LA GÉNESIS DEL GENIO

Written by Libre Online

27 de mayo de 2025

Por Sergio Voronoff (1951)

El genio es un don que se manifiesta, por decirlo así, desde el nacimiento. Grotch tocaba el piano a la edad de dos años, y Mozart a los cuatro; Brunswick resolvía problemas numéricos y trazaba en el polvo figuras geométricas a la edad de tres años; a los cuatro años Ampere realizaba impresionantes operaciones de cálculo mental.

El genio se encuentra ya en el germen, el cual conserva todo el pasado de las generaciones que se sucedieron y contiene virtualmente todo lo que seremos más tarde. Todo viene de ese germen, todo se hace virtualmente en él. En esa célula inicial está alojada toda nuestra herencia nuestras cualidades físicas, morales e intelectuales. Según lo que posea nuestra constitución íntima tendremos genio que podrá manifestarse desde nuestra infancia, estaremos provistos de una inteligencia mediocre o incluso peor. Somo hijos de esa célula con todas las cualidades o defectos que contiene. Somos esa célula bajo una nueva forma a la que ha llegado. Por lo tanto, en ella debemos buscar la génesis del sueño.

Su origen ha parecido siempre un enigma, tanto más indescifrable puesto que sale frecuentemente del pueblo, nace de padres sin parecer de ningún modo destinados a semejante creación. En efecto, el padre de Pasteur era curtidor y su bisabuelo un siervo que compró su libertad por noventa francos; el de Newton era agricultor; el de Levarrier era aduanero; el de Carlyle, albañil, el de Rousseau, relojero; el de Rembrandt, carpintero; el de Greuze y el de Watteau, plomero; el de Chopin y el de Haydn, carreteros; el de Gluck, guardabosque; el de Ampere, comerciante; el de Dante, un modesto cambista; el de Víctor Hugo, un anónimo general y su abuelo carpintero; el de Spinoza y el de Heine, mercaderes; el padre de Leonardo da Vinci era notario, y la madre, una aldeana; el padre de Goethe, abogado; el de Voltaire, notario, y el de Miguel Ángel, un magistrado italiano que odiaba la profesión de artista.

La historia de la familia de Descartes, en el curso de dos siglos, no revela tampoco ningún antepasado que recuerde, ni siquiera remotamente, las cualidades del filósofo de las Meditaciones Metafísicas.

De este modo, un don sublime se transmite desde el nacimiento a un ser cuyos parientes cercanos no ofrecían ninguna cualidad que pudiera prever la aparición de un genio en sus familias.

Esos parientes solo fueron los poseedores ocasionales de células dotadas de cualidades geniales.

¿De dónde venían esas células maravillosas, aptas para crear un genio?

De la profundidad de las generaciones por las oscuras vías de la herencia, tanto más difíciles de distinguir en el género humano cuanto que las emigraciones de los pueblos, la esclavitud milenaria, las conquistas, las persecuciones religiosas y políticas han producido una inextricable mezcla de razas, sino solamente mentalidades: francesa, alemana, italiana, inglesa, etc.

Los descendientes masculinos y femeninos de Pitágoras o de Sófocles, dispersos en el mundo, conservan las células germinales que provenían de esos genios y pudieron reunirse algunos siglos más tarde, para formar un Newton o un Shakespeare.

Las células germinales no mueren nunca; se transmiten de una generación a otra. Las células germinales del hombre y la mujer se unen en el acto de la fecundación para formar un germen por el cual, durante nueve meses de crecimiento gradual, el hijo adquiere el desarrollo necesario para su vida. Cada una de esas células se compone de una sustancia nutritiva, destinada al germen –el protoplasma– y de un núcleo que es la parte esencial, la única que contiene toda la herencia del padre y la madre.

Por medio del microscopio nos damos cuenta de que cada uno de esos núcleos se componen de cuarenta y ocho filamentos, llamados cromosomas, divididos en multitud de gránulos, ahora bien, antes de que la célula del hombre se funda con la de la mujer, sus núcleos respectivos han expulsado veinticuatro cromosomas y cuando se unen después constituyen un solo núcleo de 48 cromosomas, 24 machos y 24 hembras, que formarán el futuro ser y lo dotarán de las cualidades físicas, morales e intelectuales de sus padres.

Si los 24 cromosomas machos provienen de un genio y los otros 24 de una mujer superiormente dotada también, su fusión determina el nacimiento de un hijo genial.

Podrán transcurrir siglos hasta el día que una feliz casualidad permita la unión de un hombre y una mujer, ambos descendientes lejanos de los hijos del genio, ignorando completamente esa filiación perdida a través de los tiempos, a través de las alteraciones seculares. Los dos, provistos de los 24 cromosomas geniales, podrán al fin reconstruir el núcleo central de los cuarenta y ocho filamentos, necesarios para formar otro genio que se manifestará con cualidades del abuelo, adaptadas al espíritu del tiempo.

