Por Eladio Secades (1951)
Pocos pueblos tienen del valor personal el criterio sagrado que tenemos nosotros. En Cuba el cartel de valiente suele ser más enaltecedor que el cartel de honrado. En otra parte la bofetada es olvidada al día siguiente, por el que tuvo la puntería de darla y por el que tuvo la desgracia de recibirla.
La galleta criolla no se olvida nunca. Es como un tatuaje bochornoso e imborrable. Hay las que sienten el espanto de la primera galleta que los privará del orgullo vernáculo de llegar a la vejez con el alma tranquila y la cara inédita. Aunque parezca exageración, existe el personaje a quien le negamos toda posibilidad de triunfo en la vida, porque de niño le metieron una galleta en el colegio. Me parece una aventura ensayar la semblanza del guapo criollo.
El guapo es uno de nuestros tipos más característicos y frecuentes. Casi todos tenemos algo de valiente y algo de tenorio. Nuestro censo está dividido en cubanos que se fajan y cubanos que no se fajan. El valor después de todo es un estado mental. Para ser valiente o para ser cobarde, no hay más que empezar. El cubano precavido llegará a la temeridad si un día sus amigos le dicen: “contigo si es verdad que no hay problema”. Ya se le habrá colgado el cartel de guapo y el pobre tendrá que sostenerlo toda la vida.
El cartel de rico se sostiene dando limosnas en público. Y el cartel de guapo se sostiene dando bofetadas. Y recibiéndolas a cambio. También en público. Lo importante, lo vistoso, lo admirable es fajarse. Pertenecer a la población nacional de los que se fajan cuando llega la hora. Fajarse cuando llega la hora es terminar despeinado con un arañazo en las narices y respirando con heroica dificultad. Y al día siguiente buscar a un amigo que a su vez sea amigo del secretario del Juzgado Correccional.
Este valor que condena a los hombres a las posturas menos gallardas, porque cosas hay tan ridículas como “dos fajaos”, es muy apreciada por el vulgo. Sobre todo, por el vulgo de las mujeres. Nosotros decimos que fulano se faja con el mismo tono de admiración que emplearíamos para decir que fulano es un estadista eminente. La simpatía al bravucón y al perdonavidas no es otra cosa que una triste fórmula de cobardía de los demás.
El guapo de café es una calamidad que nos ha venido de los españoles. Igual que el hábito de detenernos a discutir en una esquina. El valiente de barra puede contar los años de abnegados servicios a la causa por la cantidad de galletas que ha recibido. Pero a pesar de eso, siempre que tenga una discusión se pondrá grave para augurar que matará como a un perro al hombre que le toque la cara.
Hay otro tipo de guapo, eminentemente cubano. Matón, belicoso, respetado por los cobardes. Que camina de medio lado y que siempre nos habla de su época, cuando había guapos de verdad y no echadores de dientes para afuera como ahora. El que cuenta de aquellos días tumultuosos de la zona, el puñal empalmado y los franceses que vinieron a Cuba a dar un curso de amor como profesión. Sus amigos saben que es peligroso, a pesar de que nunca lo han visto pelear. Porque es el guapo superior, porque es el guapo sereno que cada vez que lo provocan, tiene el gesto magnífico de irse para no desgraciarse. Es, en una palabra, el valiente que siempre se va porque se conoce. Y así vive y así muere con una (terrible galleta palanqueada, sin acabar de disparársela a alguien).
La mayor y la más graciosa paradoja en el análisis de la guapería tropical, es la verdad indiscutible de que la manera infalible para no tener que pelear nunca, es echarse un revólver en la cintura. Es la mejor garantía de paz. Facilitar sin reservas las licencias para uso de armas de fuego, sería un sistema inteligente para convertir el nuestro en el pueblo más tranquilo del planeta.
Pero de todos nuestros guapos, el más curioso es el que sostiene la etiqueta a base de “plantes”. El que tira la trompada al aire, o por encima del hombro y después se deja sujetar, haciendo esfuerzos aparatosos para zafarse, sin ganas de zafarse. Las broncas que terminan con la primera trompada son tragedias muertas en flor. Son tragedias muy de nuestro ambiente. “Si me sueltan lo mato”.
Yo he conocido y he disfrutado el espectáculo de muchos guapos de género festivo, pero ninguno tan valioso como el que acabó de manera tragicómica una memorable partida de póker en un círculo político de México. El guapo cubano, nuestro guapo, (hay que decirlo con cierta vanidad) ya había tenido algunos rozamientos con distintos jugadores, pero la oportuna intervención de los dueños del lugar, a quienes no les convenían las camorras, había evitado derramamientos de sangre. Pero aquella noche se presentó en la casa de juego un general que gozaba triste prestigio de hombre violento y que además tenía la mala costumbre de tomarse un coñac doble cada vez que perdía una mano. Jugaba muy mal.
El “groupier” hizo cuanto pudo por impedir que entrase en polémicas con el “cubano peligroso”. Huelga describir la expectación y el pánico que irradiaron el pequeño salón cuando nuestro compatriota se puso de pie, lanzó las cartas sobre el tapete y dirigiéndose al revolucionario, lo desafió de extraña manera:
Mi general, si usted es tan hombre como la gente dice, salga para la calle que le voy a dar tres tiros de ventaja…
Por fortuna, al general le hizo gracia aquel cubano pequeñito que daba tres tiros de ventaja, como si fueran patas para jugar al cubilete. Ese permanecerá en la historia del mundo, como el más grande “plante” de guapería que se ha tirado jamás.
En realidad, el valor del guapo es casi el único valor que se reconoce en Cuba. No pensamos en la cantidad de valentía que se necesita en la vida para ganar un sueldo miserable y tener que sostener a una mujer y educar a unos hijos, enviándolos a un colegio con la ropa limpias y los zapatos sanos. Ni pensamos en el valor que se requiere para ser honrado en un país donde el funcionario que no aprovecha la oportunidad de enriquecerse y pertrecharse para toda la vida, no se le llama honorable sino “verraco”.
Nosotros nunca hablamos del valor de las ideas, ni del valor de las convicciones propias. Mi amigo cree que es el hombre más guapo del mundo (y se jacta de ello) porque cada vez que acierta un terminal, lo pasa todo para el sorteo que viene. Tiene la rara valentía que se necesita para jugarse tranquilamente el desayuno de la familia, pero ¡el día que acierte! Mal que nos pese, hemos ido formando un pueblo que en un cincuenta por ciento espera el bienestar, no del trabajo, ni aun del cielo, sino de la probabilidad de engrapar una centena. Porque sería injusto ocultar que el cubano tiene la satisfacción de ser valiente como ninguno para jugarse el dinero.
Hay que ser un verdadero héroe para pasarse la vida esperando que centena es la chapa del último automóvil que vio, o la cifra completa del teléfono de la oficina, o el folio íntegro de la transferencia de la guagua. Aparte la industria deliciosa de las revoluciones, acertar un número es una de las poquitas fórmulas que hoy existen en Cuba para cambiar de posición. Y vivir esperando el Premio Gordo es un acto de valor nacional del que debemos sentirnos legítimamente satisfechos. Jugar a la lotería es fraccionar la esperanza.
Hay la gran esperanza de la espera. Cuando se saben los premios grandes hay la espera de que haya salido en un premio menor. Si nuestro billete no aparece en los premios menores publicados el sábado, quedará la última, la infinita e ingenua esperanza, de la lista oficial.
Los que no quieran perder la esperanza nunca, pueden volver a comprar billetes el lunes.
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