IMÁGENES DE LO VIEJO CUBANO

Written by Libre Online

6 de abril de 2022

Por Jorge Mañach (1950)

Mi distinguida amiga: Mucho le estoy agradeciendo que me instara usted a visitar esa exposición de “La Pintura Colonial en Cuba”, instalada por estos días en el Salón de los Pasos Perdidos del Capitolio. Lo hice el sábado por la tarde, a la hora en que cundían allá fuera, en el Prado, los joviales estruendos del Carnaval. Sentí mucho no hallarla allí a usted para que, con su fino saber de esas cosas viejas cubanas y su erudicción de arte y artesanía, con su sensibilidad de criollísima, me hubiese usted ilustrado sobre los más curiosos aspectos de esa

resurrección, que a usted  en tanta parte se debe –a usted y a los demás delegados gestores de la Corporación Nacional de Turismo, del Patronato Pro Museo Nacional y del Ministerio de Educación.

Como le digo, a la hora de mi visita el Carnaval estaba en todo su apogeo. Ya sabe usted que las glorietas mayores se hallan al pie mismo de la escalinata de la Casa de las Leyes; en este bendito país nuestro, lo más grave siempre tiende a confundirse con lo más frívolo. De allá abajo subían pues las serpentinas de los chillidos, como disparadas contra la monumental estatua misma de la República, que preside el gran

brillante reaparecido. No pude menos, por cierto, que recordar esa misteriosa peripecia del grausato, y hasta asociarla un poco con todo lo que allí se exponía, que era también un mundo de viejas cosas preciadas vueltas a encontrar: un mundo de reaparecidos. Pero mi reflexión más tenaz aunque no muy voluntaria, era sobre el contraste entre aquellas imágenes de dentro, tan solemnes y raigales casi todas, y las máscaras de fuera, tan estruendosas y flotantes en sus camiones forrados de papel; entre los testimonios de nuestra continuidad histórica y aquella levedad, aquella frivolidad.

¡Qué gran cosa sería –me decía yo a mi mismo– si pudiéramos hacer que todos los cubanos frívolos que en La Habana viven, o que a La Habana vienen, fuesen siquiera una vez a esa exposición en el Salón de los Pasos Perdidos! Gran cosa, pero, desde luego, casi inevitable, pues por algo la frivolidad. Si fuesen capaces de interesarse realmente por ir a ver esa exposición de criollas vejeces, no serían frívolos. Y conste, amiga mía, que con esto no me estoy refiriendo mayormente al pueblo. Precisamente las personas que allí estaban aquella tarde mirando la exposición, prefiriéndola al espectáculo divertido de carnestolendas, eran, en su mayor parte, gente muy sencilla y humilde. En cambio nuestra amiga Fellita de Montalvo –que me  atendió muy gentilmente en ausencia suya– apuntaba, con un poco de melancolía, que casi no había visto desfilar por la Exposición a nadie de “la sociedad”; ni siquiera, presumo, a aquellas personas de cuyos antepasados se veían allí muy sugerentes efigies.

Y es –bien lo sabe usted– que la frivolidad no es sólo levedad: es más bien una falta de consistencia, de cohesión, de espiritual entereza. Para ver si estoy en lo cierto al afirmar esto, echo mano ahora a mi “mataburros”, que es un Barcia

venerable y enciclopédico; y, efectivamente hallo explicaciones que confirman mi definición, aunque al pronto me dejan consternados. Pues imagínese usted que, por lo visto, “frívolo” viene nada menos que de …¡Prío!… Perdone: le he puesto un cebo en su malicia, no es Prío con mayúscula, sino con “p” pequeña; es el prío griego, que significó, según Barcia, “aserrar”, “hacer pedazos”, del cual verbo salió el latín frío, machacar, pulverizar, y por ese camino, en la misma lengua, frívola, cosa que se decía de una colección de vasos rotos. Por eso en Física se dice que una cosa es “friable” cuando se desmenuza fácilmente, es decir cuando no tiene consistencia en su propio ser.

¿Ve usted ahora por qué no

andaba y descaminando al decir que esas gentes “de sociedad” ni siquiera se han enterado de que esta Exposción está en curso, son infinitamente más frívolas que aquellas otras, humildes y municipales, para que se sustrajeron al paseo del Carnaval para ir a desfilar con paciente curiosidad ante los dos centenares y medio de mapas, de grabados, de pinturas en que esta Exposición se exhiben? Es que el pueblo mal que bien, siente todavía sus raíces, se interesa por su pasado, tiene un sentido como instintivo de su continuidad en el tiempo, no se considera de visita en su propia tierra, sino consustanciado con ella, comprometido en el destino que de su propia entraña se ha ido modulando. Pero los otros, los que dicen mucho “all right” y toman mucho cocktail y sólo se resignan a Cuba por lo que tiene de ámbito productivo, nada saben ya, ni quieren saber, de nuestra historia, son gente dividida, con media alma, si no más, fuera de su propio armario.

Esto es grave Anita ¿no le parece a usted? Grave que no hayamos logrado formar en Cuba una clase superior, superior en su cultura y en su economía, que lo sea también en su conciencia, por la entereza cubana de su espíritu, por su capacidad para consustanciarse con nuestra historia y con nuestro destino.

