Residimos en una sociedad donde la velocidad y la rapidez son leyes no escritas que todos siguen, a veces de una manera irracional. Basta conducir un vehículo por nuestras autopistas. El conductor que nos sigue pretende ir a una velocidad superior a la nuestra y prácticamente nos empuja, y para adelantársenos parece que buscara alas para pasarnos por encima. Nadie se limita a la velocidad señalada por las autoridades, de manera tal que parece no existir un solo cartel que nos indique el límite de la velocidad legal a la que debemos ajustarnos. De aquí los aparatosos accidentes, la competencia febril con todos los que de una manera u otra pretenden ganar un espacio adicional al que ocupan y peleas que a veces tienen un desenlace mortal.
Y en cuanto a la rapidez, todos reclaman la atención inmediata. En la oficina de un médico es evidente el molestar de los que no tienen otra alternativa que ajustarse a su turno. En una oficina de servicios públicos, en la espera por pagar nuestras compras teniendo que soportar la supuesta lentitud de los que nos preceden e incluso ante la breve luz roja que nos obliga a detener nuestra marcha exhibimos una actitud de desafío que crispa los nervios.
Nos preguntamos qué se ha hecho de la virtud de la paciencia. De veras que estamos “impacientes” por saberlo. Hemos descubierto que la palabra paciencia proviene de la raíz latina pati, que significa sufrir, lo que nos indica hasta cierto punto el hecho de que para manejar nuestra necesidad de esperar hay que padecer. De aquí el vocablo paciente que se vincula en nuestro idioma cotidiano con el sentido del que sufre y que directamente se refiere, por ejemplo, a quienes están hospitalizados o son atendidos en la consulta de un médico.
A menudo asumimos que cuando las circunstancias nos obligan a tener paciencia se nos está minorando. Víctor Hugo dijo algo que nos indica que debemos superar esa percepción: “el paciente es el fuerte”, afirmó y nos acogemos a la sabiduría de sus palabras. En la definición de paciencia se alude a la capacidad de sobrellevar situaciones difíciles y conflictos y quien estas cualidades posee actúa con tranquilidad. Me impresiona creativamente este pensamiento de Sigrid Undset: “la paciencia es una virtud calumniada, quizás porque es la más difícil de poner en práctica.”, y recordamos la forma breve y clara en que lo ha dicho Jean de Lafontaine: “paciencia y perseverancia hacen más que fuerza y rabia”.
Los lectores de La Biblia deben haber descubierto que en la misma se habla más de cien veces sobre la paciencia, y siempre de manera positiva y alentadora, y jamás sin apartarse de las circunstancias que nos rodean. Se cita, por ejemplo, a Job haciéndose una pregunta que reiteradamente se ha asomado a nuestros labios: “¿por qué creen que pierdo la paciencia?” Ante la inestable conducta de nuestros hijos somos propensos a irritarnos o preocuparnos con evidente agresividad, “perdiendo la paciencia”; las interrupciones, la insistencia de vendedores, la altanería mortificante y las largas y latosas despedidas son desagradables experiencias que se confabulan para hacernos perder la paciencia. No nos damos cuenta de que tal como lo dijo Mahatma Gandhi, que “perder la paciencia es perder la batalla”. En el ilustrador libro de Proverbios aparece esta sabia advertencia: “el que es paciente muestra gran discernimiento; el que es agresivo muestra mucha insensatez”.
En el mesurado libro de Eclesiastés, cuyo autor es el rey Salomón, aparecen estos dos pensamientos que fortalecen nuestra virtud de la paciencia: “vale más la paciencia que la arrogancia”, y “la paciencia es el remedio para los grandes errores”. En el pastoral consejo del Apóstol Pablo en su Epístola a los Efesios hallamos un cimiento en el que podemos apoyar nuestra bondad para con nuestros semejantes: “vivan de una manera digna del llamamiento que han recibido, siempre humildes y amables, pacientes, tolerantes unos con otros en amor ….”. No sé quién es el autor, pero lo que afirma viene bien con lo que decimos: “ten paciencia porque cuando sabes esperar, aprendes a recibir”.
John Quincy Adams, el sexto presidente de Estados Unidos, expuso hace más de siglo y medio este fundamental pensamiento: “la paciencia y la perseverancia tienen un efecto mágico ante el cual las dificultades y los obstáculos desaparecen”. Mi larga vida de pastor me ha hecho valorar esta realidad. No creo que haya nadie que pueda ufanarse de haber ganado una discusión, porque en una discusión pierden siempre los dos que discuten, a veces de una manera definitiva se diluye una amistad que había echado raíces. Creo que de vez en cuando debiéramos fijar nuestra mirada en este variado mundo que Dios nos ha dado para que nos sirva como escenario en nuestros pasos que es el vivir. Un roble no nace en un día, una montaña no se eleva en un minuto y aún una pequeña flor se toma tiempo para lucir sus pétalos y exhalar su perfume. Lo sugirió Ralaph Waldo Emerson: “adopta el paso de la naturaleza, su secreto es la paciencia”. Ciertamente la paciencia es una virtud creativa, reparadora y edificante. Estamos ajustados a la idea de que la paciencia es contemplativa y pasiva, y hasta a veces imperturbable porque nos priva de decisiones que nos hubieran adelantado en nuestro desarrollo como seres humanos. Esta falsa concepción de la realidad nos priva de “paz y ciencia” para usar dos vocablos que nos sugieren el vocablo paciencia. Uso la oportuna expresión de Ray A. Davis: “la paciencia no es la espera pasiva. Es la aceptación activa del proceso necesario para obtener metas y sueños”.
En cierta ocasión alguien me pidió consejos para modificar su carácter. Me dijo que era irascible y porfiado. No voy a entrar en ese tema, pero lo cito porque creo que cada persona debe hacer un inventario de sus defectos para poder superarlos. Nos gusta exaltar nuestras virtudes y justificar impropiamente defectos que aunque los disimulemos porfían en su aparición sin atenerse a nuestra voluntad. No se trata de andar por ahí diciendo que somos mezquinos o avariciosos, nuestras faltas no tienen por qué asomarse a la curiosidad de otros, sobre todo, aquéllos que esconden su arsenal de pecados, pero se gozan exaltando sus inexistentes virtudes. Ahora, eso sí, debemos tener el coraje y la fortaleza para vencer los males a los que nosotros mismos les hemos ofrecido alojamiento sin animarnos a la lucha de expulsarlos.
Recordemos que “la paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia es la debilidad del fuerte”, y eso no lo afirmamos nosotros, sin que nada menos que Immanuel Kant. No releguemos al olvido el hecho de nuestra incapacidad para actuar con sabia paciencia. Ese defecto, ignorado y relegado, no tan solo nos hace daño, sino que daña las personas que nos rodean, familiares o amigos.
Queremos concluir citando unas reconfortantes palabras de Teresa de Jesús: “nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”.
Y si vas a intentar la pelea contra el deplorable vicio de la desesperación medita antes de entrar en el campo de batalla estas sustentadoras palabras: “la paciencia no es solamente la capacidad de esperar, sino la habilidad de mantener una buena actitud mientras esperas”.
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