¡Al darse cuenta de su monstruoso sacrilegio, ella misma se arrancó los ojos!… (II)
Por José Quilez Vicente (1944)
¡El horrendo pago de
una locura!…
Desde aquel día en que la fatalidad me dejó ciego, jamás ni con el pensamiento he tratado de inquirir por qué la vida me había maltratado tan cruel y amargamente… Nunca supuse que mi santa madre había cegado mis ojos por maldad. En su corazón siempre rebosante de ternura para todos nosotros no podía, no se anidó jamás un mal pensamiento… Nos adoraba hasta el sacrificio. Nos consagró su juventud y todas sus energías. No sosegaba cuando estábamos lejos del bohío y se pasaba las noches en claro, pegada al borde de nuestra cama, apenas sentíamos la menor indisposición…
Aquella tragedia de que me había hecho a mí víctima, era producto indudablemente de una locura que le cegó los sentidos y desbarató su cabeza, llevándola a perpetrar una acción que horrorizó en aquellos tiempos a toda la comarca… ¡Las alucinaciones del espiritismo que ella había descubierto en casa del millonario señor José Fernández, la impulsaron al sacrílego desmán!… ¡Se volvió loca mi santa Vieja y llevó el dolor y la desgracia para siempre a todos los suyos que tanto quería! …
Un día, después de más de dos meses de estancia en el Hospital, regresé al bohío de “Pancho Pérez”… Me condujo al través de las calles de San Juan y Martínez aquel venerable doctor Suárez, que fue la providencia de mi vida… Me atendió mientras estuve en el hospital y después al correr de los años, su mano generosa me ayudó a caminar, ya que no satisfecho, tranquilo por este mundo que había comenzado a maltratarme desde mi infancia…
Luego lo supe. Mi presencia en el pueblo, apoyado del caritativo médico, constituyó un acontecimiento. Para ocultar mi terrible ceguera llevaba unos espejuelos negros… Salían las mujeres a las puertas persignándose a mi paso. Me seguían los muchachos que hasta poco antes habían sido mis compañeros de juego en los arrabales. Parábanse los hombres al verme, fruncido el ceño, angustiado el gesto, lívido el rostro… ¡Qué comentarios hacían unos y otros al contemplar mi juventud rota por, la más cruel de las desgracias!… La torpeza primeriza de mi ceguera me hacía ir dando traspiés como si estuviera borracho… Hubiera querido también ser sordo además de ciego. La furia popular al sentirme inútil para siempre levantaba oleadas de maldiciones y de insultos que me laceraban el alma…
-¡Apúrese, doctor, apúrese, que me siento morir!… -grité al señor Suárez.
-¿Pero por qué esas prisas, muchacho?
-¿Pero oye usted lo que dicen…? ¿No comprenden que al fin y al cabo soy su hijo?… ¿No se dan cuenta de que no hubo maldad en mi desventura, que todo fue producto de una locura? insistí llorando con amargura…
-¡Me explico tu dolor hijo mío, pero estas gentes sienten aun sobre su sensibilidad el terrible sacrilegio y al rugir de indignación no se pueden dar cuenta de que te están martirizando… ¡Es un homenaje a tu desgracia! -me advirtió caritativo y dulce el doctor Suárez…
Los perros del bohío de “Pancho Pérez” ladrando jubilosos en el sendero de la finca, anunciaron a mis parientes el retorno mío. Corrieron a recibirme los hermanos, el Viejo, los tíos, los vecinos y amigos que abandonaban las huertas y corralizas para abrazarme… Un bosque de brazos queridos me estrujó durante varios minutos… Sobre mi corazón, había una losa de plomo que no me dejaba respirar… Apoyé mi cabeza aún débil, sobre el pecho del padre y rompí a llorar con infinito dolor, con una zozobra asfixiante, con un terror que hacía temblar todo mi cuerpo:
-¡Padre, padre, yo me quiero morir!… -¿Dónde está la Vieja, que no corre a recibirme, a abrazarme?… ¿Qué le ha pasado a mi madre?… ¿Qué habéis hecho con ella…?
Se hizo un silencio mortal a mi alrededor… Cesaron en el acto las frases amigas, los gritos llamándome, se aflojaron los brazos que me estrujaban y las manos que me acariciaban…
Me sobresalté ante aquel mutismo de todos. Frenético me agarré a mi padre y comencé a zarandearlo olvidándome del respeto que siempre le tuve:
Padre… ¿qué ha sido de la Vieja? … ¿Dónde está que no viene?… ¿Quién la ha maltratado?… ¿Por qué has tolerado tú, que alguien le haga daño? …
-¡Habla Pedro, cuéntale al muchacho lo que ocurrió, que va si no a reventar del disgusto! -intervino tembloroso mi tío Juan.
