¡Al darse cuenta de su monstruoso sacrilegio, ella misma se arrancó los ojos!… (I)
Por José Quilez Vicente (1944)
Por una vez y sin que sirva de precedente, hagamos un alto en el camino para rechazar con toda cortesanía esos tardíos aspavientos, con que algunos espíritus mojigatos – ¡muy pocos por fortuna! – han acogido este amargo y alucinante reportaje del niño a quien su madre arrancó los ojos enloquecida por la superstición que unas prácticas de absurdo espiritismo transformaron su cerebro primitivo impulsándola a perpetrar tan monstruoso sacrilegio…
¡No es con la complicidad del silencio de todos, como habrá de extirparse esta horrenda inclinación a la brujería! La más cruel realidad nos ha demostrado que el progreso de los tiempos porque atravesamos no reza para nada en la cerril psicología enfermiza y supersticiosa de millares de criaturas que siguen rindiendo culto y acatamiento a las bárbaras recetas de los curanderos y a las ladinas y solapadas encomiendas de espiritistas sin conciencia que buscan en la estulticia ajena el manantial inagotable para su codicia…
Ya sabemos que estos tenebrosos dramas de la santería, donde se confunden y se revuelcan en repulsivo maridaje las más abyectas apetencias y los más desatentados vicios, son repelentes, hediondos, crueles y corrosivo. Pero, silenciándolos, ocultando toda su impiedad bajo el celestinesco manto de un fingido respeto a la comunidad, no se acabará nunca con estos aquelarres de sangre y de infamias que son un baldón de ignominia en este siglo.
Será, -no lo dudo- muy cómodo para aquellos espíritus ególatras que no piensan más que en el sereno equilibrio de sus nervios y en la tranquila marcha de sus digestiones, pero muy poco caritativo y cristiano, porque los que estamos al margen de la superstición tenemos la obligación de llevar la luz de la verdad a los que se asfixian en la sima tenebrosa del fetichismo…
Hay que pregonar a los cuatros vientos todas estas salvajadas, difundirlas por la letra de molde, a través de las ondas, plasmarlas con los perfiles más trágicos en el celuloide, para despertar las conciencias aletargadas de los que sólo sienten el horror al escándalo y no quieren que la pesadilla que tan fácil es de remediar perturbe el sueño de los que sólo saben protestar…” -“Todo eso es producto de la incultura y de la ignorancia!”, afirman los que se encrespan con el reportero.
De acuerdo, pero ¿no sería más humano que en vez de rechazar nuestro humilde esfuerzo, emplearan todas esas energías en reclamar a las autoridades una labor de profilaxis social, una campaña educadora a través de esos medios rurales donde las gentes rechazan al médico y obedecen con ceguedad desesperanzadora las prédicas ignominiosas del curandero? … ¡Menos aspavientos que huelen a insinceridad ante estos dramas horripilantes, crueles, descarnados y sangrientos y reclámese ese saneamiento que sólo encrespándose en una santa indignación logrará despertar la apatía y desterrar el pesimismo en las esferas oficiales que son las llamadas a poner fin a tan inquietante epidemia de impiedades y salvajismos…
Y mientras individual y colectivamente esperamos la reclamación de tales medidas, nosotros que nos sentimos abochornados de estas cofradías de torturados por el fanatismo y la superstición, flor de todos los climas y patrimonio de todas las razas y pueblos, no cejaremos en nuestra labor a despecho de los que para combatirnos apelan incluso a la injuria y a la falsedad…
Para ese otro núcleo de espíritus comprensivos y serenos que nos amparan con su adhesión y sus elogios nuestra gratitud desnuda de vanidades, que aquí no caben, porque tenemos el firmísimo convencimiento de que no hacemos otra cosa, que cumplir con el más elemental de los deberes sociales.
