F. Meluza Otero (1949)
Hizo exactamente 161 años que un escritor suizo tuvo la genial idea de fundar la más humanitaria institución creada hasta entonces. Se llamó aquel hombre Henri Dunant. Fue rico y toda su fortuna la puso al servicio de su obra. Sus libros estaban impregnados de amor y caridad para todos los hombres. Y ya en sus últimos años de su vida, empobrecido podía vivir gracias a una pensión de la emperatriz de Rusia.
Teniendo 73 años, obtuvo el premio Nobel, dedicado a la obra de la paz universal. Donde flote la bandera blanca cruzada de rojo, allí estará por los siglos de los siglos el espíritu del más esforzado paladín de la caridad humana: Henri Dunant.
Toda obra tiene su comienzo, todo comienzo su inspiración. El comienzo de la Cruz Roja Internacional fue la convención de Ginebra, del año 1863, que tuvo por objeto lograr auxilios para los militares heridos en campaña. La inspiración de aquel propósito fue la batalla de Solferino, donde las tropas de Napoleón III se enfrentaban furiosamente, con las del Emperador Francisco José.
Sobre aquella batalla, Dunat escribió un libro titulado: “Un recuerdo de Golferino”, que conmovió a Europa toda. Había podido comprobar que durante las doce horas que duró la batalla, y muchas que transcurrieron después bajo los efectos de una terrible tempestad, murieron más militares por falta de asistencia que por los efectos de las heridas. Y aquel espectáculo dantesco –sangre, viento, nieve, dolor y muerte– fue la chispa creadora de la más noble y dulce institución organizada por la humanidad.
¡Santa Cruz Roja! Inspiración divina, Paz, amor, alivio y caridad para el semejante.
¡Henri Dunant, bendito sea tu nombre!
LA PRIMERA REUNIÓN DE GINEBRA
Henri Dunant logró que diecisiete naciones de Europa se reunieran en Ginebra, en octubre de 1863, para estudiar la forma de remediar la deficiencia del servicio sanitario en los ejércitos, causa por la cual morían tantos heridos en campaña.
En aquella primera reunión fue acogida con interés y entusiasmo la idea de Dunant, quedando asegurado el principio de neutralidad para los asociados y heridos bajo su cuidado. Aquel mismo año, Francia y Prusia prestaron apoyo inmediato al proyecto del filántropo suizo y en diciembre se anunciaba su inmediata aprobación. Abierto el Protocolo de la Convención, casi todas las naciones civilizadas la adquirieron. Los gobiernos todos aceptaban y prometían cumplir el más humanitario convenio firmado hasta entonces.
La Orden hospitalaria y militar de San Juan de Jerusalén había servido de base. Con fervoroso deseo, España daba a conocer en julio de 1864, la Real Orden autorizando la creación de la Sociedad de la Cruz Roja, encargando su organización a la expresada orden de San Juan de Jerusalén. El rey, los príncipes, infantes, cardenales, arzobispos, capitanes generales y el Patriarca de las Indias ingresaban por derecho propio en la Cruz Roja. Fue considerado “hermano de la caridad de la Cruz Roja”, cuanta persona se asociaba para asistir a heridos y enfermos en los campos de batalla.
Las sociedades nacionales de cada país tienen independencia, pero reconocen como supremo organismo el Comité Internacional de Ginebra. En muchos países, las asociaciones femeninas actúan independientemente, aunque tienen como base la Convención de Ginebra. En Alemania las asociaciones femeninas de la Cruz Roja tuvieron gran pujanza y en 1896 se fundaba en Berlín un periódico, órgano de la Unión Femenina. Ya en 1902 la Sociedad de la Cruz Roja de Prusia disfrutaba de poderío económico y acogía en su seno a todas las clases sociales, sin distinción de creencias religiosas.
París reunía en 1867 a las delegaciones de la Cruz Roja Internacional, tomándose acuerdos tendientes a fortalecer el sistema de la organización. Pero Ginebra seguía siendo la sede tanto como Henry Dunant su genial creador. A través de los años –y son 161 los que han transcurrido– los nombres de Dunant y Ginebra son como remanso de paz y amor entre todos los habitantes del orbe.
NO HAY FRONTERAS PARA EL BIEN
Ya no había fronteras para el bien. En todos los países flotaba la bandera de la Cruz Roja. Las guerras serían menos crueles, menos devastadoras. Ante el herido se arrodillaría un rostro de hermano piadoso que curara las heridas, que dijera la palabra de amor, que recogiera una carta, un retrato, un relicario. Y en desventurado caso que pusiera el crucifijo en los labios ardientes y sangrantes.
