La Guagua

Written by Libre Online

23 de julio de 2024

Por Eladio Secades (1957)

La guagua cubana es una calamidad necesaria. Es el medio de transporte que más se ajusta al concepto criollo del progreso. Ya no volverán para nosotros aquellos tiempos en que viajar era un placer sin atropellamientos y sin atropellados. Había viejos que iban en tranvía a la playa. No porque tuvieran necesidad de ir a la playa, sino por tomar fresco y hasta echar una siestecita. Los pocos tranvías que hace poco quedaban en la ciudad, ya no pertenecían al tránsito urbano, sino a la arqueología. 

El tranvía en realidad no fue diseñado para una generación que tiene tanta prisa y tan poco escrúpulo. Los últimos que seguían rodando parecía que llevaban un dolor en cada tornillo. Y amenazaban salirse de las paralelas para entregar su armazón de hojas de lata amarilla al pedestal de cualquier museo. Con los asientos de mimbre. La campana que en otra época asustaba a los niños que salían del colegio. La plataforma que era el marco ideal para que se asomara el español de visera de carey y mostachos retorcidos. La velocidad del tranvía parecía temeraria y los pasajeros miraban con profundo respeto el rótulo de “se prohíbe hablar con el motorista”.

Las primeras guaguas que circularon en Cuba parecían diligencias de esas que salen en las películas del oeste. Después llegaron las otras guaguas y las siguientes. Hasta que se ha logrado el prodigio de los últimos autobuses. Blancos, monstruosos, irreverentes. Cuando cierran la puerta y arrancan, son una versión del rugby bajo techo. Cuando frenan, resoplan como un elefante con disnea. Cuando van a doblar una esquina de la Habana Vieja, parece que se destartalan, que se desarman, que se avisagran por la mitad. A medida que aumentan los Ómnibus, progresa la ortopedia. Porque hemos adelantado gran cosa en materia de destrucción. Antes la posibilidad criolla del infeliz “arrollao” sólo existía en la vía pública. Ahora con los ómnibus gigantescos, que se meten en un jardín, o en un portal, o en la sala, usted puede ser arrollado sin necesidad de salir a la calle. Porque el cubano ha inventado el accidente de tránsito a domicilio. 

Tener que viajar en guaguas es una escuela nacional de sobresaltos. No se sabe si uno cabe. Si uno cabe, no sabe si podrá llegar. Hemos creado una generación de supervivientes. Acostumbrados lo mismo a jugarnos la vida, que a quedarnos rabiando porque la guagua siguió de largo y nos dejó con el brazo en alto. Al tiempo que respondía a nuestra maldición con un estampido de humo negro, espeso y venenoso. El tránsito es el sistema arterial de la ciudad. Y las guaguas son la razón patológica de la hipertensión. Si efectivamente llega, la guagua puede ser un medio de transporte. Si el peatón se descuida nada más que un instante, entonces la guagua es una calamidad colectiva. 

Cuando salimos a la calle ya sabemos que tendremos que movernos, no con la prisa que llevamos nosotros, sino con la prisa que tenga el guagüero. Entre la multa que le pone el agente del tránsito y la que le pongan por llegar fuera de hora al paradero, el guagüero prefiere la primera. Que además de ser más barata, tiene algo de filantropía, porque determina la prosperidad del osteólogo y del chapistero. El chapistero es el filósofo que con un martillo soluciona los accidentes del tránsito mejor que el Juez Correccional, con el Código y el Secretario.

Si el guagüero va apurado, cruza el armatoste junto a nosotros como la proximidad de la muerte. De un salto nos hace caer en la acera. Y nos arranca de los labios una evocación. Pero cuando al guagüero le sobra tiempo, le sale toda la dulzura criolla. Entonces se tira la gorra contra la nuca. Chupa y saborea un tabaco. Y obliga a pasear al pasajero que tenga prisa. Y el conductor se relame los labios. Saca medio cuerpo por la puerta, para decirle a la señora qué pasa que está entera. Que Dios le bendiga. Que le dedique una sonrisita. Y que él es Yeyo en La Habana, Cuba. 

