LA PERSEVERANCIA

2 de diciembre de 2025

El latín le ha “prestado” muchas palabras al idioma español, y una de ellas es Perseverantia, palabra que literalmente añadimos a nuestro vocabulario y que insertamos en varias de nuestras expresiones: constancia, persistencia, tenacidad, con las variantes de severo, riguroso, estricto y a aseverar.

La perseverancia es continuar lo que hemos planeado sin rendirnos a pesar de las dificultades que pretendan frenar nuestro entusiasmo. Es superar el desánimo, la abulia, el abandono o la sombra del fracaso, la virtud que nos permite aumentar las posibilidades de alcanzar metas, a pesar de que las mismas parezcan alejársenos cuando vamos en búsqueda de la conquista.

La perseverancia aumenta nuestra autoestima, es un valor que acrecienta el positivismo personal, es un valor ético que define la firmeza de nuestro carácter y un poder que fortalece nuestra voluntad. El presidente John Quincy Adams dijo en cierta ocasión que “la paciencia y la perseverancia tienen un efecto mágico ante el que las dificultades desaparecen y los obstáculos se desvanecen”.

El Señor Jesús en la llamada parábola del sembrador, dijo estas sabias palabras “… los que oyen la palabra con corazón noble y bueno, y la retienen, y perseveran en la misma lograrán una buena cosecha”. El Apóstol San Pablo nos aconseja en su Epístola a los Efesios: “oren en el Espíritu en todo momento, con peticiones y ruegos. Manténganse alerta y perseveren en toda ocasión …” y es muy interesante la promesa de Jesús a la que tenemos acceso en el evangelio según San Marcos: “El que mantiene la perseverancia hasta el fin será salvo”.

Aunque la perseverancia tenga sus matices religiosos, se trata de un concepto cívico, político y social. Es muy definitiva esta expresión de Friedrich Nietzsche: “no es la fuerza, sino la perseverancia de los altos sentimientos la que hace a los hombres superiores”. 

Y nos preguntamos, ¿por qué hay tantas personas que se cansan a mitad del camino cuando sus proyectos les demandan una cuota de sacrificio?, ¿por qué renunciar a la fe cuando ésta parece oscurecerse en el horizonte?, ¿por qué declararnos frustrados e incapaces cuando los retos parecen superar nuestras fuerzas? Nos atrevemos a decir que es la falta de perseverancia, la interrupción en nuestra calzada y el olvido de nuestras inutilizadas fuerzas.

Thomas Alva Edison, probable el más fructífero inventor de nuestra historia, produjo con su imperturbable talento más de trescientos logros que han contribuido al desarrollo económico de nuestra sociedad y han hecho posible muchas de las comodidades de las que hoy disfrutamos. Sin embargo, en su época de estudiante no fue apreciado por guías y profesores, y muchas de las personas cercanas a su vida pensaron que su sordera lo colocaría al nivel de los ineptos; pero nadie contó con el trabajo y la perseverancia del extraordinario inventor. 

Estaba Edison buscando una sustancia que no se afectara con el calor cuando estaba trabajando en el proyecto de la luz eléctrica. Alguien le señaló que considerara su proyecto un fracaso, a lo que él contestó: “no, al contrario, ahora sé de mil sustancias que no me sirven”. En cierta ocasión asistió a una recepción. A la entrada había una libreta para que se escribiera el nombre de la persona, y como dato adicional se señalara cuál era su mayor afición. Su respuesta fue: “entender todo lo que me rodea”. Entre sus muchos inventos están, el ya mencionado acceso a la luz eléctrica; pero añadimos el fonógrafo, la cinematografía, y el popular invento del teléfono, éste sin el cual no podríamos vivir hoy.

La enseñanza es que debemos concebir un objetivo, trazarnos una meta y emplear para el triunfo un invulnerable caudal de perseverancia. A menudo nos quedamos a un paso de la conquista simplemente porque nos detuvimos en el último paso, sin apenas habernos dado cuenta del grave error cometido. Alguien, no recordamos quién, pronunció este consejo: “nunca te rindas, a veces la última llave es la que abre la puerta”.

