Relato del Coronel FERNANDO Figueredo. (1955)
EL 15 de marzo de 1878 te celebró, debajo de los Mangos de Baraguá la célebre entrevista entre el capitán general Arsenio Martínez Campos, en representación del gobierno español y el mayor general Antonio Maceo y Grajales por los libertadores que combatían en la región oriental.
El hecho histórico adquirió proporciones, cuando se pudo comprobar que las emigraciones repudiaban el Pacto del Zanjón y que los revolucionarios que vivían en la isla tampoco lo aceptaban.
El general Maceo fue, pues, un fiel intérprete de las ansias cubanas en aquel histórico instante. Dieciocho años más tarde, los cubanos todos daban cabal respuesta a aquel Pacto, considerándolo justamente como una tregua, pues reiniciaron, con más ardor y brío, la última campaña para conquistar la Independencia.
De aquel trato que la historia conoce como la Protesta de Baraguá, nos ha quedado este relato de uno de sus testigos presenciales, el coronel Fernando Figueredo.
15 DE MARZO DE 1878
Amaneció, por fin, el 15 de marzo de 1878. ¡Cómo se vislumbraba la alegría en aquellos rostros! La impaciencia dominaba todos los cerebros.
Por fin nos pusimos en marcha hacia Baraguá, antigua hacienda de crianza, de la cual nos separaba una corta distancia Un orden perfecto reinó en aquella marcha que se efectuó en medio de un silencio sepulcral. Hemos llegado al lugar escogido en que habría de tirarse nuestra suerte. Una dilatada y caprichosa arboleda de gigantescos mangos nos servía de techumbre. La carrera de árboles se extendía gran distancia, perdiéndose los últimos en la oscuridad de sus sombras. La oficialidad se dividió en distintos grupos alrededor de los seculares troncos de aquellos, representante de la exuberante vegetación de nuestros bosques. Nuestras hamacas pendían de las ramas al tronco de los árboles, como radios de otros círculos.
el pacificador
Comprendíamos que trayendo el General en Jefe sesenta oficiales de su ejército, gente ducha en la política que en Cuba sirvió de norma al titulado Pacificador debíamos confundirnos los jefes con nuestros subalternos y soldados para hacer frente a sus teorías disolventes. A la cabeza, las hamacas de los generales Maceo y Calvar, del Dr. Figueredo y del coronel Rius. Frente a la hamaca de Maceo, y separada por unos tres pies se hallaba la que se le ofrecería al General en Jefe enemigo. Eran dos poltronas en que se iba a celebrar la entrevista entre los jefes de aquellos dos ejércitos que, por diez años, habían luchado con tanto encarnizamiento.
Las miradas de todos se dirigían hacia el oriente de aquella inmensa sabana que hacía horizonte, por donde habría de aparecer la lujosa y escogida comitiva que precedía el capitán general D. Arsenio Martínez Campos.
La sabana estaba envuelta por una densa capa de vapor que, en forma de neblina, imposibilitaba el paso a los rayos del sol que asomaba por Oriente.
¡Cómo se dibujaba la impaciencia en todos los rostros! Un solo tópico corría de boca en boca: ¡la entrevista!
De repente, una exclamación brotó de todos los labios: ¡Ya vienen!
En efecto, a alguna distancia, envueltos en la neblina que los hacía aparecer como sombra, y como sombras fantásticas los ocultaba caprichosamente a nuestra vista, se dibujaba la misteriosa silueta de un número de hombres a caballo con dirección a nuestro campamento. En algunos de nuestros grupos se discutían con el mayor interés si se recibiría al Capitán General con los honores correspondientes. Uno de nuestros jefes más distinguidos negaba el derecho a tal honor; otros, por el contrario, creían un deber de cortesía que nuestra tropa (la escolta del Cuartel General) se formara al aproximarse la comitiva. Esta discusión fue cortada por el teniente coronel Pacheco, ayudante del Cuartel General, ordenando al capitán de la Escolta que recibiese al General en Jefe del Ejército español con los honores consiguientes. El Capitán formó su pequeña fuerza que, al pasar el general Martínez Campos, presentó correctamente sus armas, mientras que él, saludó a la tropa que lo recibía. Igual conducta siguieron sus acompañantes.
¿Y la comitiva de 60?
Pero, ¿y no eran sesenta los de la comitiva? Contestemos esta pregunta con una explicación. En los arreglos de la entrevista tocó al general Martínez Campos señalar el día, fijando el 15 de marzo, a las seis de la mañana, a Maceo, el lugar y el número de los asistentes por ambas partes. Este escogió el ya citado Baraguá y limitó a sesenta los asistentes entre oficialidad y tropa. Fue tal la curiosidad que despertó esa entrevista en el Ejército español, y fue tal el deseo de conocer de cerca aquella figura, que cual león enfurecido preferiría morir antes que someterse, que las peticiones que recibiera el General en Jefe solicitando la honra de acompañarlo, pronto excedían los límites marcados en los preámbulos de la conferencia.
