ordenó a la aterrada tabernera que se desnudase y al mismo tiempo escogió a nueve mujeres que se hallaban en la sala, para que conjuntamente con el médico forense, doctor Borton, examinaran el cuerpo de la acusada a fin de determinar si efectivamente presentaba las marcas del diablo.
Los colonos creían firmemente que los discípulos de Satán presentaban las huellas de las mordidas del monstruo que actuaba con el demonio.
La linda acusada fue conducida a una antecámara y las nueve mujeres la atacaron con increíble ensañamiento. Le arrancaron las ropas dejándola completamente desnuda y temblorosa. A continuación, el doctor Borton la examinó, no encontrando en su delicada piel ninguna señal de endemoniamiento. Sin embargo, la vieja que había hecho la señal a las niñas aprovechó un descuido para arañarle la espalda, haciendo que brotase un hilito de sangre. Sus compañeras gritaron a coro:
—¡Aquí está la marca, la marca del diablo!
El doctor Borton, después de observar la sangre, exclamó jubiloso:
—Pídele ayuda al diablo hijita, que mucho la vas a necesitar.
Temía volver a la sala para dar cuenta de que había encontrado las buscadas huellas, y la estratagema de las celosas señoras lo alivió de un gran peso. Presuroso informó que Bridget presentaba la huella infernal.
La ejecución de la tabernera fue señalada para el 10 de junio de 1692. El día amaneció plomizo y pesado, amenazaba lluvia, pero toda la población se dirigió hacia la colonia para ver morir a la seductora criatura.
Bridget Bishop fue conducida al suplicio en una jaula colocada en un carro tirado por un caballo. Llevaba atadas las manos a la espalda y los pies al piso de la jaula. Vestía el burdo traje negro de los condenados. El “sheriff” de Salem que hacía las veces de verdugo dispuso que el carro pasase por la calle principal de la ciudad. La multitud lo siguió con el entusiasmo de quienes se dirigen a una romería.
El nudo fue preparado rápidamente y después amarraron la soga a la rama de un árbol frondoso. Nadie entre los espectadores dio señales de apiadarse de la infortunada mujer. ¡La habían condenado por endemoniada y les parecía lo más natural que la mataran sin ningún miramiento, y cuanto más pronto mejor!
Detuvieron el carro debajo del árbol. Enseguida sacaron a Bridget Bishop de la jaula dejándola en el carro. Le pusieron el nudo al cuello, le dieron un fuerte latigazo al caballo que se encabritó siguiendo luego hacía adelante mientras la tabernera quedaba colgando pendiente de la soga.
A poca distancia varios hombres que cavaban la fosa para enterrar a la ahorcada se rieron escandalosamente al verla con los pies en el aire, perdiendo la batalla por la vida.
Con un grito de satisfacción fue recibido el “sheriff” cuando subiéndose a una piedra anunció enfáticamente que Bridget Bishop había muerto, cumpliéndose la sentencia dictada por la ley.
Antes de que el cadáver fuera sepultado, algunas mujeres lo apedrearon, mutilándolo en tal forma que nadie hubiera podido reconocer a la bella tabernera. Después lo arrojaron en la fosa cubriéndolo con tierra y basuras.
La ejecución de Bridget Bishop había concluido, pero en realidad sólo fue el inicio de una serie de acontecimientos a cuál más reprobable. Las semanas que siguieron a la muerte de la tabernera fueron de verdadero espanto para toda la población de Nueva Inglaterra. Nadie se sintió seguro durante la sombría etapa de la persecución de los supuestos endemoniados.
El grito de embrujado, endemoniado, alcanzó trágica resonancia después de la ejecución de Bridge Bishop. En todas las aldeas algunas mujeres jóvenes sufrieron desvanecimientos y convulsiones. Cuando volvían a la normalidad señalaban con el índice acusador a un vecino o a un forastero. Las autoridades no efectuaban la debida investigación de los hechos y los jueces se limitaban a condenar. Una y otra y otra vez el carro de la justicia llevó hasta la colina siniestra a individuos inocentes víctimas de la malevolencia o de la superstición, cuya muerte en la horca constituía una diversión para el populacho.
El 19 de julio de 1682 se efectuó una ejecución quíntuple. Cinco mujeres fueron las víctimas. El peso de sus cuerpos hizo crujir como si fuera a quebrarse, la rama del árbol del que fueron colgadas. La multitud lanzó piedras contra los cadáveres, mutilándolos horriblemente.
