LA MUERTE JUSTA DE JOSÉ MARTÍ

Written by Libre Online

13 de mayo de 2025

Por Alberto Salas Amaro (1945)

Hincando los ijares de la jaca baya -regalo de José Maceo el día de Arroyo Blanco- con las improvisadas espuelas de soldado, divisando desde el altozano el Contramaestre, cuyo rugir escuchaba, contemplando las “palmas que aguardan a los guerreros como novias”, entre fustete de cara al sol “como había soñado en las noches interminables del exilio y pedido en versos anhelantes”. El retrato de María Mantilla: “sobre el corazón como un escudo contra las balas”, murió José Martí, un 19 de mayo, hace ya ciento treinta años.

A la manigua ha venido -cuenta al amigo querido de México: Manuel Mercado– “a deponer ante la revolución que ha hecho alzar la autoridad que la emigración me dio”- aquella carta escrita desde el Campamento de “Las Bijas” bajo la luna en menguante y con la ayuda eficaz de una vela, queda trunca por la inesperada llegada de Bartolomé Masó, pero ya había sido dicho lo que Jorge Mañach llamó certeramente: “su secreto político”.

Cuarenta y dos años cabales cuenta al morir; al volver hacia la naturaleza, para decirlo con sus propias palabras y desde los diecisiete arrastra la cadena de Cuba.

Por romperla recorrerá de Playitas a Dos Ríos; 270 kilómetros en una marcha destinada a levantar el espíritu de la insurrección. En 1937, Gerardo Castellanos G. en “Muerte y Exequias de Martí”, -el más prolijo y devoto estudio realizado sobre el tema– llamó a este peregrinaje postrero del apóstol reclutando conciencias y brazos; “Inicio de la Invasión”. Debe entenderse así. El cinco de mayo, en la histórica entrevista de “La Mejorana”, triunfó el criterio de Gómez y Martí sobre del inmediato comienzo de la gran marcha militar por encontrarse sofocado el alzamiento en el occidente, “varado” decía el Generalísimo, y debía evitarse, que cobrase impulsos Martínez Campos, que aguardaba 22 mil peninsulares bisoños.

Maceo defendería la falta de armas de su tropa y la necesidad inaplazable de que Martí se trasladase a Norteamérica a fin de asegurar el rápido envío de pertrechos y expediciones a lo que Martí replicó decidido que no lo haría “sin haber entrado antes uno o dos veces en combate activo”.

¿Por qué esta exigencia? ¿Le mordisquea acaso el recuerdo de aquella invectiva lanzada por Collazo, desde las páginas de “La Lucha” el seis de marzo de 1892?

–“… quien ofendido por España en la niñez no tuvo valor para ir a la manigua… quien prefirió solicitar más tarde, como representante del Partido Liberal un asiento en el Congreso de los Diputados; quien ahora se las da de Apóstol, sonsacando con discursos fatuos el dinero de los emigrados…”

“Si de nuevo llegase la hora del sacrificio, tal vez no podríamos estrechar la mano de usted en la manigua de Cuba; seguramente, porque entonces continuaría usted dando lecciones de patriotismo, a la sombra de la bandera americana” …

Desde su lecho de enfermo Martí afrontó aquella carta sin demora; –“Jamás señor Collazo, fui el hombre que usted pinta. ¡Jamás dejé de cumplir en la primera guerra, niño y pobre y enfermo todo el deber patriótico que a mi mano estuvo, y fue a veces deber muy activo! ¡Queme usted la lengua a quien le haya dicho que serví yo en algún modo al Partido Liberal, o que en eso de la Diputación hice más que oír al capitulado que me vino a tentar inútilmente la vanidad oratoria!… y en cuanto a lo de arrancar a los emigrados sus ahorros, ¿no han contestado a usted en juntas populares de indignación, los emigrados de Tampa y Cayo Hueso? ¿No le han dicho que en Cayo Hueso me regalaron las trabajadoras cubanas una cruz? Creo, señor Collazo, que he dado a mi tierra, desde que conocí la dulzura de su amor, cuanto un hombre puede dar. Creo que he puesto a sus pies muchas veces fortuna y honores. Creo que no me falta el valor necesario para morir en su defensa”.

