HABLA HEMINGWAY: COMO NACIERON MIS PERSONAJES

Written by Libre Online

25 de noviembre de 2025

Entrevista por George Plimpton 

Versión de Gervasio G. Ruiz (1958)

La entrevista que aquí publicamos es la primera en la que el gran escritor americano habla a fondo de su trabajo y sus extraordinarias experiencias de vida literaria.

—Señor Hemingway, ¿encuentra agradables las horas que pasa escribiendo? 

—Mucho. 

—¿Puede decir algo de su sistema de trabajo? ¿Cuándo escribe? ¿Se atiene a un programa riguroso? 

—Cuando estoy escribiendo una novela o un cuento me pongo a trabajar todas las mañanas, en cuanto me es posible, inmediatamente después de comenzar el día. A esa hora nadie me molesta y hace fresco y a veces frío. Trabajando me caliento poco a poco. Leo lo escrito el día anterior, y como me detengo siempre en un punto en que sé lo que sucederá después, recomienzo ahí el trabajo. Escribo hasta llegar a otro punto, al que me lleva la inspiración, y en el que sé lo que ocurrirá después. Aquí me detengo y trato de vivir hasta el día siguiente en que reanudaré el trabajo. Comienzo, pongamos, a las seis de la mañana y puedo continuar hasta el mediodía, si no paro antes. Cuando dejo de trabajar me siento como si estuviese vacío, pero al mismo tiempo todavía deseoso de seguir. Como cuando se hace el amor con quien se ama. Nada puede molestarnos, nada puede ocurrir, nada tiene un significado importante hasta el día siguiente, cuando se reanuda. Es la espera hasta el día siguiente lo que resulta fatigoso soportar. 

—¿Puede alejar de la mente una idea en la cual está trabajando cuando no está cerca de la máquina de escribir? 

—Naturalmente. Pero se necesita una disciplina para poderlo hacer y eso se aprende con el tiempo. Hay que aprenderlo. 

—Cuando relee hasta el punto en que interrumpió el trabajo el día anterior ¿corrige lo que ha hecho? ¿O bien lo corrige todo después, cuando está terminado enteramente el trabajo? 

—Corrijo siempre cada mañana lo hecho el día anterior hasta el punto a que llegué. Cuando termino, naturalmente, reviso el trabajo otra vez. Tengo todavía una posibilidad de corregir y volver a escribir cuando el manuscrito es mecanografiado definitivamente y lo releo escrito claramente a máquina. La última oportunidad me la dan las pruebas de imprenta. Hay que saber aprovechar estas sucesivas posibilidades de corrección. 

—¿Cuántas correcciones hace de un texto? 

—Depende. Volví a escribir el final de “Adiós a las armas”, la última página, treinta y nueve veces antes de quedar satisfecho. 

—¿Había algún problema técnico en ese final? ¿Qué le dejaba insatisfecho? 

—El juntar las palabras del modo justo. 

—Releyendo un trabajo ¿se vuelve a encontrar la inspiración? 

—Releyendo vuelvo al estado de ánimo necesario para continuar, sabiendo que lo hecho es lo mejor que podía hacer hasta aquel punto. Hay siempre inspiración en alguna parte.

—¿Pero no hay momentos que la inspiración no se encuentra del todo?

—Naturalmente. Pero si me detengo sabiendo lo que sucederá después, puedo continuar siempre. Basta poder comenzar: la inspiración viene después. 

—Thorton Wilder habla de recursos de memoria que permiten al escritor continuar su trabajo cada día. Dice que usted acostumbra a sacar punta a una veintena de lápices. 

—Creo no haber tenido nunca veinte lápices juntos. Sacar la punta a seis o siete lápices del número dos es un buen trabajo diario. 

—¿Qué lugares ha encontrado más propicios a su trabajo? El hotel “Ambos Mundos” de La Habana pudiera ser uno, a juzgar por el número de libros que ha escrito allí. ¿O el ambiente tiene poca influencia sobre su trabajo? 

—El “Ambos Mundos” de La Habana era un buen lugar para trabajar. Mi casa “La Vigía” es otro espléndido lugar, o lo era. Pero he trabajado bien en todas partes. Quiero decir que he estado en condiciones de rendir lo mejor que puedo en ambientes muy distintos. El teléfono y los visitantes son lo que impide trabajar. 

