LA PREGUNTA DE SIEMPRE

3 de junio de 2025

Probablemente las preguntas que más escucha Dios comienzan siempre con estas dos afiladas palabras: ¿Por qué?

En estos días, salvando la distancia, a nosotros los clérigos nos han abrumado también con la misma pregunta. Hay personas que piensan que los sacerdotes y los pastores tenemos acceso a Dios por vía directa y exclusiva y que estamos capacitados por Él para ofrecer soluciones. Para hablar con Dios no son necesarios los intercesores. Se llama y responde, así de sencillo.

Ya sabemos lo que todos se preguntan: ¿por qué Dios permite la tragedia de Covid-19? ¿Por qué padecen y mueren tantos seres humanos, en tanto que a muchos otros no los ataca el dolor?

Nos contaba un pastor amigo que, en cierta oportunidad en una de sus clases del Seminario, refiriéndose a un volcán centroamericano que hizo erupción y amenazaba sepultar a varias aldeas con la furia de su hirviente lava, le preguntó lo de siempre al profesor: ¿Por qué Dios permite esto? La respuesta fue bien simple: “la culpa no la tienen ni Dios ni el volcán. La culpa la tiene la gente que edificó casas en el sitio en que no debían”. Probablemente esa respuesta no nos satisface porque si Dios creó, Dios puede controlar lo que ha creado; pero hay que entender que nosotros y el mundo en que vivimos estamos sujetos a normas y leyes naturales que no pueden ajustarse a la necesidad o capricho de cada persona. 

Pudiéramos aplicar esta realidad a los seres humanos que plantan sus pies en terrenos que roban al mar o en espacios que no fueron diseñados para ser habitados por ellos. Si son víctimas de inesperados contratiempos no pueden culpar a la naturaleza, que estaba ahí mucho antes que ellos ni a Dios, que creo todo lo que existe con características que no están a merced de cambios. Todos saben que New Orleáns se asienta en una hondonada a más de seis pies bajo el nivel del mar y que muchas de las ciudades a las márgenes del Golfo de México se han edificado sin tener en cuenta las posibilidades de inundaciones y temibles vientos huracanados. Tal vez no estemos muy despistados si afirmamos que gran parte de la responsabilidad por lo sucedido en zonas pantanosas del estado cae sobre los hombros de los hombres.

Un profesor de física se referiría a las leyes de la creación establecidas por Dios para preservar el orden y el desarrollo de todo lo creado. Existen leyes como la de la gravedad que no se suspende en obsequio de ninguna circunstancia humana. Si alguna vez la suprimiera Dios estaríamos dando vueltas en el infinito espacio en el que se mueve nuestro planeta. En época de huracanes, sin prepararnos para enfrentarlos, culpamos a Dios por la fuerza destructora de los vientos y la lluvia arrogante que nos amenaza con inundaciones. Sin embargo, todo tiene un objetivo que no nace de nuestra voluntad. El ambiente, los bosques y el entorno en que vivimos se purifican, se limpian y remozan los recursos naturales de los cuales nos sustentamos. Se trata de fenómenos naturales, que no se atienen a excepciones. El ser humano no está exento del vigor de las leyes que rigen el mundo en el que vivimos.

Y tenemos el caso de nuestras propias limitaciones. Los científicos que otean el espacio en complicados laboratorios tienen títulos de técnicos; pero no de infalibles. En los casos de los destructores huracanes, entre éstos Dorian y Gabrielle, cabe señalarse que se conjugaron los factores de rutas inesperadas con la actitud humana de peligroso desafío. Muchos prefirieron quedarse como guardianes de sus posesiones y desecharon la posibilidad de la evacuación, en tanto que otros confiaron en las susceptibles estructuras protectoras que se construyeron.

Por qué hacer a Dios responsable de la tozudez humana, es una enigmática actitud que tenemos que aprender a desechar.  Sabemos que Dios mantiene su amoroso cuidado por lo que Él mismo ha creado, en especial con sus tan preciadas criaturas, el hombre y la mujer. Sin embargo, nos concede la libertad de que tomemos nuestras propias decisiones, las que a menudo son opuestas a fundamentos establecidas desde el bendito milagro de la creación.