“El destino tiene determinaciones injustas, –anota Carlos Márquez Sterling de su Martí Maestro y Apóstol”– Collazo, Martí y Gómez deberán concertar el plan final de la insurrección. En presencia de Loynaz del Castillo, quiso el hombre de la carta infeliz despejar su posición: –“usted no ha tenido quien lo atacara con más rudeza que yo, ni con más injusticia… pero ahora no tiene quien lo quiera o lo admire más”.

–“Pero Collazo –replicó aquella alma admirable– ¿de qué me habla usted? ¡Con tantas cosas como tenemos que tratar!…

¿Será suficiente esto? ¿De rescoldo no brotará la decisión briosa?…

¿Y la referencia a la dura actitud de Maceo, que se explaya en las páginas sobresaltadas de su Diario? ¿Habrá influido también?…

Dejemos que el mismo Martí, nos lo cuente. –Maceo tiene otro pensamiento de gobierno; una junta de generales con mando por representantes–, y una secretaría general–; la patria pues, y todos los oficios de ella, que crea y anima al ejército como secretaría del ejército… Comprendo que he de sacudir del cargo con que se me intenta marear, de defensor ciudadanesco de las trabas hostiles al movimiento militar… Allí están sus fuerzas (las de Maceo); pero no nos lleva a verlas… Y así como echados y con ideas tristes dormimos” …

Falta la página siguiente, arrancada por no se sabe qué manos, con no se sabe qué ideas de su Diario. Pero viene también en auxilio de la aclaración histórica la Carta del día nueve a Carmen Mantilla: –“Vamos a Masó, venimos de Maceo. ¡Qué entusiasta revista la de los tres mil hombres de a pie y de a caballo, que tenía las puertas de Santiago de Cuba! Qué lleno de triunfo y de esperanza Antonio Maceo”.

¿Y las ideas tristes se habían desvanecido? ¿El recuerdo de la hora amarga estaba borrado? De esta correspondencia citada no podemos entender otra cosa. ¿Más de estos choques, espíritu tan sensible como el suyo no mostrará cicatrices?

A Horacio S. Rubens dirá: –“Yo voy a morir, si es que me queda ya mucho de vivo. Me matarán de bala o de maldades”.

Y a su madre escribe: –“Mi porvenir es como la luz del carbón blanco que se quema él para iluminar alrededor. Siento que jamás acabarán mis luchas… y sé que me esperan solo combates y dolores en la contienda de los hombres a la que es preciso entrar para consolarlos y mejorarlos. La muerte o el aislamiento serán mi único premio”.

Alumbra el sol del 19 de mayo. El último acto del drama termina. De Remanganaguas, igual que en 1874 cuando sorprendieron en el barranco de San lorenzo a Carlos Manuel de Céspedes, vendrán impulsados por el destino los rifleros españoles. A Céspedes le acompaña un esclavo a quien ha enseñado a leer y el recuento de la gratitud de los hombres. A Martí un mambí casi adolescente y su obsesionado pensamiento: –“Para mí ya es hora”.

Conducido como un trofeo, amarrado a un potro a marcha forzada, inicia la última peregrinación el Maestro. Máximo Gómez intenta sin éxito su rescate. Y la lluvia de Cuba le besa la frente desmesurada. Para defenderse del traidor Sandoval gana la protección de un bohío. El cadáver de José Martí queda en el fangal. Escampa. El cielo se ilumina otra vez…

Pies y manos destruidos por el cuerpo andando a rastras llega al fin a Remanganaguas. Saquean el cuerpo mutilado: espuelas, machete, revólver, reloj, papeles, quinientos pesos que se reparten los guerrilleros para aguardiente y tabacos. Así consta en la carta de Sandoval de marzo 18 de 1901 remitida al Comandante Enrique Ubieta cuyo original posee Gerardo Castellanos G.

