¡La alucinada de “Vega Palmarito”!…

Written by Libre Online

16 de diciembre de 2025

¡Al darse cuenta de su 

monstruoso sacrilegio, ella misma se arrancó los ojos!… (Final)

Sin dejarme seguir, Abelardo León Miranda, rechaza la tregua con un gesto enérgico:

-¡No! ¡Prefiero seguir y terminar este romance de ciego! Las desventuras no me han doblegado jamás y no iba a dejarme ahora vencer, que por mi libre voluntad me he prestado al relato… Sea usted el depositario de mi destino infeliz, que desde muy lejos llegó para saber por boca de la propia víctima la horrible verdad, mucho más desesperanzadora y agobiante que la leyenda lanzada por gentes sin respeto al dolor ajeno…

Hay una pequeña pausa. Vales contempla la estampa peregrina del viejo vendedor, cruzado de brazos después de agotar todas las placas de su cartera, mientras Bebo Alonso sigue rodando con su tomavistas que capta todos los ángulos estilizados del ciego del bohío de “Pancho Pérez” … El reportero alucinado, prendido el pensamiento y la voluntad en el horrendo cañamazo de esta tragedia, apenas respira clavado en un sillón desde hace cuatro horas … No se quiebra el encanto brujo del relato que el ciego reanuda con una afirmación que nos hunde de nuevo en el laboratorio del desconcierto:

-¡Realmente, pensando sereno en este problema mío, es muy difícil encontrar una criatura más desdichada e infeliz que yo!… Hay seres, en quien la desventura se ceba un tiempo determinado y luego florece la tranquilidad… En mí, el destino ha sido implacable. Todo han sido zarpazos, crueldades que me han azotado hasta en los años en que todas las criaturas tienen derecho a reír… A mí me fue negada esta prerrogativa… Estaba maldito…

-¡Me quedé ciego envuelto en las torturantes tinieblas del espíritu y de la carne y tuve que hacer infinitos esfuerzos para no perder la fe ante tanto dolor que yo no me merecía. No miento ni exagero, si aseguro a ustedes  que mi más hondo martirio, no comenzó cuando me arrancaron los ojos. Se inició con vértigos de locura obsesionante el día que llegué a mi casa de regreso del Hospital y supe con infinito terror que mi santa madre, también estaba ciega… Me encerré en la propia soledad de mis pupilas vacías … Caminaba solo por los campos, por el huerto, me pasaba las horas tirado en la ribera sintiendo a mis pies el rumor callado de las aguas del río deslizándose en su eterno correr, lacerada el alma y apesadumbrado el corazón por aquel misterio que todos me ocultaban piadosamente y yo aterrado no me atrevía a preguntar… Así pasaron los meses… La vida en mí casa, había recobrado el ritmo de otros tiempos… Había cristiana conformidad, ya que la alegría se apartaba horrorizada de los campos de ensueño, de las paredes esbeltas del bohío de “Pancho Pérez” … Trabajaba mi padre con más fervor, comenzaban a ayudarlo los hermanos pequeños a sobrellevar aquella cruz de nuestra tragedia… Con ese finísimo instinto que la naturaleza despierta en los que dejaron de ver, sentía el paso incierto de mi Vieja, llegar de madrugada hasta mi lecho y acariciar temblorosa mi cabeza, mi cuerpo, ya sin el brío de antaño, para sollozar sin consuelo, mientras sus labios repetían sin cesar:

-¡Señor, Dios misericordioso, perdóname este crimen que cometí enloquecida!…

-Mi tormento era mayor, porque me daba cuenta de que mi madre, huía aterrorizada de mi lado, cuando me tropezaba con ella y me colgaba a su cuello sintiendo la angustia de su propia desventura, rompía a llorar y me atormentaba con su eterna queja:

-Hijo, hijo de mis entrañas, cómo he sembrado el dolor en tu vida!…

Un día, para tormento eterno e inolvidable que me ha acompañado a lo largo de tres cuartos de siglo, supe todo lo ocurrido en aquel Jueves Santo de 1874… Me lo relató un viejo guajiro que llegó hasta mi casa atraído por los gritos espantosos que daba mí madre…

-¡Pobre Magdalena!… Aún la veo en el centro de la sala, con la cara del color de la muerte, saltándosele los ojos, desgarradas las ropas y gritando como si el mismo demonio la poseyera, embarrándose de sangre, que clavados en los dedos agarrotados y retorcidos como puñales tenía aún los despojos que te había arrancado hasta vaciarte las cuencas y sumirte en la ceguera… 

