Por dentro uno es como un palmo de tierra en el que los elementos y el tiempo van creando su geografía. Hay montañas interiores clavadas en las entrañas del alma que nos hablan de glorias conquistadas, y hay hondonadas agrietadas que nos recuerdan horas tristes y de dolor. En el alma está la luz de la sonrisa de un niño que nos hizo feliz y está la tibieza de una lágrima que nos provocó el dolor.
El alma tiene su relieve. Hay pedazos tersos, como si fueran sueños de paz, y hay tramos arrugados, filosos, como si fueran la traición hecha herida. En el alma hay sorbos de pureza y manchas que se resisten a la limpieza. Los actos buenos y nobles brillan en el alma, y los actos innobles y malsanos nos acusan en espera de que paguemos el castigo por las culpas no redimidas.
El alma es el recinto sagrado y secreto en el que almacenamos las huellas de nuestro paso por la vida. A lo largo del tiempo he ido descubriendo que nuestros caracteres se forman con las joyas y guijarros que se nos pegan en nuestra caminata. Mi alma es, pues, un laberinto. A veces corro por pasillos que me asustan, por recodos que me confunden; pero también por parajes que me besan y me acarician. Es triste cargar con el error que no reparé y que golpea ruidosamente las notas de mi alma, impidiéndome la calma del silencio; pero es gratamente conmovedor sentir que en mi alma fluye el manantial límpido de las virtudes que compartí y de los bienes que hice. Se trata de una misteriosa combinación: es como mezclar el sol con el fondo del mar o amarrar un pedazo de carbón a la cola de una estrella.
Hace años, en Santiago de Cuba, conocí a una joven muy pobre, cuya madre me decía que era “una alma en pena”. Después de ganarme relativamente la confianza de la muchacha le pregunté, en cierta ocasión, por qué estaba tan triste. Su respuesta fue breve: “¡porque me han robado el alma!”.
Hay, en efecto, personas que han sufrido de forma tal que el alma adolorida convierte la vida toda en una sombra. Existen seres humanos que se arrastran con la tragedia a horcajadas y visten de luto su alma. En lugar de llevar una canción dentro de sí mismos van con una queja perenne, que se hace mueca en el rostro y vacilación en la jornada. ¡Qué triste tener un alma marcada por la angustia!.
Pero hay también personas gozosas que siempre tienen sus almas ataviadas de rosas. Conocí a una señora de edad muy avanzada que había visto morir a su esposo y a sus hijos, y era feliz. Me dijo el secreto: “mi alma está llena de caricias y ternuras. Hace años le puse un cartel a la entrada: no se admiten penas”. Uno es el resultado de lo que asimila, somos el total de lo que acumulamos. Si reunimos sinsabores, decepciones y sufrimientos, el alma se nos tapiza de oscuro. Pero si desechamos lo nocivo y nos saturamos de lo positivo, de luz se nos llena el alma.
Hay una advertencia de Jesús en una de sus parábolas, que nos hace temblar: “esta noche vienen a buscar tu alma”. ¿Es el alma el recinto donde mora Dios dentro de nosotros, es la posada que debemos mantener limpia y perfumada para que cuando llegue Jesús a buscarnos podamos ponernos de acuerdo para emprender juntos el paseo eterno?
Sin necesidad de entrar en los campos de la teología o la filosofía podemos adherirnos al concepto paulino de que como seres humanos somos “cuerpo, alma y espíritu”. La Trinidad divina se proyecta como imagen en nuestra propia trinidad. El cuerpo es el contenedor, el alma es la ventana prodigiosa que nos relaciona con el mundo en el que vivimos y el espíritu es el asiento de lo divino, entendido el hecho de que no somos tres personas en una, sino que estamos formados de manera tridimensional.
La función del alma, pues, es la de regular y captar las emociones. Es el poder que domestica la razón y purifica el cuerpo. Cuando usamos la expresión “geografía del alma” nos referimos al hecho de que el alma es la procesadora de nuestros sufrimientos y de nuestras glorias, el registro supremo que va marcando de día en día el milagro de nuestra identidad.
Nuestra vida no es una inmensa isla solitaria, sino un archipiélago. Somos seres de relaciones. La soledad nos aniquila; pero las relaciones que respetamos, disfrutamos y engalanamos, nos definen como seres felices. Y de esa felicidad se nutre la belleza de nuestra alma.
Las personas resentidas, rencorosas o vengativas, sin importar las razones que tengan para serlo, están vistiendo de harapos a una princesa o haciendo rebosar de agua pútrida una copa hecha para licor de dioses.
El alma es para que filtremos las impurezas de la vida, no para que las almacenemos. Los que llenan su alma de recuerdos rabiosos, de emociones violentas y de actitudes vengativas empapadas en amarguras están usando mal el ánfora de Dios para que nos auto purifiquemos. El alma no es para guardar escombros, sino para construir castillos, no es para guardar lágrimas que ya se lloraron, sino para fabricar sonrisas ávidas de ser estrenadas.
¿Nos atreveríamos a hacer un mapa de nuestra propia alma? Sería interesante que lo hiciéramos y que lográramos un inventario que determine aquello que debemos atesorar con santa complacencia; pero que nos promueva también la valentía de desechar las amarguras que han ido erosionando la paz interior a la que tenemos derecho. Hay un poder que restaura nuestra alma, poder que aunque nos trabaje por dentro, nos viene de afuera: ¡el poder infinito de Dios!.
Yo he visto a personas con el alma anegada en penas, restaurarse de gozo por medio de un reencuentro con la fe que se había dejado palidecer. Es intrigante, por lo tanto, que sepamos que existe una solución y prefiramos seguir en nuestros problemas. De veras que no hay razón alguna para que seamos “almas en penas” cuando tenemos acceso a la sanidad de nuestras heridas y a la purificación de nuestros dolores. El gran problema es que andamos de espaldas a Dios, con nuestra brújula orientada hacia caminos equivocados.
Sabemos que nuestras almas han sido heridas. Sabemos que las decepciones que en la vida existen nos han taladrado de espinas el alma. Lo sabemos porque también lo hemos experimentado. El ser incomprendidos, calumniados, víctimas de injusticias, despojados del cariño al que nos acogimos, son cuotas de ansiedad que se refugian en el alma, y la dañan. Pero no definitivamente. Para toda esta hilera de angustias que hostigan, Dios ha establecido la solución: ¡hagámoslo dueño de la geografía de nuestras almas!
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