La primera cacería de Travers (Final)

Written by Libre Online

22 de abril de 2025

Cuento por Richard Harding Davis (1927)

Entonces, apretando los dientes, encasquetándose el sombrero, y encomendando su alma a Dios, trepó como pudo encima del animal. Acertó a caer en la silla, y por pura casualidad sus pies entraron en los estribos…

Con un salto formidable Satanás se lanzó como un bólido en persecución de los otros cazadores. Y Travers experimentó la extraña sensación de hallarse en una locomotora que corriese, dando saltos, sobre las traviesas de la vía.

En, un abrir y cerrar de ojos Satanás alcanzó y pasó a los demás jinetes tan cerca iba ya de los perros, que los guías, alarmados, le gritaron a Travers que moderase su carrera.

Pero a éste le hubiese sido más fácil detener una barquilla que se precipitase por el Niágara, que reducir en lo más mínimo la velocidad de su caballo. Y solo debido a la pronta desviación de la jauría, pudo evitarse que Satanás la pisoteara.

Asido fuertemente a la silla con la mano izquierda, Travers tiraba de la brida en todas direcciones con la derecha. Cerraba los ojos cada vez que el animal daba uno de sus saltos, prodigiosos, y nunca supo cómo lograba mantenerse sin ser derribado.

Pero de alguna manera iba lográndolo. Y como estaba tan lejos de los demás, ninguno de ellos podía observar en la brumosa mañana lo pésimamente mal que montaba el supuesto jinete.

Al contrario, según todas las apariencias, Travers superaba a sus compañeros en velocidad y osadía, y ni siquiera el joven Paddock, maestro de caza y valiente entre los valientes, conseguía darle alcance.

Frente al jinete triunfante apareció de pronto un ancho arroyuelo, detrás del cual surgía una empinada cuesta. Nadie se había atrevido nunca a saltar ese arroyuelo, y los cazadores lo cruzaban siempre por el puente, que estaba situado hacia la izquierda.

Travers vio el peligro y trató por todos los medios de desviar a Satanás de su terca ruta y llevarlo por el camino del puente. Pero el animal, con el bocado entre los dientes, y aumentando su velocidad por momentos, continuaba impertérrito en línea recta.

Cercas, árboles y surcos pasaban por debajo y por ambos lados de Travers cual cintas panorámicas, movidas por la electricidad; y sólo con grandísima dificultad lograba respirar.

Satanás y él corrían en dirección del arroyuelo fatal, como si por delante no tuviesen más que una pista recta, de suave césped. Y aunque los demás jinetes daban gritos de alarma y prevención, Travers solamente podía contener la respiración y cerrar los ojos a lo inevitable. Pensó en el trágico fin del segundo caballerizo, y un estremecimiento de horror cruzó por todo su cuerpo…

Y vino el momento decisivo…

Satanás llegó a la orilla del arroyuelo, y, dando un salto estupendo, se lanzó al espacio como un volador, levantando a Travers tan alto por el aire, que éste creyó que el animal no volvería jamás a descender… 

Pero al fin descendió, aunque esta vez, del otro lado del arroyuelo.

Un instante después subía y pasaba la loma, deteniéndose al cabo en el mismo centro de la jauría que. ladrando y saltando, rodeaba a la zorra. 

Entonces Travers demostró ser de pura raza, no obstante su desconocimiento abismal de la equitación, sacando nerviosamente su petaca del bolsillo…

Y cuando llegaron los demás cazadores, luego de cruzar el puente y flanquear la loma, vieron a Travers ladeado en su silla; saboreando con gusto su tabaco; con aire indiferente, como si lo realizado fuese cosa corriente para él… y dándole palmaditas protectoras a Satanás.

—Querida mía—le dijo el viejo Paddock a su hija, cuando regresaban de la cacería al paso de los caballos—si tú quieres a tu novio y deseas conservarlo sano y salvo, es necesario sacarle la promesa de no volver a montar jamás. En mi vida he visto un jinete más brillante y temerario. Saltó las talanqueras y ese maldito arroyuelo como un verdadero centauro. Pero tarde o temprano acabará por destrozarse los sesos; y eso debes tú evitarlo.

El joven Paddock estaba tan entusiasmado con las proezas de su futuro cuñado, que aquella misma noche, en el salón de fumar, le hizo el regalo de Satanás, en presencia de todos los expertos jinetes que tomaron parte en la cacería.

—No puedo aceptarlo—dijo Travers con infinita pesadumbre en la voz. —Su hermana me ha pedido que renuncie a lo que más quiero en el mundo después de ella, que es la equitación. Tiene un absurdo temor de que me suceda algún accidente, y me ha suplicado le prometa no volver a montar jamás…Yo le he dado mi palabra de honor hace unos pocos momentos.

Todos los oyentes simpatizaron con su pena.

—Sí; yo lo comprendo—dijo Travers a su futuro cuñado. —Es muy duro para mí; pero eso demuestra la clase de sacrificios que está dispuesto a hacer un hombre por la mujer que ama.

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