La hipoteca

Written by Libre Online

18 de marzo de 2025

Por Luis Felipe Rodríguez (1938)

Marcos  Antillas, derramando la vista sobre nuestra llamada “Casita Criolla” exclamó socarronamente: “He aquí la Casita de la Hipoteca”. Luego, barbotó: Muy temprano, Francisco Arango salió de su casa, situada en la parte más modesta y antigua de la Víbora.

—¡Pancho! ¿No tomas el café? —le gritó su mujer, llenando el vacío de la ventana, con su chambra repleta de maduras exuberancias y salpicada de ovalitos.

—No, lo tomaré por ahí. Hoy quiero aprovechar el aire de la mañana para estirar las piernas, en lugar de seguir pensando acostado.

—Verdad, hijo; en la cama se piensa más de la cuenta en los males de Cuba y de la vida…

—¡Pobre Pancho! —se dijo, enternecida, esta madre de familia, llamada entre sus conocidos Doña Cacha, en tanto que la comadre “Sunsa” la vecina de enfrente, que le gustaba muchísimo echarle un vistazo al barrio, antes de entregarse a los quehaceres de la casa, la interpelaba curiosa:

—¡Caramba, qué madrugador está hoy don Pancho! ¿Es que no le han dejado dormir las pulgas?

—Ninguna pulga, hija. ¡Qué más pulgas que nosotras! ¡Con lo que nos gusta averiguar lo que pasa en todas las sábanas del barrio!

Socarronamente, ambas comadres rieron la picante ocurrencia que motivara la pulga. Había satisfacción bastante para eso, ya que se estimaban muy llanamente y se conocían desde el lejano tiempo en que cada una ni soñaba en hacer familia, y empujaban la aguja para la misma tienda.

Con el sol un poco más allá del comienzo de su carrera se levantó María Luz, la hija penúltima, para tomar el desayuno preparado por la vieja, mientras los demás dormían. No viendo al cabeza de familia, detenido en su matinal costumbre de leer “El Mundo” antes de salir, preguntó a la autora de sus días.

—¿Y el viejo?

—¡Muchacha, hoy le ha dado por madrugar el domingo en la calle! 

—¡Qué viejo más resabioso!

—¡Sabe Dios que cosa mala habrá salido a espantar de la cabeza, el pobrecito! ¡Tú, como no tienes nada en que pensar todavía…

María Luz, derramando en torno del hogar, aparentemente confortable, una mirada que semejaba surgir de una interrogación ante la vida, no contestó. Más, pasando de improviso de lo grave a lo frívolo, diluyó su incipiente inquietud en este donaire criollo:

—Don Pancho está enamorado… ¡Amárrelo corto, vieja!

Como tenía que terminar su vestido nuevo para asistir a un baile, al que le convidaran la víspera, María Luz se sentó a coser y a cantar. Después, mientras las piernas movían el pedal de la máquina, su alma inconsistente y frívola, como la broma criolla, comenzó a bailar sin pena ni gloria, en las últimas notas del último son en boga.

“Cuidadito, compay gallo…”

II

Más allá de los cuarenta, Francisco Arango empezó a sentir que el problema de la vida, en su país semi-colonial, turbaba el sueño de sus noches. 

Se casó muy joven, como muchacho serio y metódico que piensa organizar la existencia, y no disiparla vanamente, sin crear familia y economía responsable. 

Su mujer, una criolla, buena como el pan; pero ¡la pobrecita!, siempre con su amor ciego e irreflexivo por los hijos, mucha indisciplina en el modo de ser y un valor pasivo para soportar el largo y penoso trabajo de la vida. 

No es que ella hubiera esquivado el deber de madre y de esposa. Eso no. Sólo que este deber, firme en el corazón, resultaba oscilante en el carácter. 

Consistía en ayudar al marido a la buena de Dios, tomar la vida por el lado indolente de la ilusión y mimar demasiado a los muchachos. 

Ahora, éstos ya eran grandes. El mayor, Juan Francisco, que como de pequeño demostró amor a los libros, con bastante sacrificio lo habían dedicado al estudio. Cursaba el cuarto año de Derecho. 

María Luz, la penúltima, le ayudaba a la madre de un modo intermitente, de la mañana a la noche, con una nueva canción en los labios y muchas ganas de divertirse. 

Antonio y Pedro Manuel, el segundo y el postrero; uno, que le secundaba, un día sí y otro no, en el trabajo de una escogida de tabaco, mientras el otro, vagamente hacía algo en un taller que no tenía nombre, pero le gustaba pensar que más tarde viviría de la política. 