Noticias de los sórdidos acontecimientos que entenebrecían la vida de la colonia acabaron por trascender, llegando a Inglaterra donde la opinión pública se pronunció en contra de los magistrados que con tanta ligereza disponían de la vida humana. Pero la cacería de los embrujados continuó con un ritmo todavía más acelerado. Se agudizó la intranquilidad de los colonos. Nadie podía sentirse seguro, por encima de sospecha a cubiertas de acusaciones no por más falsas menos temibles.
Giles Corey fue condenado a muerte. Su único delito consistía en haber guardado silencio durante el proceso contra su esposa, condenada a muerte y ahorcada por hechicera. Su silencio considerado al principio como un reproche contra los jueces, se interpretó después como complicidad en los actos de embrujamiento atribuidos a su mujer. Lo castigaron de una manera especial, sometiéndolo a escalofriantes torturas antes de llevarlo a la colina donde le ejecutaron.
El 19 de septiembre de 1692 el verdugo entró en la celda de Corey y le ordenó que se quitase la ropa. El desventurado obedeció. Inmediatamente después le leyeron la sentencia y a continuación varios hombres fornidos lo agarraran acostándolo boca arriba en el piso de piedra y sujetándolo por los brazos, las piernas y la cabeza, en presencia del público al que se permitió la entrada en la cárcel.
Luego le colocaron sobre el pecho una piedra gruesa y plana. El dolor le arrancó quejidos, pero otras y otras piedras siguieron a la primera, aplastándolo prácticamente contra el suelo. El infeliz con sus últimos alientos en lugar de seguir quejándose pidió que le pusieran más y más peso encima, esperando de este modo apresurar la muerte. En respuesta el “sheriff” le introdujo en la boca un madero afilado como una daga.
En su diario íntimo el magistrado que presidió el tribunal que condenó a Corey escribió:
“Giles Corey fue condenado a muerte por su sospechoso silencio durante el proceso seguido a su cónyuge”. Si hubiese hablado tal vez habría muerto en una forma más rápida y menos dolorosa. Pero de un modo o de otro, la muerte era el castigo inevitable para los condenados”.
Muchos opinan que Giles Corey deliberadamente buscó la muerte por vía de las torturas como un medio de atraer la atención del mundo sobre la insensata persecución de que eran víctimas tantas personas inocentes.
Desde Europa comenzaron a llegar a las colonias y especialmente a Massachusetts, protestas y más protestas contra las ejecuciones que tenían lugar en Salem. La matanza de los supuestos endemoniados acabó por alarmar a los propios colonos. Salem llegó a ser una ciudad de la que se hablaba con miedo. Muchos vecinos la abandonaron subrepticiamente. Los viajeros la suprimían de su itinerario. Se aseguraba que muchos pasajeros de las diligencias que hacían el recorrido de las ciudades de Nueva Inglaterra habían sido sacados del carruaje y ejecutados por mirar a una persona que los acusó de haberles hecho “mal de ojo.”
En octubre, el gobernador de Massachusetts haciéndose eco de las protestas y las denuncias en las cuales le aseguraban que personas de irreprochable conducta habían sido ahorcadas y que otras habían tenido que huir para no correr igual suerte, se dirigió a las autoridades de Salem urdiéndolas a poner fin a los absurdos procesos por endemoniamiento.
Al mismo tiempo un grupo de colonos prominentes estampó su firma en el mensaje que al respecto el Gobernador envió al rey Guillermo y a la reina María de Inglaterra. De inmediato la familia real consternada ante los hechos que se le describían en la comunicación envió un representante con amplias facultades para poner término a la escandalosa situación imperante en Salem. A su llegada el enviado puso en vigor el real decreto, que tuvo la virtud de dar fin a la sangrienta persecución de personas inocentes.
Niñas y muchachas dejaron de tener desvanecimientos y visiones extraías. Nadie más se atrevió a levantar el dedo acusador. Lentamente la vida volvió a su normalidad restableciéndose el comercio y los contactos con el mundo exterior. El árbol de los suplidos fue derribado y en la colina se construyó un parque con el propósito de borrar las huellas de la matanza.
Actualmente es un lugar bello y apacible y solamente la historia parece recordar los horrores injustificados de que fue teatro.
0 comentarios