Por Eladio Secades ( 1956)
El progreso de un país podría medirse mejor por la extensión de sus ciudades que por la mentalidad de sus hombres. Cuando crece la economía, engorda la Guía de Teléfonos. La capital es el bosque de cemento armado. Los postes son árboles que no dan frutos. Porque los ha secado la maldición del pasajero de ómnibus que viaja con medio brazo fuera.
Las calles se parecen a las mujeres fáciles en que tienen dos nombres. El segundo que nadie toma en serio. Y el primero que quisieran olvidar. Hay calles que son como el cuarto de desahogo de la patria. Mártires que no pudieron llegar a los textos de colegio y quedan perpetuados en un callejón sombrío. El callejón es la calle enana que pudo ser patio de vecindario.
Los herederos no cobrarán las pensiones con puntualidad. Pero tiene bastante de manjar para el espíritu el saber la firma del abuelo en una inmortalidad de transporte de correspondencia. Las celebridades se dispersan en la vida. Pero en la muerte se reúnen en la bolsa del cartero.
El cartero sabe que los gobiernos numeran a sus servidores para bautizar calles. Y retratan a sus próceres para hacer sellos. Cuando el cartero se retira, es bachiller de uniforme y juanete. Cree en la historia porque la vio. Y la atravesó a pie. Profanando con el silbato el silencio de los zaguanes. Los zaguanes recuerdan a los novios de la noche anterior. Y huele a gato de la noche anterior. El pito del cartero alarma al vecindario. Porque la carta que llega hace pensar en el pariente enfermo. O en el amor lejano. Es un ruido que se siente en el corazón. Aunque después se trate del televisor comprado a plazos.
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Las calles reflejan en fisonomía de piedras la importancia de la época y de la gente de la época. Por eso hay calles que tienen la sinceridad de su anchura. Que avanzan como un domingo nacido en un jardín. Los pregones mañaneros sacuden a las viejas que abren las ventanas. Como buscando a quien darles los buenos días. En la mañana criolla siempre hay un vendedor ambulante que no acaba de irse. Un caballero que pasa con la cara recién lavada y miedo de llegar tarde al trabajo. Y un niño esperando la guagua del colegio. Calles donde jamás pasa nada.
Una vez se llevaron a un caballero en una ambulancia. Funcionaron las persianas. Las persianas son las pestañas del chisme. Las señoras se hablaron de balcón a balcón. Pero las mujeres de su casa no pueden permanecer mucho rato fuera de la cocina. La habladuría del vecindario no ha arraigado más. Porque, perdóname, viejita, que tengo que dejarte. Casi siempre porque la leche está hirviendo y la señora tiene que entrar, todavía quedan algunas reputaciones sanas.
Las casas de apartamentos van destruyendo el aire un poco de aldea de la cuadra cubana, con la soltera que al caer la tarde se pinta y se asoma. Y sueña que la acera ha de traerlo en forma de peatón un proyecto de matrimonio. El día que algunas señoritas comprueben lo grande que es La Habana. Y lo pequeña que es su ventana de asomarse por la tarde. Comprenderán el peligro de no casarse nunca, por simple contraste de geometría. Lo que equivale a quedarse para vestir santos.
Por cálculo de posibilidades. Ahora se usa la propiedad horizontal. Que engendra el tipo de vecino perpetuo. Es decir, el odio crónico. La familia de abajo. Y la de arriba. Y la de enfrente. Lo serán por toda la vida. La propiedad horizontal crea también un tumulto de propietarios.
Las calles, como los hombres, deben tener alguna finalidad. La finalidad de San Lázaro es el Vedado. La de la Calzada del Monte es la Víbora. Los viboreños nos hablan con orgullo de la altura de la Víbora. Se creen montañeses en plena capital. San Rafael, del parque a Galiano, es una vitrina de señoras. Pero cuando San Rafael llega a Rayo, se retuerce y se achica. Como si le dolieran las tripas. Parece mentira que tan cerca de la Esquina del Pecado haya un cólico urbano.