—¿La estabilidad emotiva es necesaria para escribir bien? Una vez me dijo usted que podía escribir bien solamente cuando estaba enamorado. ¿Puede explicar mejor este punto? 

—Trataré de responder a esa extraña pregunta. Puedo escribir siempre que la gente me deja solo y no me interrumpe. O bien puedo hacerlo cuando soy bastante despiadado con mi prójimo. Pero cuando mejor escribo es seguramente cuando estoy enamorado. Y si no le disgusta, no me pida que le explique el porqué de este fenómeno. 

—¿Qué influencia tiene la seguridad económica? ¿Puede ser negativa para escribir? 

—Si uno la obtiene pronto y ama la vida como ama su trabajo, se necesita mucho carácter para resistir las tentaciones. Pero si el escribir ha llegado a ser el vicio principal de una persona, su mayor placer, entonces sólo la muerte puede interrumpirlo. En este caso la seguridad económica es muy útil porque permite no preocuparse por los aspectos prácticos de la vida. Las preocupaciones destruyen la capacidad del escritor. Hasta la mala salud daña en la medida en que produce preocupaciones que atacan el subconsciente y destruyen las reservas de inspiración. 

—¿Puede recordar el momento exacto en que decidió hacerse escritor? 

—No. Siempre quise ser escritor. 

—¿Cuál considera usted el mejor adiestramiento intelectual para uno que quiera ser escritor? 

—Déjeme decirle que el tal debe coger y ahorcarse, por haberse dado cuenta de que escribir bien es terriblemente difícil. Luego se le debe exprimir sin piedad y obligarle a escribir lo mejor que pueda el resto de sus días, sin ayuda de nadie. Siempre podía comenzar por la historia de su propio ahorcamiento. 

Literatura y periodismo 

—¿Qué piensa de la gente que se entrega a la carrera de la enseñanza? ¿Cree que las actividades escolares de un escritor comprometen su carrera literaria? 

—Depende de lo que se entienda por comprometer. ¿Es en el sentido de una mujer que está comprometida? ¿O es el compromiso de un hombre político? ¿O el compromiso con el bodeguero o el sastre, cuando se paga un poco más, pero se paga después? Un escritor que sabe escribir y enseñar debe ser capaz de hacer bien ambas cosas. Muchos buenos escritores han demostrado que pueden. Yo no podría, lo sé ya, y admiro a los que son capaces de hacerlo. Sin embargo, pienso que la escuela puede sustraer a un escritor por cierto tiempo a la experiencia directa de la vida y limitar su conocimiento del mundo. Tratar de escribir algo de valor duradero es un trabajo más que suficiente para ocupar todo el tiempo de un hombre, aunque se pasen pocas horas del día escribiendo. Un escritor puede ser comparado a un pozo. Lo importante es tener agua buena en el pozo, y es mejor sacar cierta cantidad todos los días que agotarlo de una vez y esperar a que se llene de nuevo. Me doy cuenta de que estoy saliéndome del tema, pero la pregunta no era muy interesante. 

—¿Recomienda usted a los escritores jóvenes que trabajen en los periódicos? ¿De qué le sirvió al novelista la experiencia adquirida en el “Kansas City Star”? 

—En el “Star” me obligaron a aprender a escribir de manera sencilla y clara. Esto es útil a todos. El trabajo del periódico no hace daño alguno a un escritor joven y puede serle de mucha utilidad si lo deja a tiempo. 

—Usted escribió una vez en la “Trasatlantic Review” que la única razón para hacer periodismo es ser bien pagado. Usted escribió: “Si debéis destruir las cosas de valor que lleváis dentro de vosotros hablando de ellas en los periódicos, sólo debéis hacerlo a condición de obtener mucho dinero”. ¿Piensa usted que el escribir es una especie de autodestrucción? 

—No recuerdo haber escrito eso nunca. Pero me parece lo bastante violento como para haberlo dicho con la intención de hacer una declaración interesante. No pienso en sentido general que el escribir sea una especie de autodestrucción, aunque el periodismo, a partir de cierto punto puede ser una autodestrucción cotidiana para el narrador serio y de vocación. 

—¿Cree útil al escritor la compañía de otros escritores y el estímulo intelectual que de ella se deriva? 

—Ciertamente. 

—¿En el París de la década del 20 experimentó “sentimientos de grupo” con otros escritores y artistas? 

