Por Germán Arciniegas (1957)
Hace exactamente 516 años, el 25 de abril de 1507, un minúsculo grupo de canónigos inventó el nombre de América en el monasterio de Saint Dié en el Ducado de Lorena. Casi todos eran jóvenes, soñadores y poetas. Les cautivaba la geografía y pensaban hacer una gran edición del libro de Ptolomeo, que había vuelto a poner en boga las ideas y conocimientos de los griegos sobre el mundo conocido. Entonces cayó en sus manos el relato completo de los cuatro viajes de Américo Vespucio y vieron que el
planeta adquiría una nueva dimensión.
No hacía mucho que Colón había abierto los caminos del Atlántico y anunciado su llegada directa al Asia, con lo cual se confirmaba la creencia de que la tierra era esférica. ¡Pero Vespucio daba cuenta de lo imprevisto: que entre Europa y el Asia había otro Continente! Afirmaba que lo habitaban más multitud de pueblos y animales que a Europa y Asia o África y hacía una larga relación de las costas que había conocido en cuatro largas navegaciones. Vespucio pedía que al Continente que había visto se le diesen el nombre de Nuevo Mundo.
Los canónigos se exaltaron leyendo estos relatos y acordaron todos a una darle el nombre de América a la tierra que Américo revelaba. Así nació el nombre que hoy ampara a más de mil millones de seres humanos que han llegado a este hemisferio de todos los extremos del globo para formar aquí un nuevo hogar para la humanidad. La invención del nombre América no fue el resultado de ninguna oscura maniobra, todo lo contrario, fue un canto de entusiasmo nacido en el fondo de un valle silencioso, en una tertulia de poetas.
La historia de los canónigos de Saint Dié permaneció totalmente ignorada por más de tres siglos. Fue Alexander von Humboldt quien vino a revelarla en parte en 1834. Pero esto no ha sido obstáculo para que aún se repita en la mayor parte de los libros en que se enseña a todos los niños del mundo la historia que el bautizo de América fue una patraña urdida por Vespucio para robarle su gloria a Colón. Robertson decía en su historia de América que Vespucio había sido un impostor y Emerson: “Extraña que nuestra grande América deba llevar el nombre de un ladrón. Américo Vespucio se ingenió en este mundo mentiroso para suplantar a Colón y bautizar la mitad del mundo con su nombre sin escrúpulos”. La verdad fue bien distinta y ha tenido razón Roberto Levillier cuando ha dado a un libro suyo admirable este título: “América, la bien Llamada”.
La abadía de Saint Dié se fundó en el propio sitio escogido en el siglo VII por San Deodatus de Ververs como un retiro para la meditación en medio de apartados bosques de pinos en el corazón de Lorena. En el siglo XVI no llegaban allí los afanes del comercio. El Duque René II sostenía a los canónigos de la abadía, y solo vivía en el lugar un puñado de gentes en torno al viejo claustro, protegidos por una muralla que más parecía resguardar un corral de ovejas que una aldea.
Presidía el colegio de los canónigos Vautrin Lud quien lo era todo en el lugar: juez, ordenador de las obras públicas, alcalde. Era la voz cantante en el coro y quien llevaba el rezo en los oficios. Tenía sesenta años y era el único viejo en el grupo. Todos le consideraban como a su paternal maestro y le querían por su espíritu burlón. Nicolás, su sobrino le propuso montar en su casa una imprenta que serviría como taller de trabajo para todos. El viejo Lud convino en ello. Canónigos y aprendices formaban un “Gimnasio”, nombre que se daba a las pequeñas academias de sabios del Valle del Rin.
Ya puede imaginarse lo que sería la minúscula imprenta de Nicolás Lud. Quienes más trabajaban en ella eran los grabadores. Querían que los libros de Saint Dié fueran bellamente ilustrados como habían sido antes los libros de oraciones manuscritos en donde había monjes que consumían su vida dibujando una inicial.
Uno de los pocos libritos que alcanzaron a editarse en Saint Dié fue la “Grammatica Figurata”, curioso texto en que para enseñar se acudía a figuras que los grabadores hacían con gracia deliciosa: el sustantivo era un cura, el masculino un mozo, el femenino una moza y el neutro el banco en donde los dos se sentaban. Pero la grande obra que se proponían editar era una edición corregida de la geografía de Ptolomeo, el libro más en boga en la Europa de entonces entre los estudiosos de su cosmografía. Los canónigos tenían la curiosidad de los descubrimientos y René segundo, el protector de la abadía era aficionado a la geografía.