Por los portales de la calle de Galiano se pasea cada tarde la guardia vieja de la holgazanería. Que muere, o que mata de hambre a la familia, pero que no se rinde al trabajo. Portales que durante el día supuran tantísimo haragán dedicado al piropo. Diríase que las horas de descanso de todo el mundo y de todas las razas se han citado allí. En asamblea solemne. Tipos acaparadores del reposo ambulante. Que comen porque la pobre vieja cocina. Que usan perfume porque se lo roban a la hermana. El olor agresivo de algunos perfumes es un mal olor como otro cualquiera. Muchas veces alguien saca el pañuelo en un grupo y los otros vuelven la cara ofendidos. Para ver quién fue. También como si se tratara de un mal olor cualquiera. Existen los vanguardistas del refinamiento. Son los que perfuman la ropa interior. Rociándola con agua de colonia. Pero esos ya están en el último año de la cursilería. Una amiga con perfume violento, en vez de incitar los sentidos, recuerda al chino vendedor de esencias a plazos. Cuando se sienta en la sala y abre el bulto de mercancías.
De repente al pasar por Galiano vemos al enamorado que se eterniza en el teléfono de la vidriera de la esquina. El criollo cuando habla de amor en un teléfono público cruza una pierna. Se recuesta a la pared. Y pone cara de tonto. El resto es una técnica de hablar bajito Y prolongar el idilio a despecho de la maldición de los que llaman y suena ocupado. Ya está Juan comiendo catibia.
Hay calles como San Nicolás que son un presentimiento de las democracias. Se empapa del sabor local del barrio chino. Con hoteles baratos. Lámparas de papel crepé. Sensación de aventura y de fumadero de opio. En todos los barrios chinos la gente camina por la calle, como si no hubiera aceras.
San Nicolás le da un tajo a Zanja. Con sus busconas y el tren que ya no pasa. Y su teatro de atraer al turismo, más que el sol del trópico, los paisajes y los panfletos. La calle de San Nicolás entra después en el barrio de San Leopoldo y va a lavarse los pies al Golfo. El Malecón es principio de mar. Y final de tierra. Es también el sitio donde el cesante elige entre el suicidio o la resignación. Es decir, la esperanza del empleo en un ministerio. Y los amantes se cogen las manos en la oscuridad piadosa de los que no han podido ir al cine.
La entrada de La Habana es una puerta española. Que da acceso a los repartos. Donde hay mucho de lo colonial hecho después de la colonia. Obispo es un río de oficinistas. O’Reilly es lo mismo. Pero con el City Bank. Calles estrechas. Calles paralelas y siamesas. Por donde pasan las tiperritas de saludo grave y dos horas para almorzar. Mirándose de reojo en las vidrieras. Se entiende por Habana vieja donde -hubo españoles que inician guardia los domingos Jugaban al tute. Y sacaban el taburete a la acera. El taburete es la silla que pudo ser bongó. Como el bongó pudo ser barril de aceitunas.
Ahora en La Habana antigua hay emigrantes de esas partes de Europa que han enviado a sus hijos a Cuba, Para que vayan claveteando suelas. Hasta que consigan la residencia en Estados Unidos. Hablan un idioma que no entendemos. Ofician una religión que no nos interesa. Ya casi son ciudadanos a fuerza de ser refugiados.
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Ahora algunas calles cubanas se han convertido en Highway. Se llama Highway el sitio donde nos empuja la prisa ajena. Y donde sentimos compasión por esas gordas que esperan el cambio de luz. Para lanzarse a cruzar la calle con resolución que es mezcla de hazaña atlética y de suicidio frustrado. Highway es expresión inglesa. En español quiere decir que aumentan los choques y quiebran los comercios. El peatón cuando regresa a su casa es un poco superviviente.
Los norteamericanos han inventado muchas cosas. También el muy señor mío con una nube a los pies. Los ascensores acabaron con el alpinismo. Y con el regocijo heroico de aquellos montañeses que se ponían las polainas. La boina. Tomaban el pincho y el termo. Total, para dejar abajo a la mujer y al hijo a cambio de una sensación de altura. Hoy sube más un taquígrafo que un suizo. Otis le ha dado una puñalada trapera al hombre mosca. Y la oficinista que da la sensación de que va a desarmarse si la abrazamos con fuerza, entra en un ascensor se quita los guantes. Se mira en el espejo. Y dice “ciento diez”. Como si fuera a un picnic en entresuelos.
Desde las azoteas de los rascacielos los parques son jardines de casas particulares. Y las multitudes hormigas que se agolpan en torno al salivazo de un diabético Los norteamericanos agigantan el afán de subir. Porque les han dicho que en el cielo no cobran impuestos. Los que no llegan a la gloria por la fe. Quieren llegar por la ingeniería.
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