Por Jean Legrand (1940)
VAANO NUVI tiene 17 años. Es pues, a más de fuerte y rudo como los inviernos de su patria, joven y hermoso como la primavera. Tiene también un libro y una pipa. En el primero lee y en la segunda fuma. Se ha dicho que el fumar distrae y el leer, deleita. Yo, por lo que a mí respecta, estoy más seguro del tal deleite que la tal distracción.
El caso es que Vaano Nuvi no lee y fuma a todas horas. Un Nuvi, aunque quisiera, no puede hacer vida recreativa. La subsistencia es un imperativo al que un simple leñador hereditario no puede sustraerse.
Y todo porque en Finlandia no existe esa esperanzadora panacea que en otras partes llaman lotería. El propio dinero es allí algo intangible y abstracto, así como esos dioses de pagoda china que sólo nos permiten ver desde lejos y durante muy breve rato. Sin embargo, Vaano Nuvi se considera feliz. Para él la felicidad consiste—depende: sería mejor decir—del agudo filo de su hacha. La misma hacha que ha pertenecido a los primogénitos de la familia Nuvi desde ha luengos siglos.
Pero todo esto —deleite, distracción y trabajo— fuera bien poca cosa si Vaano Nuvi no tuviera en su vida algo más. Por ello bueno es que se sepa que el joven leñador tiene los besos tibios de su madre y las miradas tiernas de una moza—cabellos de oro y rostro seráfico—a quien llaman Narina.
Narina es extranjera. Y digo extranjera cuando es lo cierto que no nació a más de doscientos metros del lugar en que tres días antes nació Vaano Nuvi. A pesar de lo cual—razón geográfica absurda —el uno es finlandés y la otra rusa.
La madre de Vaano no sabe exactamente qué es. Muchas veces ni siquiera ha llegado a enterarse de las frecuentes y automáticas transmutaciones que ha sufrido su nacionalidad. Tampoco le importa. ¿Qué puede importarle a una mujer que está condenada al hecho real de la inmovilidad perpetua en una silla de ruedas, el hecho irreal de que las fronteras se muevan? A Vaano, en cambio le importa mucho. Él sabe de la Patria lo que le han dicho, hace muchos años, en los bancos de la escuela. Allí aprendió a silbar el himno nacional y a dibujar la bandera mucho antes de que aprendiese a leer y escribir.
***
–Oye, Vaano, ¿de veras vas a leer todo ese libro antes de contestarme?
El joven quitó los ojos del libro—una vieja Biblia, reliquia inapreciable de los Nuvi—y los posó en la divina figura de Narina.
—¿Qué decías?
Te preguntaba si sabes ya que somos enemigos.
Vaano sonríe. La señora Nuvi sonríe cerrando los ojos.
— Narina!—dice el chiquillo con ojos melancólicos—. Esta es la palabra de Dios, no debemos pelear por ello…
—No, si no lo digo por eso. Es que… ¿sabes?, mi patria le ha declarado la guerra a tu patria. Ya están movilizando…, han llamado a mi padre a las filas.
La señora Nuvi agarra las ruedas de su silla y acerca sus ojos grises en los que hay parpadeos de terror. Vaano corre junto a ella.
—No piense en ello, madre. Eso no puede ser. Sería terrible.
—No, Vaano, —insiste Narina—. Te juro que es cierto. Mira, ya no podré irme de aquí. Akiroff, mi padre, se marchó con todos los míos en el carro de los Nowsky. Yo logré escabullirme para decírtelo.
—Te repito que eso no es posible. ¿Por qué había de ser?
—No sé, mi padre ha dicho muchas veces algo acerca de la Karelia. Últimamente ha echado pestes de ustedes los fineses, les llama esclavos cómodos y no sé cuántas cosas más. Hace días me dio de golpes porque me negué a medir los pasos que hay desde el poste de la frontera hasta el Fuerte. Entonces vino Fedor, mi hermano y se llegó hasta más allá de los lagos con el pretexto de vender vodka a los soldados…
Cuando Narina calló, Vaano se fue hasta la alcoba. A poco regresó con un lío de ropas, a más de su hacha y su pipa.
—Narina—dijo—, ¿vienes con nosotros? La señora Nuvi lloraba amargamente. ¿Acaso no es lícito llorar por el inmediato abandono de aquel lugar en que hemos vivido toda una vida? Narina tomó el lío de ropas y lo colocó sobre sus cabellos rubios. Vaano encendió su pipa y colocó en manos de su madre el voluminoso ejemplar de las Sagradas Escritura. Luego sus robustos brazos alzaron a la anciana. Salieron. El hacha también iba con ellos, entre las delicadas y pequeñas manos de Narina.