Se abalanzaron los hombres sobre ella, huyeron dando gritos desgarradores las mujeres, se ocultaban bajo los muebles tus pobres hermanos, aullaban los perros venteando la desgracia y de improviso las campanas de la iglesia tocaron a arrebato… 

Cientos de vecinos se precipitaron por todos los caminos y veredas hasta el bohío de “Pancho Pérez”… Corrió a tiempo la Guardia Civil, impidiendo que tu madre fuera víctima del furor de aquellas gentes espantadas por el sacrilegio cometido… 

Guardias y vecinos lograron dominar a tu madre y en su propia cama quedó tendida en medio de horribles convulsiones, profiriendo alaridos, riéndose con gestos y ademanes que sembraban el terror en los vecinos… Hubo que atarla de pies y manos a los barrotes de la cama para que no se deshiciera la cabeza… Hablaba sin tino, profería blasfemias, y te llamaba sin cesar, pidiendo tus ojos… La indignación de las gentes, ante aquel espectáculo espantoso se convirtió en piedad para la pobre madre que se había vuelto loca… 

Acudió la Justicia y también ésta, se convenció de que allí no había maldad ni delito que castigar… Todo había sido realizado en un momento de espantosa locura… El propio Juez acordó con tu padre y tus tíos que quedara en la casa hasta que pudiera ser trasladada al Manicomio… Dos guardias civiles fueron colocados junto a la cama para vigilarla… Muchas horas duró su delirio. 

Cantaba, reía y gritaba sin descanso… La rociaron con agua bendita para sacar aquel demonio de la locura de su pobre cuerpo. Estaban las mujeres alrededor de su lecho para apartar de la casa, tanta desventura… Así transcurrió la noche y amaneció el Viernes Santo… Se relevaron las guardias, vinieron nuevas mujeres para continuar los rezos y otra vez se roció la cama de agua bendita para espantar los malos espíritus, que tanto mal habían descargado sobre vuestra casa… A la salida de la tarde, una mujer salió a dar la buena nueva a los amigos parientes y vecinos que en la sala acompañaban a tu padre, destrozado por la catástrofe:

-¡Ya no tiene los demonios en el cuerpo!

-Ahora se ha quedado muy tranquila -aseguró otra mujer…

-¡Parece como si hubiera despertado de un mal sueño… ¡Nos ha mirado tranquila y ha dejado de gritar! -corroboró segura una tercera que salía de la alcoba…

-¡Pedro, entra tú, porque Magdalena quiere verte!- reclamó alguien…

Corrió tu padre a la alcoba. No mentían ni exageraban las mujeres. Magdalena serenó el semblante, dolorida la voz, suplicó a Pedro León:

-¡Por caridad, Viejo, záfame esta sábana que me destroza las manos… ¡Estoy rendida!

Tu padre consultó con los guardias que no se movían de la alcoba. Estos, seres humanos al fin, compadecidos de la angustia del desdichado Pedro accedieron a que se le soltaran las manos a la infeliz mujer. Se le quitó la sábana. Respiró afanosa y luego con voz serena, sin un temblor hizo una nueva súplica, esta vez a los Guardias Rurales.

Echarme la sábana por la cabeza que todo me da vueltas… Me muero de fatiga y así acaso me puedo dormir…

Los guardias no vieron inconveniente en acceder al ruego de Magdalena Miranda. La taparon con la sábana. Quedó oculta como una muerta viva… Así transcurrió una hora… Comentaban los vecinos en la sala aquel cambio, venturoso entre tanta desgracia. Se esperanzaba tu padre de que recuperara la razón y que no cayera sobre la casa otra nueva catástrofe, cuando surgió en la puerta empavorecido, tartamudeando de espanto uno de los guardias:

¡Pedro, a escape, corre a buscar al médico’… ¡Ha sido espantoso! …

Un vecino corrió en busca del médico. Tu padre y otros parientes se lanzaron hacia la alcoba… El cuadro los hizo prorrumpir en aullidos de angustia… Sobre la cama, tu madre estaba sin conocimiento enterrada en un charco de sangre… En sus dedos agarrotados sostenía aún tintos palpitantes, sus propios ojos… De las cuencas sobre su cara amarilla brotaban dos monstruosos caños de sangre… La infeliz Magdalena acaso en un momento de lucidez, dándose cuenta de su horrendo sacrilegio, exasperada por la angustia se había arrancado los ojos, para no verte más sumido en la ceguera que ella había provocado con su enloquecida superstición.

No quise oír más… Hui de aquel lugar donde el viejo guajiro me acababa de desgraciar para toda la vida… Penetré como una tromba en el bohío, gritando enfebrecido por una pena -infinita:

-¡Madre, madrecita infeliz, la más santa de las mujeres!…

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