Los canónigos pasaron a ser tipógrafos, correctores de pruebas, dibujantes y autores. El corrector de pruebas era Mathias Ringmann de veinticinco años que había estudiado retórica en la Universidad de París con un poeta italiano que en Florencia se había relacionado con Pico della Mirandola, el gran genio de la época y que tradujo al alemán los comentarios de Julio César. También era instruido en letras griegas. Estando en Estrasburgo había conocido la Carta de Américo Vespucio en que se anunciaba el Nuevo Mundo en la traducción latina hecha por Fray Giocondo da Verona, y la había publicado junto con una traducción suya al alemán. Además, la había antecedido de un poema porque Ringmann también era poeta.
Era Ringmann de todos los del Gimnasio, el más ardiente, el más romántico. Desde antes de ir a Saint Dié se había hecho amigo de Vautrin Lud y a un libro del viejo, “Explicación del Espejo del Mundo”, le había antepuesto como prólogo el mismo poema escrito para la carta de Vespucio. En ese poema decía: “Existe una tierra que no se conoció en tus mapas Ptolomeo, rodeada por un vasto mar…” trasladado a Saint Dié el viejo Lud le veía tan imbuido en infolios griegos y latinos, que le impuso como una distracción el trabajo de la “Gramática Figurata” porque decía el viejo: “No todo el tiempo hay que emplearlo en cosas tan serias.”
Muy amigo de Ringmann era Martín Waldseemüller. Waldseemüller había nacido en un lugar a orillas del lago de Constanza y se había educado en la Universidad de Friburgo. Era dibujante de mapas y concibió para Lud por medio de sus amigos en Basilea, la geografía de Ptolomeo.
Ringmann, que estaba interesado en traducir a Ptolomeo se entendía admirablemente con Waldseemüller. Las obras que concebía eran siempre con texto de Ringmann y mapas de Waldseemüller. Los dos, como era costumbre en los Gimnasios de entonces, usaban nombres figurados: Ringmann, se decía Philesius Vogesigena –el “Filesio de los Vosgos”–, Waldseemüller había trocado su nombre en una adaptación grecolatina: Ilacomilus.
Imbuidos estaban en sus proyectos de la edición de Ptolomeo, cuando cayó en manos del Duque René II, la carta de Américo Vespucio al Gonfaloniero de Florencia Piero Soderini, en el que le hacía el relato de sus cuatro viajes al Nuevo Mundo. Es posible que esta copia de la Carta de Américo hubiera sido hecha especialmente para René, pues así lo dice en la dedicatoria que luego se publicó por los de Saint Dié. El hecho es que el Duque envió la carta a Lud y el documento produjo una revolución en los románticos soñadores de la imprenta.
Fue claro para ellos que ahí estaba el meollo de la nueva ciencia geográfica. En su impaciencia juzgaron que era absurdo esperar muchos meses para publicar en su diminuta imprenta el libro de Ptolomeo y que debían anticipar un librito que fuera una introducción a la cosmografía, teniendo en cuenta la aparición del nuevo Continente y además la carta de Vespucio. Con eso, naturalmente, se publicaría un planisferio y un globo en secciones que pudieran recortarse para pegarlas en una esfera. Allí se verían por primera vez en el mundo las tierras nuevas que anunció Américo con su propio nombre: ¡América!
Los jóvenes se pusieron a la obra con maravilloso fervor. La introducción a la cosmografía se componía de nueve pequeños capítulos en que debieron colaborar todos: Lud el joven, Ringmann, Waldseemüller, y el canónigo Jean Basin de Sandacourt, quien se encargó de traducir al latín la carta de Américo, cuyo texto se había procurado en francés René II.
Waldseemüller trabajaba en el planisferio, el globo en secciones y una carta náutica. En la orla del planisferio, preciosamente trabajado con figuras simbólicas y los retratos de Vespucci y de Ptolomeo, debieron colaborar algunos otros grabadores, todos como Waldseemüller de la escuela de Alberto Durero.
Naturalmente, se publicaron dos poemas intercalados en el texto como pórtico a la carta de Vespucio. El primero, el mismo que Ringmann había escrito para la carta editada en Estrasburgo, el segundo una décima y un dístico de Sandacourt. Sandacourt era latinista, enamorado de la Antigüedad y más elegante y magistral que Ringmann. En su poema decía: “El que recorrió los mares y cantó al héroe de Troya –Hubiera podido cantar el canto de tus naves, ¡oh, Vespucio!”