¡Derecho tiene a saberlo, que al fin y a la postre de su madre se trata! -advirtió sollozando mi primo Antonio Miranda…
-Pero ¿qué es lo que me callas padre?.. – ¡Habla por caridad!!… ¿No ves que me estoy muriendo de angustia? -grité enloquecido…
-¡Tranquilízate hijito, no me martirices tú, ahora que ya te veo volver a la casa!… Tu madre sufrió un accidente… Ya está casi bien, pero… ¡Se ha quedado ciega! …
Sentí como un latigazo en las entrañas… ¡Ciega ella también!… No me detuve a saber más. -Aparté a manotazos a los que me cerraban el paso y guiado por la luz divina de mi propio dolor, sin dar un traspiés, corrí por el sendero, traspuse la cerca, escalé el porche y me precipité al interior del bohío, recto hacia la alcoba:
-¡Madre, madre mía!… ¿quién te hizo ciega?… ¿Dónde estás?
-¡Abelardo, mi hijito querido, aquí está tu Vieja, que ya no tiene ojos ni para llorar la locura que cometió contigo! – exclamó mi madre, convaleciente aún en su lecho, recogiéndome entre sus brazos… En ellos llorando sin tino estuve no se cuantas horas…
-Ciega mi madre … ¡En tinieblas como yo! … Me aparté del lecho y tanteando las paredes huí hasta el corral… Me senté sobre una piedra, escondí la cabeza entre las manos y comencé a preguntarme a mí mismo… ¿Pero ¿quién ha cegado a mi Vieja infeliz?… ¿A que martirio le han sometido para atormentarla con tal desventura? …
Y repiqueteándome los sentidos, destrozándome el corazón, oí a mi madre gritar desde la cama:
-¡Hijo, mi Abelardo, qué desgraciado te he hecho… ¡Ya no te veré más! …
Los perros del bohío se habían tendido a mis pies y me lamían las manos dando gruñidos de satisfacción-. En la cocina, el Dr Suárez contenía a mi padre, a los hermanos:
-¡No molestarle ahora! Dejadlo tranquilo. Que se desahogue, que llore y grite si quiere… ¡Es mucha su desgracia y sólo la soledad podrá mitigar esa pena que lo trastorna! …
¡Tenía razón, porque yo entonces, era hondamente infeliz!…
Calla Abelardo León Miranda, destroncada su entereza por los tenebrosos recuerdos que ha ido engarzando en el relato siniestro que nos hace temblar en el silencio de este crepúsculo asfixiante. El pobre viejo, demudado el semblante, cubierta la frente por un sudor helado, los labios contraídos por un rictus de honda amargura, se revuelve poseído por una inquietud dolorosa y sus manos afiladas y transparentes se retuercen pergeñando una sinfonía de huesos aterrorizados.
¡La superstición que siguió galopando! …
Cae la tarde mansa y callada sintiendo el terror de esta historia de incomprensible superstición, más dramática, de perfiles más espeluznantes en la voz opaca y sombría fiel infeliz vendedor de lotería, sombra fantasmal, testigo desolado del lance más terrífico perpetrado por el fanatismo de un cerebro sugestionado por la brujería… La casona humilde de Abelardo León Miranda hunde en las sombras de esta noche tradicional de S. Juan, como si tratara de ocultar al angustioso parleo de “El niño de los ojos azules” que va escalando entre martirios infinitos el acantilado cruel de su vida truncada por un guiño monstruoso del destino…
De repente Abelardo, se endereza sobre su asiento, oculta su emoción trae el suave terciopelo de una melancolía franciscana bañada de renunciaciones y con matemática precisión pone uno de los sarmientos de sus manos sobre mi hombro y golpeando dulcemente, exclama:
-¿Verdad, caballero, que jamás oyó usted una historia tan cruel?…
-Ciertamente, así es; cruel y desoladora! -contestó agarrotada la voz por una amargura infinita…
-Y, sin embargo, yo que jamás relaté a nadie este rosario infeliz, siento ahora un descanso en el alma, como si hubiera librado a mi corazón de una carga de sinsabores que me han atormentado desde aquel funesto Jueves Santo de 1874… ¡Nadie sabe lo que significan estas horribles confidencias, cuando se hacen a criaturas que saben oír y compadecer al que las llevó sobre los hombros, incomprendidas a través de tantos años!…
-¡Si usted quiere, podemos descansar hasta mañana! -indico apesadumbrado, sintiendo gravitar sobre mi egoísmo todas las torturas del infeliz anciano…
(Continuará la semana próxima)







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