El campo no era campo. La tierra se había echado a dormir bajo los pliegues de un gran manto de nieve. De las desnudas ramas de los viejos árboles colgaban niveas barbas frías. El camino hasta los lagos era para los exilados puramente hipotético, instintivo. Cuando cruzaron cerca de la cabaña de los Harzel la notaron vacía, oscura, triste. A lo lejos, por entre dos troncos gruesos y grises, vieron moverse una multitud de puntos vagos e imprecisos. La señora Nuvi continuaba llorando amargamente. Narina se movía con lentitud bajo el peso de las ropas, haciendo esfuerzos por no soltar el hacha. Vaano, a ratos, se detenía a esperarla.
—Pobrecita mi Narina— decía—, mejor te hubieses ido a San Petersburgo en la carreta de los Nowsky.
—¿Y tú? ¡Quién te hubiera avisado! ¿Y quién haría los cuidados a tu pobre madre?
Vaano calló. Narina hizo bríos. La señora Nuvi lloraba.
—Tengo frío, hijo mío.
—Su voz tenía sones de elegía, la del hijo se envolvió en timbres de sonata:
—Mira, madre, que no falta mucho por andar.
Pero bien sabía Vaano que aún faltaban 6 horas de camino antes de llegar al Fuerte. La señora Nuvi, en cambio, lo ignoraba. Quizá por ello acalló un tanto sus lamentos dejando a sus lágrimas correr silenciosas y rápidas por sus mejillas pálidas.
— ¡Cuidado, Narina!— aconsejó el joven.
Pero Narina, a pesar de haber oído y puesto cuidado, pasó rodando, agarrada al lío de ropas, por junto a Vaano, colina abajo. El muchacho dejó su preciada carga sobre la nieve y corrió tras las guedejas rubias de su amada. Narina rugía unos gritos terribles mientras se tenía una de sus hermosas piernas apretada entre sus pequeñas y delicadas manos. El hacha estaba junto a ella, medio enterrada en la nieve. El lío de ropas se había deshecho durante el violento trayecto. El lindo traje de fiestas de Vaano parecía una mancha de tinta sobre la albura de una pieza de papel satinado. Más arriba la señora Nuvi parecía una mancha dolorosa, puesta exprofeso, para contrastar, sobre lo pacífico del paisaje.
—¿Qué tienes, Narina?
— ¡Mí pierna Vaano! ¿Y si me la he roto?
El leñador tomó por primera vez aquella pierna entre sus manos. Le hizo mover la rodilla lentamente, lo que permitió la exposición de un muslo blanco, redondo, grueso, visión que hizo a Vaano cerrar los ojos con violencia pudorosa. Había fractura. ¿Qué hacer?
Desenterró el hacha y se fue hasta un árbol grueso que en Primavera se ve junto al lago moviendo sus ramas y que ahora, en invierno, se está quieto en medio del frío paisaje. Tardó mucho en derribarlo. Los gritos de Narina y los sollozos de su madre llegaban hasta sus oídos haciéndole un frío malestar sobre su alma. Y entonces Vaano Nuvi lloró por vez primera desde que supo la muerte de su padre aplastado por un gigantesco tronco de abedul. Sus lágrimas caían al compás de los golpes de hacha que se entretenía en hacer astillas propicias de las desnudas ramas. Con los ojos húmedos se llegó hasta donde estaba todo cuanto amaba en el mundo. Su madre se había arrastrado hasta junto a Narina. Las dos se habían abrazado, la una por atenuar su dolor y la otra por su frío. Vaano hizo fuego con su pipa, pero la leña hizo resistencia por no arder. El joven Nuvi elevó los ojos al cielo, que por entonces empezaba a ennegrecer. Luego se hizo el fuego salvador. La pira elevó una raya de humo hacia el cielo. Por entre los chirriantes troncos se veían las páginas enroscadas y negras de la Biblia, inapreciable reliquia de los Nuvi.
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Vaano echó a correr por encima de la nieve. Sus skies herían velozmente la blanca superficie. Dos horas después llegaba al Fuerte. Venía jadeante. Aún tuvo que contestar una pregunta.
-¡Su nombre?
—Vaano Nuvi.
—¿Edad?
—Diecisiete años.
—Está comprendido en la movilización. Pase al Departamento de Reclutas.
¡Oiga!
—Pero… mi madre, Narina… Están sobre la nieve, a muchas millas de aquí. Me esperan…
—Todos estamos en las mismas circunstancias, lo sentimos…
—Pero…
—Jovencito, a la Patria no se ponen peros, eso es cosa de cobardes.