—No. No había sentimiento de grupo. Nos teníamos estimación recíproca. Yo estimaba a gran número de pintores, algunos de mi edad y otros más viejos: Gris, Picasso, Braque, Monet, que entonces todavía vivía, y pocos escritores: Joyce, Ezra Pound, la Stein… 

—Cuando escribe ¿no se deja influir por lo que está leyendo en esos días? 

—No más que cuando Joyce estaba escribiendo el “Ulises”. La suya fue una influencia indirecta. En aquellos días las expresiones que conocíamos y que nos gustaban estaban prohibidas y teníamos que luchar por una sola palabra. La influencia de su trabajo fue la que lo cambió todo y nos permitió terminar con las limitaciones verbales. 

—¿Ha aprendido algo de técnica narrativa hablando con escritores? Ayer me decía, por ejemplo, que Joyce no soportaba hablar de literatura. 

—Entre gente de nuestro oficio, normalmente se habla de los libros de otros autores. Cuanto mejores son los escritores menos hablan de lo que han escrito. Joyce era un gran escritor y sólo habría tenido necesidad de explicar lo que hacía a quienes no podían comprenderle. Es de suponer que otros escritores a quienes él estimaba eran capaces de saber lo que hacía simplemente leyendo sus libros. 

—Parece que usted evita la compañía de otros escritores en los últimos años. ¿Por qué? 

—Esta es una cuestión muy complicada. Cuanto más se avanza en la literatura más solos nos quedamos. La mayor parte de los mejores y más viejos amigos muere. Otros cambian de lugar. Se les ve sólo raramente, pero se les escribe y se mantienen por carta las mismas relaciones que cuando nos reuníamos en el café. Se cambian golpes y a menudo cartas irresponsables y obscenas, y eso es casi tan bello como hablarse. Pero uno se queda todavía más solo a causa de la prisa con que hay que trabajar. El tiempo es siempre corto. Emplearlo mal es como cometer un pecado sin perdón. 

Los autores preferidos

—¿Qué puede decirnos de la influencia de sus contemporáneos sobre su obra? ¿Cuál ha sido el aporte de Gertrude Stein, si lo ha habido? ¿O de Ezra Pound? ¿O de Max Perkins?

—Lo siento, pero no sirvo para epitafios. Hay especialistas literarios y no literarios que saben hacerlo mejor que yo. Por lo que respecta a Gertrude Stein debo decir que escribió con cierta amplitud y con notable imprecisión acerca de su influencia en mi obra. Por lo visto le era necesario, después que aprendió a escribir diálogos con cierto libro titulado “Fiesta” … La admiraba mucho y creí magnífico hubiera aprendido a escribir una conversación. Para mí no era cosa nueva aprender de cualquiera, vivo o muerto, y no tenía la menor idea de que la misma cosa pudiera perturbar de manera tan violenta a Gertrude Stein. Ezra Pound era extraordinariamente inteligente en las cosas que conocía a fondo. ¿Pero no le aburre este género de conversación? Este chismorreo literario retrospectivo, este lavar los trapos sucios de hace treinta y cinco años me disgusta. Sería diferente si uno tratase de decir toda la verdad; por lo menos tendría cierto valor. Pero es mejor y más sencillo dar gracias a Gertrude Stein por cuanto aprendí en ella acerca de las relaciones abstractas de las palabras, decir cuánto la admiraba, reafirmar mi fidelidad a Ezra Pound como gran poeta y fiel amigo y decir que quería tanto a Max Perkins que nunca he podido aceptar la idea de que haya muerto. Era mi editor nunca me pidió que cambiara una palabra, excepto las que eran impublicables en su tiempo. Se dejaban los blancos en la línea y cuantos conocían la palabra, la imaginaban. No era un editor; era mi amigo más discreto. Me agradaba enormemente su manera de llevar el sombrero y su extraña manera de mover los labios. 

—¿Cuáles son sus autores preferidos, aquellos de quienes más ha aprendido? 