Lo entierran. No hay oración fúnebre entonces. Ni cruz. Ni acta. El día 23 se le exhuma. Se le autopsia. Se le embalsama. Al médico cubano Valencia ordenan ambas operaciones, ya irrealizables por la descomposición. En el ataúd de ocho pesos prosigue el viaje el cuerpo bendito. Hay un alto en Palma Soriano. Lo muestran al pueblo en el parque. De allí al cuartel de las milicias. Del Cuartel a San Luis. De San Luis –en tren militar– custodiado por soldados rumbo a Santiago de Cuba. 

Sus ojos no verán el deslumbrado paisaje escarpado e imponente. Su palabra no retratará el insólito panorama. Dos cubanos al servicio de España –terrible ironía– identifican al muerto, el comandante Ubieta y el general Garrich. El primero obtiene gratuitamente del alcalde Vidal, el nicho 134. La mañana del 27 se efectúa la inhumación. –“Le faltaban los ojos, la boca y la nariz estaban deformadas; el pantalón se había desabotonado, dejando al descubierto el abdomen pútrido. El hedor era insoportable y las moscas lo cubrían”.

José Ximénez de Sandoval entra en escena y pregunta –recio el énfasis, “–No hay aquí ningún pariente o allegado o amigo del finado?” Se hizo en torno un apretado silencio pétreo. Allí estaba entre otros, Bravo Correoso, Castillo Duany, el cojo Navarro. Faltó el paso al frente…

Y el hombre que la noche del 27 de abril de 1879 en el Liceo de Guanabacoa al elogiar al violinista Díaz Albertini, hizo exclamar al general blanco, Capitán General de la isla: –“No quiero recordar lo que yo he oído, lo que no concebí que se dijera nunca delante de mí, representante del Gobierno Español”–, no tuvo una palabra cubana, suicida si queréis que lo despidiera…

Sandoval prosiguió: “Vaya señores, puesto que el difunto no tiene aquí parientes ni allegados que lo hagan, despediré yo el duelo”.

La versión de sus palabras pareció el mismo día publicada por el periódico “La Bandera Española” editado en Santiago y no se ajusta a la otra aliñada y convencional que ha circulado después.

Todavía faltaba al Apóstol un tercer entierro. El 24 de febrero de 1907, la iniciativa privada –estábamos entonces en la aurora de la República– aprovechando reformas sanitarias ordenadas en el cementerio de “Santa Ifigenia” se levantó una modesta tumba al libertador. En ese momento se mostró a los congregados la tibia derecha destrozada, la dentadura intacta, el rizado cabello. Con destino al museo tomaron algunas reliquias de su osamenta y de su indumentaria.

Más tarde se anunciaba el proyecto de erigirle un sepulcro monumental al costo de cien mil pesos, que sustituyera el modesto templete en estilo icónico, donde estaban grabados sus versos sencillos.

¿Murió a destiempo el redentor de Cuba? ¿O murió a su hora? Murió justamente como había anhelado. Ningún escenario más apropiado: la campiña de Cuba, por él cataba. Sol y mediodía. Ninguna hora mejor lo auroral de la obra. No habían estallado desavenencias en los campos insurrectos. No terminaba el coloso del Norte la tarea. No deshacía la realidad de la República el sueño tenaz de la patria una y cordial.

Antes que la muerte senil; apergaminada la carne, inútil el cerebro o el padecimiento cruel de la carcoma amenazante, o la dolencia física torturadora; es preferible la muerte heroica.

¿De sobrevivir a la revolución que hubiese hecho con él, un medio tan lejos del apostolado? El destino con sus manos iluminadas troncha siempre las vidas ejemplares. Las grandes vidas. Lo que la humanidad llama implacable designio no es en rigor otra cosa que economía de la desilusión. Ningún ideal es como su realidad. Frente a los primeros logreros de la República, José de Armas dijo: –“Murió a tiempo para no haber visto de su obra, sino el aspecto más bello”. Voló como en el pensamiento de Walt Whitman –“con el alma ebria”–…

Repitamos palabras de José Manuel Cortina años atrás: –“Caballero de Dios y del Destino, cerró la época de emancipación americana que inició Bolívar, desencadenó las fuerzas que habían de liberar a Cuba y se precipitó sobre la muerte con un gesto de tan heroica y suicida temeridad y con tan absoluto renunciamiento de su vida, que parece el de un Cristo que se hace crucificar a balazos…” 

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