Mientras se vestía el blanco y peludo abrigo de campaña, mientras oía sin escuchar las palabras del instructor acerca del manejo de un fusil, su pensamiento, su alma, estaba sobre la nieve, allá en la colina cerca de los lagos, junto a la hoguera, al lado de su madre y de su amada Narina. Su cabeza estaba llena de gritos de dolor y de amargos sollozos. ¿Y cuando la hoguera se consuma? ¡Y cuando Heme la noche y las rinda el miedo y el dolor y el frío? ¡Oh, Vaano, Dios no ha de ver con buenos ojos esto que has he-
cho! ¿Por qué las has abandonado? ¡Tú, dentro del felpudo abrigo caliente y ellas allá encima de la helada estepa! Solas y tristes, llorando por tu ausencia. Tristes y solas. Solas y tristes. ¡Oh, Veano Nuvi, a más de joven y hermoso como la Primavera y de fuerte y rudo como los inviernos de tu patria, eres cruel como el Otoño que se ensaña arrancando los árboles sus hojas.
—Mire, este es el disparador, y aquí… ¡atienda, joven, no estamos aquí para perder tiempo! Este es el punto de mira, se apoya la culata en el hombro y… ¿pero, está usted llorando?
A través de sus lágrimas, por el cuadrado de la ventana, Vaano Nuvi miró durante largo rato como la nieve caía fundida en grandes copos.
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— ¡Adelante! Marchen con cuidado. ¡Despliéguense a la izquierda!
La columna avanzaba dejando tras de sí mil huellas de skies sobre la tersa cara del camino. Desde lejos llegaba un tronar constante de cañones y un lúgubre eco de ametralladoras. Ráfagas de aire helado hacían el avance penoso, arduo. Y cuando el comandante ordenó tirarse al suelo, menos Vaano Nuvi, todos obedecieron. Estaban cerca de las colinas, junto a los lagos. El amante de Narina salió de su puesto en la retaguardia y movió sus skies velozmente, en dirección a la frontera, hacia de donde se veían avanzar vertiginosamente, una frenética brigada de caballería. La voz del jefe finés se irguió potente y conminante:
— ¡Fuego al desertor! ¡Fuego a la caballería enemiga!
Fue casual que una bala no terminase allí mismo la vida del joven leñador Vaano Nuvi. O quizá fue que en aquel momento se agachaba a hurgar en la nieve, allí mismo en medio de la tierra de nadie. De una parte, estaba el fantástico tropel de la caballería invasora y de la otra los disparos de las tropas hermanas, pero él no consideraba ni lo uno ni lo otro. Hurgaba como hurgan los perros la tierra en busca del hueso escondido la víspera. Recordó la tragedia de Gwinplaine, cuando aún no se llamaba Gwimplaine, mantuvo la esperanza de encontrarse, como el héroe de Hugo, un corazón, siquiera uno, palpitando aún bajo la gorda capa fría. Lo primero que se le enredó entre los dedos ansiosos fue el grueso lomo de un libro chamuscado, reconoció su Biblia y la lanzó hacia el cielo con frenético impulso. Hurgó la caballería avanzaba sobre su derecha, a su izquierda el ronco trueno de la fusilería persistía heroico y tenaz. Hurgó. Una guedeja rubia se le enredó en las manos. Tiró con ansias sublimadas de aquellos cabellos y se abrazó a la cabeza fría, yerta de Narina Akiroff. Luego volvió una mirada de ira hacia la frontera. La caballería estaba tan solo a doscientos metros, la misma distancia a que estuvieron, años antes, su cuna y la cuna de quien está ahora muerta entre sus brazos. Sus ojos se abrieron espantados.
— ¡Akiroff! ¡Akiroff! — gritó estentóreo—. ¡No pases! ¡Aquí está tu hija!
Pero Akiroff no oyó. O puede que oyera y no hiciera caso. Lo cierto es que su caballo fue el primero que cruzó por encima de los cuerpos de Narina y Vaano. Luego pasaron muchos caballos más, Cien, mil, diez mil.
Vaano Nuvi pegó su cabeza contra la cara seráfica de la extranjera. Un trozo de papel yacente sobre la nieve, le llamó la vista: “No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido». Los cascos de un caballo se hundieron en el cráneo de Vaano Nuvi.
Ya no era joven y hermoso como la primavera que nunca habría de volver a ver, ni fuerte y rudo como los inviernos de la que ya no era su patria. Era sólo un cadáver vestido de soldado, tirado en la nieve, semejante a una mancha de ignominia puesta exprofeso sobre la conciencia humana.
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