—Mark Twain, Flaubert, Stendhal, Bach, Turguenev, Tolstoi, Dostoievsky, Chejov, Andriew Marvel, John Donne, Maupassant, el Kipling mejor, Thoreau, Shakespeare, Mozart, Quevedo, Dante, Virgilio, Tintoretto, Bosch, Brueghel, Patinir, Goya, Giotto, Cézanne, Van Gogh, Gauguin, San Juan de la Cruz, Góngora… Se necesitaría un día para nombrarlos a todos, y así parecería que quiero hacer alarde de una erudición que no poseo, en vez de tratar de recordar a cuantos han tenido influencia sobre mi obra o sobre mi vida. No es cuestión de poca monta: es algo solemne y requiere un examen de conciencia. Pongo pintores y músicos en la lista porque he aprendido con ellos a escribir tanto como con los narradores. ¿Me pregunta cómo ha ocurrido? Necesitaría otro día para explicarlo. Por otra parte, creo que lo que se puede aprender, por ejemplo, de los compositores y del estudio de la armonía y el contrapunto es obvio. 

—¿Ha tocado alguna vez instrumentos musicales? 

—Tocaba el violoncelo. Mi madre me hizo estudiar un año entero música y contrapunto. Creía que tenía vocación, pero me faltaba en lo absoluto el talento. Tocábamos música de cámara. Alguien iba a tocar el violín, mi hermana tocaba la viola y mi madre el piano. Yo, el violoncelo. Creo que lo tocaba peor que nadie en el mundo. 

—¿Relee a veces a los autores de su lista? ¿A Twain, por ejemplo?

—Precisa esperar siempre dos o tres años; “El rey Lear” siempre. Da ánimo leerlo.

—¿Luego, la literatura es una ocupación y un placer constantes para usted?

—Leo siempre libros, todos los que encuentro. Normalmente me los raciono a fin de tener siempre una reserva.

—¿Lee también manuscritos? 

—Eso puede crearle a uno problemas, a menos que se conozca personalmente al autor. Hace algunos años fui acusado de plagio por alguien que sostenía que había tomado “Por quién doblan las campanas” de un argumento cinematográfico que él había escrito. Lo había leído en algún “party” de Hollywood. Decía que escuchando la lectura estaba yo también o por lo menos uno a quien llamaban “Ernie”. Eso le bastó para reclamarme daños y perjuicios: un millón de dólares. Al mismo tiempo denunciaba ante los tribunales a los productores de dos películas diciendo que también éstas habían sido robadas del guion inédito. En el tribunal, naturalmente, gané el pleito. Pero el hombre resultó insolvente. 

—¿Podemos volver por un momento a su lista de nombres y tomar uno de los pintores? Bosch, pongamos. El género simbólico y angustioso de su obra parece muy lejano de los libros que usted escribe. 

—También yo tengo angustias y pesadillas, y sé de otros que las sufren. Pero no es necesario hablar de eso. Todo aquello que no se escribe, pero se sabe, está contenido en la calidad del trabajo propio. Cuando un escritor calla cosas que no sabe, éstas salen como agujeros en su obra. 

—¿Quiere decir que el buen conocimiento de las obras de aquellos que usted incluye en su lista ayuda a llenar el “pozo” del escritor de que usted ha hablado antes? ¿O bien que estos trabajos ayudan conscientemente a desarrollar la técnica literaria? 

—Ellos enseñan, en parte, a ver, oír, pensar, sentir y no sentir, y, en fin, a escribir. El pozo es donde uno tiene la inspiración. Nadie sabe de qué está hecha la inspiración y menos que nadie quién la tiene. Se sabe solamente que la hay o que es preciso esperar a que retorne. 

—¿Usted está dispuesto a admitir que hay símbolos en sus novelas? 

—Supongo que los hay, desde el momento que los críticos siguen encontrándolos. Si para usted es lo mismo, no me gustaría hablar de ello ni ser interrogado sobre este punto. Es ya bastante difícil escribir novelas y cuentos para que, además, tenga que explicarlos. Por otra parte, esto privaría a los críticos de su trabajo. Si cinco o seis buenos críticos pueden encontrar ocupación, ¿por qué he de quitársela? Lea lo que escribo por el placer de leerlo. Todo lo que encuentre le dará la medida de lo que ha sacado usted de la lectura. 