Una respuesta humana que pretenda superar una verdad divina es siempre incompleta. No cabe lo infinito en lo finito, de aquí que pudiera ser más razonable que nos abstengamos de dar explicaciones que pertenecen únicamente a Dios. En mi caso, yo no tengo reparo alguno en reconocer que carezco de respuestas cabales a los problemas del dolor y del sufrimiento humanos. Hay cosas que mi mente no alcanza a comprender. 

La vida está llena de misterios insondables a los cuales no hemos podido asomarnos con nuestra inteligencia. Hechos, como son las grandes catástrofes universales, escapan a nuestra capacidad de comprensión. Entiendo, no obstante, que la mayoría de las personas consideraría esto como un escapismo, y que, además, no valdría la pena escribir un artículo que se limite a una asociación de tal naturaleza.

Vamos, pues, a explorar respuestas. Lo primero sería tratar de estudiar el designio divino para la creación. Ya es conocido el anuncio de Dios hecho al hombre y a la mujer de que la tarea de la vida no les sería fácil. Adán y Eva produjeron la mancha que nos ha tocado a todos. No existen puntos de referencia que nos proyecten la idea de que el mundo y su gente a bordo serían una permanente panacea. Basta una lectura panorámica de La Biblia para que nos encontremos con diluvios, terremotos, sequías, hambrunas, crímenes y violencia. Lo que nos pasa hoy, pues, no es sino una secuencia histórica que nos viene desde los principios mismos de la creación del mundo y del ser humano.

Desde otro punto de vista hay que entender que según La Biblia nada es eterno, con excepción de Dios y su reino. Si miramos a la historia, desde el estrado de nuestro presente, tenemos que reconocer que en nuestro planeta se han sucedido las catástrofes, los ascensos y descensos de las civilizaciones y los cambios abruptos, tanto naturales como socio económicos y políticos. 

La violencia pública, los crímenes y asaltos, el adulterio, el infanticidio, y pudiéramos alargar la lista, son un eslabón más en esta larga hilera de fenómenos que nos afectan de forma integral. No se trata de un castigo justificado de parte de Dios, ni de un aviso de los finales del mundo, sino de la terrible degradación humana.

Otra consideración tiene que ver con la débil ausencia devocional que sufrimos hoy día. El laicismo está en ascenso, los valores espirituales se ignoran irreverentemente y la fe se relega. No es que seamos peores, aunque lo somos, es que le hemos dado la espalda a Dios. En lugar de preguntarle ¿por qué? a Dios yo creo que la pregunta oportuna y necesaria es ¿para qué? Es lamentable que el ser humano no haya aprendido las lecciones que la historia le ofrece, que no haya entendido que la providencia divina trabaja por medio de la entrega, la inventiva y la laboriosidad humanas, y que la creación no es la enemiga del hombre, sino el escenario propicio para su existencia. Si analizáramos lo que sucede en nosotros y alrededor de nosotros, entenderíamos la respuesta de Dios.

Los planes de Dios abarcan más allá de los horizontes de nuestras limitaciones. Él nos hizo, no tan solo para que merodeáramos por un determinado número de años por los traviesos caminos de este mundo, sino para que pusiéramos nuestra mira en las alturas; para que entendiéramos que más allá de nuestro cuerpo, “casa hecha de manos y perecible”, hay un “cuerpo celestial” y “un reino sin fronteras ni tiempos”.

¿Pudiéramos entender los fenómenos que nos afectan como una revelación de Dios? Eso depende, por supuesto, de la fe que hayamos puesto en Él. Confiamos en que los que han muerto a causa de las implacables catástrofes que nos hostigan hayan tenido el minuto final de reconciliación con el Altísimo, y que los que han logrado conservar sus vidas, miren ahora, desde una nueva óptica, el valor relativo de las cosas que se deterioran, “que ladrones minan y hurtan y el orín y la polilla corrompen”, y orienten sus corazones hacia la firme y preciosa voluntad divina.

Las preguntas que se hacen a Dios casi siempre implican una queja. Probemos y hagámosle esta pregunta, “¿Señor, por qué me amas?” Nos sorprenderemos de la silenciosa repuesta que nos inunda de amor y gratitud.

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