Los primeros capítulos de la Cosmografía se refieren a temas matemáticos: los principios de la geometría aplicados a los problemas de la esfera, los círculos del cielo, los paralelos, etcétera. Luego se habla de los vientos y los climas y al llegar al capítulo nueve aparecen las nueve líneas más famosas de toda la literatura de los descubrimientos. Las líneas en que se le da al Nuevo Mundo el nombre de América: “Ahora que esas partes del mundo han sido intensamente examinadas y otra cuarta parte ha sido descubierta por Américo Vespucio… no veo razón para que no le llamemos América, es decir, la tierra de Americus por Américo su descubridor, hombre de sagaz ingenio, así como Europa y Asia recibieron nombres de mujeres”.
Al margen del texto, apareció por primera vez clara y distinta la palabra que habría de grabarse para siempre en el único continente que recuerde el nombre de una persona, América. El librito se publicó el 25 de abril de 1507, tenía 52 páginas. No se conocen hoy en el mundo, sino dos ejemplares de la primera edición.
En el mapa que dibujó Waldseemüller apareció ya, también por la primera vez en una carta geográfica, la misma palabra: América. No aplicada a todo el continente, sino solo a lo que hoy es Sudamérica, el primer mapa de Waldseemüller es de 1507. Solo en 1538, el mismo nombre de América se extiende a la parte norte del continente.
¿Quién inventó el nombre?, ¿quién escribió ese capítulo de la cosmografía? ¿Tuvo Waldseemüller la iniciativa en el mapa? No cabe duda de que el nombre fue un hallazgo de uno de los poetas, pero que para adoptarlo debieron hablar todos en el ambiente de la abadía inflamado por el entusiasmo de los mozos en el taller de la imprenta, donde todos tendrían la sensación de estar haciendo una obra que sería el asombro de su tiempo, el gran aviso para el mundo.
Fue un caso en que la desproporción entre los medios insignificantes de que disponían y la ambición de sus sueños, el triunfo estuvo de parte de los sueños. El más ajeno a todo lo que ocurría era justamente quien resultó más favorecido: Américo Vespucio que en Sevilla y en la Corte andaba sirviéndole al rey Fernando y nada supo de lo de Saint Dié.
Humboldt pensó que Waldseemüller era el autor del nombre. Fue el primero que pudo decir dónde se había originado el nombre, pero no alcanzó a indagar la historia misma del Gimnasio. Pasó más de medio siglo y Jules Marcou hizo un estudio detenido del estilo de cada uno de los personajes del Gimnasio para llegar a la conclusión de que el canónigo Sandacourt había redactado el capítulo nueve de la cosmografía.
Ringmann le parecía muy poco elegante y demasiado burlón para haberlo escrito. Pasaron otros cincuenta años y Heinrich Charles, con mejor penetración de las cosas, se inclinó a Ringmann como el autor de la palabra. Él era de todos, el más ardiente, él quien había inventado otros nombres geográficos de modo semejante y él quien acabó moviendo a los más académicos a los más viejos, a los más técnicos, para que aceptaran ese parto de su ingenio. El menos convencido parece haber sido quien más fama ha adquirido: Waldseemüller, el del mapa, que una vez muerto Ringmann eliminó el nombre de América de su planisferio de 1516.
El teatro de toda esta historia es Saint Dié que sigue siendo en el fondo de los pinares de Lorena, un punto rodeado de paz y de silencio. El lento descubrimiento de este episodio, que por tres siglos pasó ignorado del mundo fue poco a poco, dándole a partir de Humboldt, un prestigio legendario a Saint Dié. Llegaban los peregrinos de la leyenda americana a los claustros de la vieja Abadía y visitaban la casa en donde había existido la imprenta de Lud y recordaban con emoción ese origen poético de uno de los nombres más bellos de toda la geografía universal.
Pero vino la Segunda Guerra, las tropas nazis invadieron a Saint Dié durante todo el conflicto. Al retirarse, cuando ya la derrota les pisaba los talones para dejar la aldea, hicieron que se retiraran los vecinos como para hacer una maniobra de rutina. Y cuando estaban mirando desde fuera el escenario donde habían pasado todas sus vidas, lo vieron saltar al estallido de las bombas con que sistemáticamente habían preparado los generales de Hitler el macabro final. El nombre de América que allí había nacido tenía que recibir ese castigo.
Hoy Saint Dié ha vuelto a la vida otra vez. Es un centro de paz y de ensueño y la historia del poético hallazgo de aquella tertulia de canónigos ha tomado más cuerpo y más encanto por el mismo drama de la hoguera en que quiso reducir a cenizas, lo que había nacido para crecer en las alas del viento.
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