Un crítico al que le falta un tornillo

—Permita aún una sola pregunta sobre este punto: un ilustre crítico está convencido de que hay, en la novela “Fiesta”, un paralelo entre el toro de la corrida y los personajes del libro. Ha advertido que en el primer párrafo de la novela se dice que Robert Cohn es un boxeador; más tarde, durante la fase de la “desencajonada”, en la corrida se dice del toro que usa los cuernos como un boxeador los puños, con golpes de abajo arriba y de través. Y como el toro es atraído y apaciguado por la presencia de un buey, Robert Cohn es también atraído por Jake, a quien se describe castrado precisamente como un buey. El crítico ve en Mike al picador de la corrida, porque golpea repetidamente a Cohn. La tesis del crítico es ésa. Sería interesante ahora saber si, al escribir “Fiesta”, fue su intención inspirarse en la trágica estructura del ritual de una corrida de toros. 

—A mí me parece que al ilustre crítico le falta algún tornillo. ¿Quién ha dicho que Jake está “castrado como un buey”? En realidad, ha sido herido de modo completamente distinto. Luego, está en condiciones de experimentar sentimientos normales como hombre, pero es incapaz de satisfacerlos. La distinción importante es que su herida es física y no psicológica y que no es un castrado. 

—Me doy cuenta de que estas preguntas sobre la estructura de una obra literaria son un fastidio…  

—Las preguntas inteligentes no son un fastidio ni un placer. Sin embargo, pienso que el escritor no debe hablar de las cosas que escribe. Se escribe para ser leído con los ojos y ninguna explicación ni disertación debiera ser necesaria. 

—Recuerdo que una vez advirtió usted también que es peligroso para el escritor hablar del trabajo que está realizando en aquel momento, dado que hablando de él puede agotar la inspiración. ¿Por qué tiene que ser así? Lo pregunto porque hay muchos escritores, como Twain, Wilde y Thurber, los primeros que me vienen a la mente, que parecen haber preferido probar su material observando el efecto del relato sobre sus interlocutores. 

—No puedo creer que Twain haya tomado jamás el parecer de nadie sobre Huckleberry Finn. Si lo hubiese hecho, probablemente sus amigos le hubieran sugerido suprimir las cosas buenas y poner de relieve las partes peores. Wilde, según los que le conocieron, era mejor hablador que escritor. Si Thurber pudiera hablar tan bien como escribe sería uno de los más grandes conversadores del mundo. El hombre a quien mejor he oído hablar de su trabajo con la lengua más agradable y sobria es Juan Belmonte, el torero. 

—¿Puede decir qué esfuerzo de elaboración le ha costado el desarrollo de su estilo, tan característico? 

—Esta es una vieja y enojosa pregunta, y si nos pasáramos un par de días buscándole respuesta, me quedaría tan inhibido que no podría volver a escribir. Puedo decir que lo que los aficionados llaman estilo es de ordinario solamente una cosa inevitable y desagradable, resultado del primer intento de hacer algo que nunca se ha hecho antes. Casi ningún clásico se asemeja al precedente. Al principio la gente sólo ve el aspecto desagradable. Luego se hace menos sensible. Cuando ven tantos tipos desagradables piensan que las cosas desagradables son el estilo y muchos lo copian. Es deplorable. 

—Usted ha escrito alguna vez que las circunstancias en que una obra ha sido escrita pueden ser instructivas. ¿Puede aplicar esto al cuento “Los asesinos”, que ha dicho haberlo escrito en un día junto con “Diez indios”, “Hoy es viernes” y su primera novela, “Fiesta”? 

—Veamos. “Fiesta” la comencé el día de mi cumpleaños, en Valencia, el 21 de abril. Mi mujer, Hadley, y yo, habíamos ido temprano a Valencia para encontrar buenos asientos para las corridas de la feria, que comienza el 24 de julio. Todos a mi edad habían escrito una novela y yo aún tropezaba con dificultades para escribir un capítulo. Así que comencé el libro el día de mi cumpleaños. Escribí durante todo el período de la feria, en la cama, por la mañana. Me fui a Madrid y continué escribiendo. No había corridas en Madrid, de modo que encontramos una habitación con una mesa y pude escribir cómodamente en la mesa y, detrás del hotel, en una cervecería del Pasaje Álvarez, donde hacía fresco. Después hizo demasiado calor para poder escribir y fuimos a Hendaya. Había un hotelito barato en la playa grande, larguísima y maravillosa; trabajé muy bien y luego fuimos a París, donde terminé el primer manuscrito de la novela, en el apartamiento del número 13 de la calle Notre-Dame-des-Champs, seis semanas después de haberlo comenzado. Mostré el manuscrito a Nathan Asch, el novelista, que dijo con su fuerte acento israelita: “Hem, ¿quieres decir que has escrito una novela? Una novela, ¿eh? Hem, lo que tú has escrito es un libro de viajes”. No quedé demasiado desalentado por lo que me dijo Nathan y rehíce el libro, continuando el viaje, en Schruns (Vorarlberg), en el hotel “Taube”. 

