Por J. A. Albertini
Los recuerdos no pueblan nuestra soledad, como
suele decirse, al contrario la hacen más profunda.
Gustavo Flaubert.
Conozco la obra del prolífero creador cubano José Abreu Felippe. Poesía, cuento, novela, teatro, ensayo, charlas y lecturas jalonan la existencia creativa de este hombre de mirada melancólica que avizora en lontananza y cuyos textos, con adjetivación precisa, hablan de seres que, intuitivamente, saben que el placer no es más que el revés del dolor y que en los intersticios del pasado puede anidar lo desconocido.
Por esa y otras razones, cada vez que tropiezo con sus narraciones, encuentro que personajes y coyunturas, están delineados con tea que destila resina de origen. Su pluma, inconforme, rompe patrones y proyecta, en amasijo eterno, el círculo ineludible, repetitivo y siempre sorprendente, del instante en que cada cual, persona o generación, toma y consume, con rastro distintivo, el aliento asignado que, de manera certera, mezcla, diluye y enriquece, ininterrumpidamente, el caudal de lo que fue, es y seguirá siendo, a pesar de contingencias repentinas.
“Cuentos idos” libro, reciente de Abreu Felippe, que agrupa once historias, destapa el ingenio del lector, capaz de cavilar que varios de estos relatos están escritos con tinta reminiscente que va más allá de la llamada memoria autobiográfica.
“Cándido” abre el volumen con la muchacha que, en sus horas de reposo, dice ser visitada, para inquietud del padre, por una entidad que la observa y no agrede. Y noche tras noche luego de calmar los temores paternos, ligera de ropa, se tiende en el lecho. Sonríe, entreabre las piernas y le dice a lo ignoto: “Ven, ya puedes venir”.
“Aquí esa gelatina, más bien cálida, especie de plasma primigenio, qué sé yo, te envolvía como una manta…”. En el aparente enrevesado y alucinante cuento: “Verde o azul claro”, todo se circunscribe a vientre gestor: “No sé qué va a pasar ahora, pero por ver a mi madre una vez más y oírla cantar, valió la pena haber vivido hasta aquí”.
“Mi madre siempre estaba rozagante, oliendo a fresco, a limpio, a aguas de violeta… ah eso sí, con el radio a toda voz… Vicentico Valdés y los aretes que le faltan a la luna”. “Mi madre es una santa”, el niño recuerda; juega con soldaditos de plomo y una vaquera roja que se templaba a todo un regimiento. “Cosas de muchachos”.
Y, también, cosas de cuentos que mantienen vigencia porque “La ventana” y el espejo conservan la estampa traslúcida de la anciana desarraigada que gustaba, para dormir, enchumbarse en agua de jazmín: “Verde que fluye contra el olvido…” “La espera para ella había terminado” Y el hijo: “Antes de salir cierra la ventana”.
En “Confesión” el hombre, golpeado por la hipócrita moral social y abusado sentimentalmente, asesina al extorsionador y luego, aún tibio el cuerpo del aprovechado, corre a un confesionario. Lo dice todo, descarga su tormento. “Con la ayuda de Dios todo se puede”, el sacerdote repite la sarta de palabras consoladoras pronunciadas por siglos. El confesante no ha vivido por siglos. Tiene una sola y maltratada existencia. El cura le pone penitencia y él “pensó en lo poco que valía la vida, diez padrenuestros y diez avemarías”. “Después sacó la pistola y…”.
Llegaron al pueblo de nombre impronunciable. Eran cuatro y por caprichos de Abreu Felippe la trama se nombra: “El cuarteto de Brandeburgo”. Por una de las cuatro puertas de la alemana ciudad medieval de historia convulsa habían salido, por separado, dos parejas de viandantes hasta llegar al pueblo de nombre impronunciable. Ahora el azul viscoso los cerca y hasta se puede respirar. Liam y Ethan están desnudos. Sus cuerpos se difuminan en arcano añil sutil. Bailan entrelazando kabuki y butoh, danzas japonesas de oscuridad erótica y raíces incrustadas en el sueño del tiempo, porque “solo sobrevive el olvido”.
El relato “La dama de blanco” contradiciendo el título del libro, demuestra y afianza que para José Abreu Felippe nada se ha ido. Quizá, contra su voluntad, el pasado de madre que coloca nacimiento y guirnaldas en espera de los modestos Reyes Magos y padre que en los atardeceres lee el periódico, está incólume. Como permanece la imagen de la abuela que murió tomando café. “La dama de blanco”, la que de niño poblaba sus duermevelas no se ha ido; es parte del fabulista. Imposible dejar de dormir en el catre infantil de tibieza hogareña.
La historia “El Intruso”, respira tensión. Presente de miedo e incomunicación, donde la aparición de un desamparado que llama a la puerta y pide permiso para pasar al baño deja en el lector olor a desconcierto Sabor a noche inconclusa, carente de la seguridad de lo ya acontecido. Temor al futuro inmediato.
El dedo de la que “Habanera fue” envuelto en algodón, bien ajustado, y empapado en azul de metileno. El niño temeroso abre la boca. El algodón raspa y arranca las placas. “Y me decía déjame mirar”. “Cuando me soltaba satisfecha yo salía corriendo para el patio a escupir y escupir”. “Papá en el patio tenía una jaula espaciosa”. “Eran seis gallinas que ponían huevos y un gallo”. “Me acuerdo de mamá embarazada, de mi hermana Adela y del eclipse”. “Mi padre le dijo que no lo viera porque la criatura podía nacer con una mancha”. “Mi madre se volvía loca con las chirimoyas”. “Le encantaba hacer champola”. Remembranzas almacenadas, incluyendo a los perros de nombre Campeón, llenan espacio y paredes de “En la casita”. Relato con ecos de desvelo empecinado.
Insomnio terco que se asienta al pie de la tumba que dio el ser y hoy exuda “Orfandad” que atropella el resuello y destapa reflexión: “Nada perjudica más la salud que vivir” y comprender que “la realidad es que lo que se va, se va…”, el personaje considera y el lector, acorralado en la quietud atemporal del camposanto, también sabe de: “la bata de casa que todavía tenía su olor” y que ha llegado la hora de irse. Sin embargo, “no me moví”. “Ella ya no estaba”. Nadie, en circunstancias semejantes, desea moverse. Aguardemos a que el sol y la brisa cementerial la haga imagen de amor.
Con la muerte física que no se desprende de la idea de permanencia, no siempre deseada, el hombre yace en el piso. Ya no tiene dolor de pecho. Su perra tiembla. Los paramédicos lo sacan de la casa. “Mi madre muerta estaba ahí y se fue con ellos”. “A lo mejor no me levanto más”. No obstante, a pesar de que “Yo ya me voy”, es la historia que cierra este volumen. El sabor, enfatizo, de que nada se ha ido o se irá se hace certeza en la noria que repite y repite el agua de la vida.
Existencia que para José Abreu Felippe cabalga a lomo de caballos apocalípticos y encuentra paliativo amoroso en la escritura, su pluma, que anima un pedazo de losa o ladrillo del hogar que fue y persiste, como refugio de memoria tibia y leche materna que sacia, calma y retrasa el olvido.
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