No es que su mujer y sus hijos fueran malos y egoístas: habían nacido criollamente así. Individualmente, inteligentes y aptos, para comprender y realizar cualquier cosa, aunque tardos en pensar de acuerdo y trabajar firme y en común. ¡Eran criollos de principios de la República!

He aquí el obstáculo de la vida de Francisco Arango. ¡Cuánto había luchado por establecer un orden regulador en su hogar, para salvación de todos! En el momento decisivo se desviaban, como los tradicionales partidos políticos, y la madre concluía por repetir sus sempiternas palabras.

—¡Déjalos, Pancho!… Lo importante es que los ¡muchachos no son malos en el fondo; con el tiempo cambiarán.

Y así iba pasando el tiempo en el hogar muy parecida a “la casita criolla”. Este hogar, sobre el cual pesaba una hipoteca. Difícil de redimir sin la ayuda de todos, pues vida cada día era más difícil y a Francisco Arango caíanle los años encima. ¡A ver qué harían cuando él les faltara!  Por eso Francisco Arango se levantó tan temprano este domingo. Habíase desvelado en su lecho de padre responsable, pensando en sus obligaciones ineludibles.

Con el pensamiento fijo en la suerte de la casa familiar, Arango acudió a la cita que se dignara concederle su acreedor, de ella dependía su propia tranquilidad y la esperanza del hogar empeñado. Y Francisco Arango, después de lograr la promesa de una prórroga, se dispuso a regresar a su morada, defendida con tanto ardor. Más él no había contado con el tenebroso Azar.  En la calle, al disponerse a coger la guagua, una cosa cualquiera apagó su vida de infatigable rucio humano. Un charco de sangre quedó en el suelo, como la señal del guía.

III

Noche del domingo. Sincera y superficial consternación en la vecindad. 

Francisco Arango reposa definitivamente de su trabajo sin tregua. Pero, según la imaginación tropical de una muchacha del barrio, parece que va a salirse de la caja, quizás para darle un susto a los compadres y comadres, que, a pesar de haber respetado en la vida a Don Pancho, no han podido desechar la costumbre de hacer de la muerte el regocijado velorio criollo. 

Mamá Cambula, curandera auténtica, al mirar las luces que iluminan la faz inerte, murmura para sí, con afrocubana convicción:

—Son “pa alumbra” su camino, “po que” él era bueno. Ante el cadáver del esposo y el padre y el mejor amigo, aquellos criollos que nunca marcharon de acuerdo, cuando vivía su Cabeza, sienten la profunda certidumbre de que ahora están solos.

—Juan, ya se fue tu padre — gime desgarradoramente la viuda.

Juan Francisco, el hijo mayor, que cursa su cuarto año de Derecho, murmura con profunda sencillez: —Pero quedamos nosotros, vieja: velaremos por nuestro hogar, así será más dignamente honrada la memoria de nuestro padre.

—iHijo, que así sea, para hacernos dignos de sus sacrificios!

Los demás hermanos hacen el signo afirmativo, sin embargo, Pedro Manuel, el Benjamín más simpático y vivo de la familia, que vende, subrepticiamente, cigarrillos de mariguana y es asiduo visitante del Capitolio, corrige así la solemne intención del hermano mayor:

—Si, en el nombre del que está de cuerpo presente salvaremos nuestro hogar, ahora que estamos solos. Pero el ejemplo del viejo no basta. Él era hombre de otros tiempos, pues hasta caminaba como si se le hubiera perdido algo en el suelo. Recuerdo que nos decía: “Siempre hay que mirar el camino por donde se anda”. ¡Pobre Don Pancho, mi viejo, por mirar por donde andaba lo arrolló en la calle la máquina de un representante de la República! Por eso yo que miro para todos los lados, pienso arreglar el problema de todos, ingresando en la vieja política, que da más que el tabaco, la caña y el boniato.

Desde su lecho mortuorio, Francisco Arango, tronco caído de una familia, símbolo de la gran familia criolla, derrama la postrera mirada de sus pupilas definitivamente yertas, sobre esta tierra vernácula, donde luchó tanto por la vida y el amor de los  suyos y donde  siempre estarán solos los que abandonan la huella de la sangre que redime.

*****

En este cuento están eliminados adrede la emoción y la fuerza del marco telúrico. Por eso resulta tan escueto, porque le domina la visión directa del hombre frente a la conquista que vino por el mar.

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