La guagua cubana es un sainete con ruedas. Hay conductores que de repente se ponen galantes y creen que tienen derecho a coger del brazo a una mujer y acompañarla hasta el asiento. Como si fuera una novia. Y los hay también que experimentan un arranque de sentimentalismo y con un abrazo de segundo domingo de mayo ayudan a subir a la pasajera vieja. Siempre cuando vemos a una viejecita podemos acordamos con ternura de nuestra propia madre. Pero esto resulta un poco sarcástico cuando a lo peor en la esquina siguiente se le va a romper la crisma a un hijo.

La organización del tránsito es el fomento de la lucha entre el peatón y la guagua. Los medios de transportes resultan incapaces para una población que se dilata por día. Las poblaciones excesivas constituyen la más grande y grave dificultad del mundo. El exceso de habitantes, los gobernantes intentan solucionarlo con las guerras. Para evitar que el mundo se siga poblando, más práctico y más humano que las guerras, sería quitarles a las criadas la salida los domingos. Cuando sube a una guagua, el cubano pierde la voluntad que no tiene. 

La guagua puede dejarnos dos cuadras más allá del sitio a donde vamos. Ni aún para sentarnos dependemos íntegramente de nuestra voluntad. Para sentarse en la guagua, el pasajero sólo pone la intención. El resto lo pone el chofer, arrancando de un tirón.

 El frenazo en seco es el propósito fallido de decirle un secreto al pasajero de delante. Cuando se frena en seco, a la señora se le escapa el hijo. Y al mensajero el paquete que lleva. Y la pobre dama que va de pie, para no caer se agarra al hombro de un caballero y enseguida le dice que perdone. Y el caballero, si es criollo, le responde que no hay problema. Los últimos asientos de la guagua nos hacen temblar y nos convierten en versión de coctelera automática. La señora un poco descuidada que ocupa el primer asiento, frente a la puerta, es como si a todo el mundo que sube le entrega una de esas tarjetas donde se lee: “Usted ha sido retratado”.

Parece que hacen ejercicio de paralelas en un gimnasio ambulante los que viajan parados, sujetándose a los tirantes del techo. Hay tipos que no caben de pie en la guagua y tienen que arquearse. Y olerle la cabeza al ciudadano que tienen enfrente. Y molestar con un golpe de rabadilla al que tienen detrás. Y encima obedecer al conductor cada vez que ordena un pasito adelante. Todo por ocho centavos. 

Cuando en vez de ocho centavos el cobrador recibe un pase de cortesía, él grita y todo el mundo se entera que el recién llegado viaja gratis. Pero de esa especie de vejación se desquita el botellero sentándose y permitiendo que vayan de pie los que pagan. Menos mal que ya han desaparecido aquellos asientos de tortura sobre las ruedas. Había que pagar una extraña penitencia. Acurrucado y con las rodillas en alto. Mitad pasajero y mitad cátcher.

Si no fuera por las mujeres, los guagüeros hubiesen inventado el movimiento continuo. A un hombre, por viejo que sea le suponen habilidad atlética para abandonar el vehículo andando. Si no la tiene, para eso están las Casas de Socorro. Un timbrazo en la guagua quiere decir que se va a apear un hombre. Tres timbrazos, que va a apearse una mujer. Claro que en esta época de gran confusión y de grandes conflictos sociales, la definición del sexo constituye el más difícil problema. Al que han renunciado los sabios. Y creen haber resuelto los guagüeros.

En la guagua no viaja la gente que cabe. Sino la que quiere meter el guagüero. Cuando tiene que recobrar los minutos perdidos deja plantado al cliente y prosigue la carrera. Da cortes vertiginosos y se mete por donde parece que no puede pasar una bicicleta, haciéndonos subir a la garganta el nudo de la emoción. La estampa de la Caridad del Cobre que algunos choferes colocan junto al espejo, completa la sensación de que dependemos de un milagro. 

Yo he visto guagüeros que han convertido la pizarra del vehículo en mueble de alcoba. La imagen de la Virgen. La fotografía de la novia. Una pequeña jarra con flores. El guagüero es la obsesión delirante de un horario que ya nos ha hecho olvidar el respeto que en un tiempo despertaban los nueve puntos del tranvía eléctrico. Los nueve puntos eran la expresión máxima de la velocidad que podía lograrse en zonas urbanas. Y un motorista era figura de temeridad y de audacia. Aquel motorista español que no se atrevía a amar si no estaba al corriente en el recibo de la Quinta.

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