Napoleón conservaba en su gabinete un busto de Julio César, porque comparaba su genio al del ilustre romano. Sin saberlo, quizás había heredado realmente de él sus cualidades siempre presentes en las células germinales de los descendientes machos y hembras de César dispersos a través del mundo, a través de los siglos. El padre y la madre de Napoleón podían poseer cada uno, 24 cromosomas de César, que reunidos después de dos mil años de migración podían formar un germen de 48 cromosomas geniales y engendrar a Napoleón. Las células germinales no mueren nunca. Ellas constituyen nuestra verdadera mortalidad.

La hipótesis que acabo de formular para explicar la génesis del genio podía esclarecer también el hecho siguiente: salvo raras excepciones, el hombre genial es único, entre sus hermanos y hermanas.

Los hermanos de Napoleón no brillaron por su genio, y son múltiples los casos análogos que revela la biografía de los hombres insignes.

La explicación puede ser muy sencilla.

Según mi hipótesis, el padre y la madre poseían, cada uno, 24 cromosomas geniales, de cuya unión podía nacer un hijo genial.

Esto no quiere decir que todos los hijos de padres similares puedan heredar la misma cualidad y que todos lleguen a ser genios.

Cada uno de esos padres no tiene solamente veinticuatro filamentos que poseen la herencia de un genio; cada uno tiene, además, otros veinticuatro, pues la célula humana contiene siempre cuarenta y ocho cromosomas.

Estas últimas veinticuatro aportan, según los casos, otras herencias que no tienen ninguna relación con la herencia del genio ancestral. Supongamos, para aclarar el asunto, que cada célula germinal del padre y la madre tenga veinticuatro cromosomas rojos (geniales) y veinticuatro blancos (vulgares).

Siempre que la célula masculina pueda unirse a la femenina para la creación de un hijo, cada una de estas células elimina veinticuatro cromosomas a fin de que las otras veinticuatro que quedan puedan, al unirse, formar otro núcleo conteniendo cuarenta y ocho cromosomas.

Por consiguiente, la unión de esas dos células exige la pérdida previa de la mitad de sus filamentos, como lo expusimos ya.

¿Pero qué mitad eliminan esas células germinales?

Múltiples combinaciones podrían producirse.

Haría falta una feliz casualidad para que cada una de las dos células elimine todos sus cromosomas blancos conservando solamente sus cromosomas rojos, cuya unión aseguraría la aparición de un genio.

Pero si todos los cromosomas rojos han sido expulsados de ambas partes, o de una sola, no puede haber genio. De ello resulta que hasta en esas familias el nacimiento de un genio está sometido al azar de las combinaciones entre los cromosomas, y es raro que una combinación afortunada se repita varias veces. Los dos hermanos Bellini, Giovanni y Gentile, famosos pintores venecianos del siglo XV, demuestran sin embargo esta posibilidad.

Los hombres geniales forman parte generalmente de una numerosa familia y son, salvo rarísimas excepciones, los únicos que poseen esa extraordinaria cualidad.

Casi nunca son los primogénitos, Wagner era el noveno hijo, Mozart el séptimo; Tolstoi el cuarto, Shakespeare, Voltaire y Víctor Hugo los terceros. La única excepción que conozco es Goethe, primogénito.

Creo no obstante que se puede considerar también en condiciones especiales, otro origen, otro modo de formación del genio.

El padre, el abuelo y algunos ascendientes más lejanos de Mozart dotados para la música, tocaban el violín, el violoncello, incluso algunos eran compositores.

El caso de Juan Sebastián Bach es más demostrativo. Recordemos que sus antepasados, músicos todos, se sucedieron durante dos siglos, del XVI al XVIII.

Los Bach contrajeron numerosos matrimonios con hijas de antiguos maestros de música, organistas, compositores, como lo permitía en aquella época la costumbre de la corporación. Pero no es el talento de la mujer lo que seduce generalmente al hombre, sino sus encantos físicos, pues no le preocupan sus cromosomas. De aquí resulta que los veinticuatro cromosomas geniales del hombre son neutralizados por los de la mujer, por lo que nacen hijos que de ninguna manera pueden igualarse al padre. 

Si se pudiesen casar los hermanos con las hermanas en las familias de los genios –como ocurría en las dinastías de los faraones y de los Ptolomeo, que reinaron Egipto después de la muerte de Alejandro Magno– cada uno de los esposos poseería veinticuatro cromosomas paternos, y habría más probabilidad de crear grandes hombres.

Creo que es plausible mi concepto del origen del genio. Hay que buscar ese origen en la célula fecundada, el germen de donde venimos, que contiene todo lo que seremos. En ese germen solo los cromosomas encierran todas nuestras cualidades, condensadas en gránulos, los genes de que se componen, y algunos de los cuales formarán nuestro futuro cerebro. Si no queremos contentarnos con palabras vanas, es en los cromosomas donde tenemos que buscar la clave del enigma.

Los milagros simbolizan nuestra ignorancia. Los salvajes tenían muchos y nosotros conservamos algunos que se desvanecen con el progreso de nuestros conocimientos.

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