“Los cuentos que usted dice, los escribí en un día en Madrid, el 16 de mayo, durante las corridas de la feria de San Isidro. Primero escribí “Los asesinos”, que había tratado de escribir antes y no me había salido. Poco después de la comida me fui a la cama para estar caliente y escribí “Hoy es viernes”. Tenía tanta inspiración que creía volverme loco y tenía por lo menos otros seis cuentos que escribir. Así que me vestí y fui al “Fornos”, el café de los viejos toreros, tomé café y luego volví al hotel para escribir “Diez indios”.

 Esto me puso muy triste; tomé una copa de coñac y me fui a dormir. Me había olvidado de comer y un camarero me bajó un poco de bacalao, un bistecito con patatas fritas y una botella de Valdepeñas. 

“La dueña de la pensión siempre se preocupaba porque yo no comía bastante, y me mandó al camarero. Recuerdo que me senté en la cama y comía bebiendo el Valdepeñas. El camarero dijo que subiría otra botella. Dijo también que la señora quería saber si seguiría escribiendo toda la noche. Le dije que no, que dejaría de escribir dentro de un rato. “¿Por qué no trata de escribir uno más?”, preguntó el camarero.  “No puedo”, le dije. “Tonterías” replicó él. “Podría escribir seis” “Trataré de hacerlo mañana”, dije. “Pruebe esta noche. ¿Por qué cree que la vieja le ha mandado que comer?”, insistió el camarero. “Estoy cansado” respondí. “Tonterías”, dijo (la palabra no era ésta). “¿Cansado después de tres miserables cuentos? Tradúzcame uno”. “Déjame solo”, le pedí. “¿Cómo quieres que escriba si no me dejan solo?”.

 Así, pues, me senté en la cama a beber el Valdepeñas y a pensar qué diablo de escritor hubiera sido si la primera novela me hubiese salido como yo esperaba”. 

—¿Cómo se desarrolla en su mente el concepto de un cuento? ¿Cambia el tema o la trama, o un personaje, a medida que escribe? 

—A veces sé completamente la historia. A veces la desarrollo mientras escribo y no tengo la menor idea de cómo terminará. Todo cambia al adelantar el trabajo. Del movimiento surge el cuento. A veces el movimiento es tan lento que parece que la concepción original no se ha movido. Pero hay siempre algún cambio, siempre.

—¿Es lo mismo con las novelas o prepara el plan completo antes de comenzar y luego lo sigue rigurosamente? 

—“Por quién doblan las campanas” fue un problema que resolví día a día. Sabía desde el principio lo que debía suceder. Pero luego fui inventando la historia de un modo nuevo cada día que duró el trabajo. 

—“Las verdes colinas de África”, “Tener y no tener” y “Más allá del río entre los árboles” comenzaron todas como cuentos y luego se convirtieron en novelas. Si es así, ¿son tan similares las dos formas literarias que el escritor puede pasar de una a otra sin modificar radicalmente el comienzo? 

—No, eso no es verdad. “Las verdes colinas de África” no es una novela, pero fueron escritas con la intención de hacer un libro absolutamente verdadero, para ver si la descripción de una región y el relato de un mes de vida activa podían, convenientemente presentados, competir con el trabajo de la imaginación. Después de haberlo escrito, escribí también dos cuentos, “Las nieves del Kilimanjaro” y “La breve vida feliz de Francis Macomber”. Estos fueron ideados sobre la experiencia adquirida durante el mismo mes de viaje y caza que originó “Verdes colinas de África”, “Tener y no tener” y “Más allá del río y, entre los árboles” las comencé como cuentos. 

—¿Usted se siente en competencia con otros escritores? 

—Nunca. He tratado de escribir mejor que ciertos escritores desaparecidos de cuyo valor estaba seguro. Desde hace tiempo trato simplemente de escribir lo mejor que puedo. A veces tengo suerte y escribo mejor de lo que puedo.

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