Pero era preciso extender hasta todos los mares el generoso propósito de la Cruz Roja. El 5 de octubre de 1868 se firmaba en Ginebra un protocolo adicional.
Aseguraba aquel documento:
El personal de la Cruz Roja podía continuar prestando servicios aún después que el enemigo ocupará el lugar en litigio.
Quedaba asegurada la neutralidad de los que caían en manos del enemigo.
Entendíase por ambulancias a los hospitales de campaña que seguían a las tropas.
Asegurábase que el alojamiento de tropas y las contribuciones de guerra serían equitativos, “teniendo en cuenta el celo caritativo de los habitantes”.
Devolvíase a los heridos a sus respectivos países cuando no fueran oficiales que podían decidir la suerte de la guerra y aún en el caso de no estar inútiles para la guerra.
Los buques y su personal que usen la bandera de la Cruz Roja gozarán del beneficio de la neutralidad, aunque sometiéndose a toda inspección comprobativa y los buques hospitales tendrían los costados pintados de blanco con batería verde, y podrían actuar durante los combates, pero no entorpeciendo a los beligerantes.
El artículo catorce de este Protocolo adicional es muy importante cuando dice:
“En las guerras marítimas, la presunción fundada (forte), de que uno de los beligerantes utiliza los beneficios de la neutralidad para otro objeto que no sea el humanitario de socorrer a los heridos, náufragos o enfermo, autoriza al otro beligerante para suspender los efectos del Convenio con respecto a su adversario, hasta que se pruebe la buena fe puesta en duda”.
Durante las guerras, este artículo ha sido causa de sensacionales problemas. La neutralidad ha estado muchas veces en litigio y ha habido incidentes de enorme trascendencia.
Este protocolo adicional estuvo falto de la ratificación por algunos países. Pero sus artículos fueron aceptados como modus vivendi por casi todas las naciones civilizadas que estuvieron en guerra.
LA CRUZ ROJA EN CUBA
Hasta el año 1909 no se fundó en Cuba la Cruz Roja como institución nacional. En la época colonial había una sección de la Cruz Roja española a la que prestó siempre bastante apoyo el Gobierno metropolitano. Sus actividades estaban casi limitadas a la acción oficial.
El día 10 de marzo del mencionado año, Cuba independiente entró a formar parte del magno organismo. Fue el doctor Diego Tamayo y Figueroa, su primer Presidente y Secretario General, el doctor Eugenio Sánchez de Fuentes, hermano del inolvidable autor de la habanera “Tú”.
Meses antes, en ocasión del desastre de Sicilia y Calabria, en Italia, se efectuó en La Habana un festival público llamado “La Flor de la Caridad”, que tuvo enorme resonancia. Carrozas y cabalgatas salieron a la calle con grupos de damas y cantadores que recogieron crecida suma de dinero para las víctimas del infausto suceso. Dícese que el éxito económico demostró tan a las claras los sentimientos caritativos de la población cubana, que se pensó enseguida en la Fundación de la Cruz Roja Nacional.
Antes de 1959, la Cruz Roja Cubana tenía 5 comités provinciales, 62 comités municipales y catorce mil asociados. Contaba con numerosas ambulancias, hospitales de campaña y un avión hospital.
El actual edificio de la calle Ignacio Agramonte (Zulueta) fue construido en 1920, siendo presidenta del Comité de Damas, Marianita Ceba de Menocal. Su época se recuerda como una de las más prósperas y felices de la institución. El edificio del Dispensario se construyó en 1934. Al terminar la primera contienda mundial, la Cruz Roja Cubana adquirió el castillo de Spluchet, cerca de París, destinándolo a huérfanos de la guerra. No tienen más obligación los huerfanitos franceses que aprender castellano. Está bajo la administración del “Patronato Mariscal Joffre”.
Meritísimos servicios ha prestado la Cruz Roja cubana en nuestro país. Desde la llamada guerra racista, la de la Chambelona, los ciclones del 20, el 44 y el 46. La epidemia de influenza de 1920. El temblor de tierra de Santiago de Cuba, en fin, donde el dolor y la tristeza llamó, ahí ha estado nuestra Cruz Roja. Fiel al espíritu generoso que la anima. En las dos guerras mundiales ha dado pruebas de su eficiencia y sacrificio. De su lealtad y bondad a toda prueba.
El presidente de la Cruz Roja Cubana en 1949 fue el doctor Rodolfo Enríquez Lauranson y Presidenta del Comité Central Femenino, la primera dama de la República, señora Mary Tarrero de Prío Socarrás.
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