En efecto, generales sexagenarios como Prendergast, Menduiña y Morales de los Ríos; mariscales de campo, como Bonanza, Daban y Cassola; brigadieres, coroneles, etc., solicitarían unos desde La Habana, otros desde Matanzas, otros desde Las Villas, etcétera, el honor de acompañarlo al campo insurrecto.
martínez campos
El general Martínez Campos llenó su número con altos oficiales del Ejército desde brigadier a teniente general. Aquella era la entrevista entre el rico y vistoso entorchado y la humilde chamarreta. La lujosa comitiva partió de Cuba el día 14 por la mañana pernoctando en Miranda, campamento español trazado sobre el campo insurrecto; un metro después de las trincheras de Miranda, principiaban los límites de la República de Cuba. Durante la corta permanencia de aquel lujoso séquito en San Lula, término del ferrocarril de Santiago de Cuba hacia el Oeste, apareció, de una manera misteriosa, en poder del General, un documento, procedente, al parecer, del campo insurrecto. Era un anónimo. El General lo abrió impaciente y leyó sorprendido: «No acuda usted a la entrevista con el mulato Maceo, será usted asesinado.»
Martínez Campos, sin inmutarse, sin comunicar a nadie el asunto del intempestivo oficio, lo guardó cuidadosamente, ordenando la marcha hacia Miranda. Ese infame anónimo, ¿sería realmente de procedencia insurrecta?
la pureza de los principios
¡No! Debemos protestar en nombre de la pureza de los principios que nos agrupaban alrededor de la bandera de la libertad; ese documento, a no dudarlo, procedía de rumbo opuesto, de aquellos que desempeñando en las ciudades el papel de protectores de la insurrección, se enriquecieron bajo el amparo de la bandera española y quienes al enviarnos un periódico, un pomo de medicina o una noticia, efectuaban una jugada de bolsa o que muchas veces les valía pingüe suma de dinero; de aquellos que en los momentos que describimos, para alimentar nuestra fe, que no decayó jamás, y contrariar cualquier plan que favoreciera la paz, nos habían anunciado que, en un día señalado, antes de la conferencia, habría un levantamiento en la ciudad y que Cuba se desbordaría; aquellos que cuando llegó el instante de cumplir su palabra, lanzaron al campo de la insurrección ¡farsa imperdonable” una docena de niños, que ninguno pasaba de quince años y que ante la rudeza del cuadro que a su vista se presentó en los momentos de la realidad, clamaban por sus padres y por la necesidad de retornar a sus hogares, a donde fueron devueltos por el mismo jefe que los recibiera. Esos, que perdían con nuestra rendición un filón que por años habían explotado, fueron, a no dudarlo, los autores del citado anónimo.
Había cerrado la noche del 14 de marzo cuando el general Martínez Campos anunció a su comitiva que algo grave habría de comunicarles. Aquella gente lo escuchó con avidez. «Necesito —dijo – que, como siempre que acabo de tomar y que contrariará el deseo de la mayoría. Ustedes no me acompañarán a la conferencia. Tan sólo es mi deseo que me rodeen allí los brigadieres Polavieja y Fuentes, los coroneles Arderius y Moraledo, el comandante Ponfil y teniente Fuentes, todos solteros. La comitiva, pues, contrariada en sus deseos, quedó en Miranda a esperar el resultado de aquella conferencia en que tanto habían soñado. El General en Jefe se desprendió de su campamento tan sólo con aquellos que por ser jóvenes o solteros tenían el deber de morir sin dejar por detrás a quien su eterna ausencia lastimara. El coronel Arderius, único casado, era concuñado del general Martínez.
A Campos un pelotón de criollos le escoltó hasta nuestro campamento. Se asegura que oculto por los matorrales de la sabana dejó un escuadrón de caballería.
El general Martínez Campos llegó por fin a nuestro campamento, detuvo su caballo al terminar la hilera de oficiales que atraídos por la curiosidad esperaban su llegada.
En el momento en que los jefes españoles, al mando del capitán general Arsenio Martínez Campos habían llegado al campamento establecido en Baraguá por el mayor general Antonio Maceo.
españoles y cubanos
La conversación entre españoles y cubanos se había animado en extremo: por un lado se discutía, por otra se referían incidentes de la campaña en que ambos se habían encontrado: otros celebraban chistes que se desprendían de la misma y se reían a carcajada. Mentira parecía que aquellos hombres que fraternizaban tan íntimamente, hubieran sido los mismos que con tanto ardor habían luchado en ambos bandos, más aún, que estuvieran dispuestos a luchar nuevamente.