A menudo he pensado en los logros extraordinarios de Abraham Lincoln, el décimo sexto presidente de Estados Unidos. Nació en la pobreza, no disfrutó de la enseñanza primaria, viajaba a caballo decenas de kilómetros para estudiar su carrera de abogado, entró en la política sin atributos que lo hicieran ser un candidato ganador, y fue, sin embargo, el inspirado autor de la conclusión de la esclavitud, visionario y firmemente dedicado a sus metas es el claro responsable de la décima tercera enmienda constitucional.

Lincoln es un sorprendente ejemplo de los resultados de la perseverancia. El día primero de enero del año 1863 hizo pública y oficial la llamada “Proclamación Emancipadora”. Se enfrentó a la guerra civil provocada por la secesión de los estados del sur de la nación y no desmayó en medio de los más serios conflictos de la historia americana. 

¿El secreto? ¡Su perseverancia! Pronunció una memorable joya de oratoria patriótica considerada la pieza más bella, conmovedora y fructífera de la historia, el discurso de Gettysburg, que fue predicado por Lincoln el 19 de noviembre del año 1863. El mandatario superó los obstáculos porque supo impedir que le troncharan su camino el tedio, el cansancio o la indiferencia. Se trazó una meta, que para cualquiera otra persona hubiera sido inalcanzable, pero lo que separa el éxito del fracaso es la perseverancia. Y esa verdad estuvo encarnada por Dios en la vida ejemplar de Abraham Lincoln.

Hay muchos tesoros disueltos y muchas glorias sepultadas debido a la reacción de personas que pudieron haber sido geniales y se estancaron en las hondonadas del camino. Donde falta la perseverancia prospera el hastío y la frustración. No quiero en un trabajo como éste hablar de los vencidos, sino exaltar a los vencedores. 

Me voy a referir a un hombre que ejerció una poderosa influencia en mi vida en la época en que yo era un temeroso estudiante, privado de una voz que pudiera llenar el vacío de un púlpito, acomplejado por mis limitaciones y aturdido por mis dudas. Estoy hablando del Dr. Alfonso Rodríguez Hidalgo, un adolescente espirituano que sufrió un accidente que le deformó sus labios y le hizo víctima del desprecio de quienes le miraban con mal disimulado asco. Un día providencial un misionero norteamericano que visitaba la Isla se conmovió al ver a este adolescente que carecía de la simple esperanza de una vida normal.  Lo trajo a Estados Unidos, donde médicos especializados le practicaron decenas de cirugías reconstructivas, le hicieron cumplir con una exhaustiva lista de ejercicios vocales y le mantuvieron protegido por la amenaza de una incipiente gangrena. Finalmente, el maestro Alfonso, como todos le llamaban, se graduó en universidades en Estados Unidos y en Cuba, dedicándose a la enseñanza. 

Cuenta que en cierta oportunidad sintió el llamamiento al ministerio cristiano y en el Seminario de Princeton, Nueva Jersey, obtuvo su doctorado en Teología, regresando a Cuba para ocupar la dirección del Seminario Evangélico en la ciudad de Matanzas. Se convirtió en un famoso predicador internacional, fue líder de las más prestigiosas organizaciones e instituciones religiosas y educativas de varios países, orador sagrado requerido por numerosas estaciones radiales, y sobre todo, un generoso amigo y rector que ha inspirado a centenares de profesionales que hoy se destacan en los más diversos lugares del mundo. El secreto de Alfonso Rodríguez fue su perseverancia: jamás flaqueó en su fe ni permitió que los dolores y quebrantos le apartaran de la gloriosa misión a la que dedicó su vida.

Concluyo con una tierna promesa de Jesús: “habrá tanta maldad que el amor de muchos se agotará, pero el que se mantenga perseverante en su fe hasta el fin, de la gloria disfrutará”. Recordemos que “el ganador suele ser un perdedor que lo intentó una vez más”.

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