Pero noto que me estoy poniendo demasiado grave. Y lo único que yo quería era decirle a usted lo mucho que yo gocé en esa exposición, las deleitosas sorpresas  que en ella me llevé. Porque uno cree conocer bastante bien su tierra y la historia de ella, y a cada paso descubre que somos bastante más complicados de lo que pensamos; que tenemos más intensidad de pasado, y más copioso rendimiento en él, de cuanta nuestra modestísima erudición alcanza.

Empecé a ver la Exposición  por los mapas antiguos de Cuba. ¡Qué divertida resulta la ignorancia que los primeros cartógrafos –holandeses, alemanes, franceses– tenían de nuestro curso físico. Se ve que la imaginación en aquellos tiempos en que América era todavía cosa de fábula, les jugaba las más caprichosas partidas, a espaldas de todo saber científico: nos atribuían formas de buñuelo geográfico, no tenían la menor idea de la elegante estilización que de nuestra isla había hecho la ya poderosa resaca del Golfo; esa especie de caimán dormido con que de muchachos nos gustaba representarnos. ¿Y qué me dice usted de aquellas pretensas estampas de La Habana primitiva, que a veces ponían a presidirla un faro casi bizantino, con un remate en forma de rábano? Sí, se ve que hasta fienes del Siglo XVIII no fuímos para el mundo más que una “expresión geográfica”, un puro bulto informe señalado a la codicia de bucaneros y piratas.

Pero no tardará mucho en venir la época romántica. Esta ya empezó a mentir con un poco más de delicadeza, con un poco más de poesía. No ví mapas de entonces en la Exposición; probablemente no los había, porque ya sabe usted que los románticos no tenían el espíritu científico y delimitador, sino más bien una querencia poética y de infinito. Lo que hay son estampas de paisajes cubanos, paisajes de la aldea que era entonces La Habana  de su “interior”, poderosamente tropical. Se nos veía a través de Chateaubriand y de Bernardino de Saint Pierre. Bajo los troncos retorcidos, bajo la cortina de las lianas, en los claros misteriosos de bosque sombrío, Pablo y Virginia hacían su idilio cubano. Pero aunque se sepa que todas esas versiones estaban bastante fabuladas, no desconocemos que la imaginación es a veces más fiel que la mirada misma en la representación de las cosas, y nos ponemos un poco tristes, al comparar aquel denso paisaje de floresta que antes teníamos, con estos campos de hoy, talados por la caña y la codicia.

Todas las evoluciones de la sensibilidad y de los criterios los vamos viendo repercutir en estas imágenes del Capitolio. Después de lo romántico, o casi a la par, vi a la Revolución Industrial con su propia mirada ya más afanosa de hechos, sobre todo de hechos útiles, explotables. Entonces lo que gustaban de representarse, los grabadores extranjeros, y hasta algunos acuarelistas que sabe Dios por qué nos visitan, era el puerto de La Habana, –aquel puerto de los años negreros, orillado de bastines, de murallas, de caserío menudo, sobre el cual se erguían el Convento de San Francisco y la Catedral; aquel litoral interno espinoso de muelles, con sus aguas quietas y sus bosquecillos de mástiles. Alguna vez, esa orilla marina de la aldea de San Cristóbal se nos presenta en primer término, con ejembra de marinero todavía vagantes piráticos y de carretilleros esforzados. Es la visión codiciada de la Factoría.

Una impresión como de dulce holgura trasciende de ésa y otras vistas semejantes– aunque no podemos olvidar que era tal vez la esclavitud la que producía, una esclavitud todavía mansa, regulada por ciertos ritmos patriarcales. De su fondo agrio y nostálgico, brotaban ya esas escenas de la fiesta callejera de los negros, que otro francés Federico Miable, habla de recoger con tan vívido detalle, y aquellas expansiones blancas de la valla de gallos, en que los esclavistas de levita y bomba se jugaban copiosamente las onzas fácilmente ganadas. Venía el oro de los ingenios primorosamente dibujados por su compatriota Eduardo Laplante y por un Leonardo Barañano que era ya del patio –los ingenios con sus chimeneas emplumadas, sus palmeras, sus carretas toscas y, un buen día, la pequeña locomotora cabezona que toda la familia hacendada salía de la casa de vivienda a contemplar amorosamente.

Ya por entonces Cuba había dado sus “primitivos”, al parecer más atentos a los santos y a los varones terrenales. Sorprende, Anita, la calidad irregular de su obra. José Nicolás de la Escalera, por ejemplo, es capaz de pintar místicos adefesios pero también ese “San José y el Niño”, en dos tiernas y sobrias versiones.

El espacio se me acaba, y ya veo que no me quedará bastante para hablarle de todas mis más o menos renovadas sorpresas; de ese Antonio Herrera Montalván, pintor excelente, cuyo “Bibliotecario” es una pieza de mucha fuerza.

Pero yo no quería hacer inventario ni crítica. Quería decirle solamente cuánto le he agradecido que me instara a no dejar de ver esta Exposición, cuyas imágenes son como un preventivo contra la frivolidad, por lo mucho que ayudan a tomar conciencia de lo raigal cubano.

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