Todo su afán se cifraba en hablarnos del Camagüey y de la paz, conversación que nosotros evadíamos, y hubo un grupo en que descollaban Martínez y Freyre por un lado, y Polavieja Arderius y Ponfil por otro en que llegaron a cruzarse palabras harto inconvenientes, en lo que intervino el brigadier Fuentes llamando a los suyos al orden.
llaman a polavieja
De repente, un grito que procedía del grupo principal, llamando a Polavieja, interrumpió la animada narración y la inconveniente discusión. El General en Jefe llamaba a Polavieja y mientras en la inmensidad de aquella sabana se perdía el eco que repetía… lavieja, saltó éste del lugar que ocupaba, y echando a correr, sombrero en mano y con el cuerpo humildemente inclinado, atravesó la distancia de unos veinte metros que separaba los dos grupos, haciendo con su tosco cuerpo, envuelto en unas polainas que por ser muy anchas se le habían rodado hasta los pies, una figura tan altamente ridícula, que provocó la mofa y risa de nuestra gente, que burlándose de aquella pelota que más rodaba que corría, le aplicaron epítetos adecuados, mientras él, con la mayor sumisión, caía postrado, casi de rodillas, delante de su Jefe.
Poco después la misma voz, con igual brusca entonación, pronunció el nombre de Fuentes, y el brigadier, quizás prevenido por la burla de que había sido objeto su compañero, marchó erecto, despacio, y al acercarse a su Jefe le saludó con respetuosa venia militar.
sacrificios y sangre
Cuando después de la llegada, se había restablecido el orden; cuando al parecer, cada uno ocupaba su puesto en aquel tablero de ajedrez, el general Martínez Campos rompió el silencio, asombrándose de que el general Maceo fuese tan joven. «Parece mentira —dijo— que habiéndonos condenado tanto en esta campaña, sobre todo en 1871 y 72, no nos conociéramos, y debo significar, que aunque tarde, me enorgullezco en haber conocido personalmente a uno de los combatientes más afamados de las fuerzas cubanas». El general estudiaba perfectamente sus palabras, las media con un compás, no se deslizaba un ápice en la ambigua posición que ocupaba; era galante en decir, pero recogido en su expresión: jamás llamó a Maceo general, ni a nuestras fuerzas ejército. Continuó admirando la conducta de los orientales, los calificó de rudos y diestros batalladores, sin sorprenderse de ello porque es una cualidad ingénita de la raza española cuando se dedica al noble ejercicio de las armas; continuó excusándose de no haber venido con más anterioridad a la entrevista, pero compromisos en otros apartados lugares con Vicente García en las Tunas y Modesto Díaz en Yara, le habían imposibilitado atender a Oriente. Deseaba antes de venir al extremo Oriental dejar zanjadas todas las dificultades por detrás.
Le sorprendió cuando el general Maceo, interrumpiéndole, le manifestó estar en íntima relación con Vicente García… «Así supe anoche —dijo el General en Jefe — y lo aplaudí. García tenía delante dos compromisos, uno conmigo de terminar la lucha, otro con ustedes de seguirla: ha optado por el más honroso para él, la unión a sus compañeros, y aunque contraríe un tanto mis proyectos, lo aplaudo.»
Entonces se creyó preparado para entrar de lleno en el asunto que lo había llevado a nuestro campamento. «Basta —decía— de sacrificios y sangre; bastante han hecho ustedes asombrando al mundo con su tenacidad y decisión, aferrados a su idea; ha llegado el momento de que Cuba viniendo a la vida activa de los pueblos cultos, entre en el goce de todos sus derechos, y, unidos a España, marche por la senda del progreso y la civilización.
un deber
Creía su deber, ya que tenía la fortuna de estar en presencia de las fuerzas de Oriente y de una escogida representación de Jefes y Oficiales, manifestarles que, desde principios del mes anterior, había desaparecido el Gobierno y la Cámara de la Revolución, que habían sido sustituidos por un Comité con quien él había pactado la paz, y que siendo los del extremo Oriente los que, desconociendo en principio y a fondo los artículos del tratado continuaban en armas, venía a aprovechar la oportunidad para darlos a conocer personalmente.
Maceo, a su vez, se creyó autorizado para manifestarle que los orientales no estaban de acuerdo, con lo pactado en el Zanjón; que no creían que las condiciones allí estipuladas, que entre paréntesis, él no había llegado a comprender, justificaran la rendición después del rudo batallar por una idea durante diez años, y que puesto que él pretendía conceder otro tanto a Oriente, deseaba cortarle la molestía de que continuase sus explicaciones, porque allí no se aceptaban.
Entonces el general Calvar, raudo hasta aquel momento, exclamó bruscamente: «Nosotros no aceptamos lo pactado en el Camagüey, porque ese convenio no encierra ninguno de los términos de nuestro programa, la independencia y la abolición de la esclavitud a que tanta sangre y víctimas hemos sacrificado: nosotros continuaremos luchando hasta caer extenuados: lo demás es deshonroso.»
se le encaró a calvar
El general Martínez Campos, mortificado por el discurso de Calvar, se le encaró y le dijo:
«Señor Calvar, advierto a usted que los camagüeyanos han pactado con el general Martínez Campos y el general Martínez Campos jamás ha entrado en nada que se haya calificado de deshonroso…»
—»Cuestión de apreciaciones! interrumpió Calvar.
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