¡Las tinieblas del sacrilegio!…
Las últimas frases que son como un rosario de sangre que va brotando entre temblores de angustia de los labios blancuzcos de este infeliz Abelardo León Miranda, enfebrecido ante el recuerdo de aquel siniestro Jueves Santo de 1874, en que las manos blancas y suaves de la madre adorada se agarrotaron en un sacrílego atraco sobre sus ojos hondos y maravillosos para sepultarlo en el desierto de la ceguera, restallan como látigos de cinco colas sobre nuestra sensibilidad desbaratando creencias y agotando la fe, único patrimonio de los que vamos por, el mundo confiando en la bondad ajena…
Este venerable viejo de estilizada figura y perfil de peregrino fantasmal ha callado unos instantes para que sintamos todo el amargo ácibar de su trágica desventura… Ha ocultado entre sus manos retorcidas como sarmientos centenarios las torturantes oquedades de sus pupilas arrebatadas a la luz del sol bendita y por aquellas rojizas ventanas muertas de donde huyeron sus ojos, entre cataratas de sangre, se deslizan calladas y mansas unas lágrimas que abrasan las hondas arrugas de su rostro curtido por el viento de todos los caminos…
Pero la hombría recia del anciano se revuelve arisca queriendo salvarse de la poza infecta de un posible rencor que él siempre apartó a manotazos de su corazón, reacciona en un sobrehumano esfuerzo para serenar su atormentada carne y poco a poco, con lentitud, pero firme y dominador, su cara se hunde en una plácida tranquilidad, cesa el temblor en sus manos y una sonrisa de beatitud va desgranando sobre sus labios, a los que vuelve el color de la vida… En el cuarto humilde y callado hay un silencio de camposanto que sólo profana el ruido sordo y uniforme del tomavistas de Bebo Alonso que va captando la mueca antes entenebrecida del desventurado vendedor de lotería…
Alza su diestra Abelardo como si tratara de coger el hilo impalpable de su horrendo relato y exclama:
-¡Sentí en todo mi cuerpo un dolor tan espantoso que creí morir… Parecía que, al arrancarme los ojos, tras éstos se había vaciado también mi pobre cabeza!… Doblado sobre las débiles piernas, caía de rodillas clamando por mis ojos que la fatalidad me había robado… Perdí el sentido de la distancia y como si fuera desde muy lejos, oía el clamor de las gentes congregadas en la sala de mi casa…
Gritaban angustiadas las mujeres, blasfemaban los hombres, lloraban mis pequeños hermanos contemplándome espantados tendido sobre el suelo, ensangrentada la cara, temblorosas las carnes vestidas de lívidos verdores…
Aullaban los perros en la corraliza, volteaban las campanas de la iglesia atemorizadas por aquel sacrilegio en el día santo y trepidante, posesa por una alucinación del otro mundo, dominando las voces de todos, oía a mi madre repetir entre gritos estridentes, -¡Abelardo hijo mío, ven, dame tus ojos, tus ojos, dámelos! Y sus palabras se fueron alejando lentamente entre chillidos y lloros… ¡Perdí la noción de la vida, traspasada mi pobre carne por el más infinito sufrimiento…
¡Ciego para siempre!
Nunca supe, ni quise averiguarlo -reanuda su relato el anciano Abelardo León Miranda- cuanto tiempo estuve, sin noción de lo que era vivir… ¡Acaso hubiera sido más humano que Dios cortara el hilo de mi existencia que había de discurrir en una perpetua obscuridad…! Pero los designios de la Providencia fueron otros y al recobrar, no sé cuando el conocimiento, estaba en una cama del hospital, vendados mis pobres huecos donde yo había tenido unos ojos llenos de vida de juventud.. Una mano cristiana me acarició la cara escuálida y me consoló serena:
-Duerme Abelardo, tranquilízate y piensa que siempre fuiste ciego y que tus ojos desaparecieron en el torbellino de una locura que todos sentimos como dentellada en las entrañas…
Obedecí sin protestas ni rencores y me dormí con la quietud de una conciencia que desde aquellos años juveniles, nunca se vio atormentada por la desesperación de lo que yo acepté como un designio que mi conformidad transformaba en tributo a un pecado que yo no había cometido, pero que pagaba sin regateos a costa de mí propia vida…
¡Quedé ciego para siempre!.. Estuve muchos días en el Hospital… Hasta mi lecho de convaleciente llegaban todas las tardes, parientes, amigos de la infancia, mis hermanos, mi padre… A todos los conocía por la manera de caminar… Me alentaban a tener tranquilidad me colmaban de juguetes que yo no podía contemplar de golosinas que me agradaban, pero que era incapaz de saborear atenazado por aquella obscuridad a la que a duras penas iba acostumbrándome… En mi pobre cabeza flotaban aún mil angustias físicas, pero un día angustiado pregunté a mi padre:
-¡Oye, Viejo! ¿Dónde está mamá, que no viene a verme?… Todos habéis venido desde que estoy aquí y ella aun no la he sentido hablar… ¿Qué le ocurre…?
Sentí temblar a mi padre y sus manos heladas acariciar mi cara… Guardó silencio un largo rato y por fin, repuso:
-¡Ya vendrá; hijo mío, ya vendrá…! Desde que ocurrió lo que todos lamentamos, ha estado muy enferma y hubo que llevarla hasta Pinar del Río, para que la curaran los médicos y la interrogara la Justicia… Ha estado mucho tiempo como loca… Así le dijeron los jueces… los jueces… Pero pronto estará a tu lado, cuando esté completamente restablecida… ¡Ella también ha sufrido muchísimo, hijo mío! …
-Callé angustiado por estas noticias. No tenía ánimos para insistir en que me fueran aclaradas. Tenía un santo terror a saber más de lo que mi padre me decía y sospechaba que tras aquellos consuelos del Viejo mío, había un secreto monstruoso terrible, bárbaro que había de enloquecerme de pena cuando lo supiera…
El ser ciego para siempre era ya en mí una extraña conformidad… Pero aquel misterio que encerraban las palabras temblorosas de mi padre me torturaba sin piedad… ¡Parecía como si mi instinto me anunciara toda la horrenda desventura de que más tarde me enteré! … Cuando lo supe me consideré la criatura más desdichada del mundo… Sentí como un hondo remordimiento por haber sido la causa inocente de la desdicha de aquella familia que, hasta el Jueves Santo de 1874, había sido feliz! . . .
(Continuará la próxima semana)







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