Por JORGE QUINTANA (1956)
Tenía vocación de mártir. Se comportó como un girondino. A los veintiséis años ascendía por las gradas del patíbulo con la misma serenidad conque hubiera subido por las escaleras de un palacio. Amaba la justicia, odiaba la tiranía, se había enamorado de la democracia, repudiaba el colonialismo, añoraba una patria libre e independiente, una república honesta y progresista. Tal fue Francisco Estrampes y Gómez, cuyo natalicio conmemoramos ahora.
El 4 de diciembre de 1829 nació Francisco Estrampes. Fue en la ciudad de Matanzas. Su padre, el francés Juan Pedro Estrampes Fags era natural de Orthez. Había venido a Cuba en busca de fortuna y aquí había conocido a la criolla Isabel Máxima Gómez González, con la que contrajo matrimonio en La Habana, trasladándose a Matanzas. Apenas nacido aquel primer fruto de sus amores, el padre decidió regresar a Francia, dirigiéndose a Orthez, donde el retoño criollo comenzó a educarse. De Orthez se trasladó la familia a París.
Trece años tenía Francisco Estrampes cuando retornaron a Cuba. En Vuelta Abajo el padre adquirió una finca. El contacto con la realidad colonial cubana le permitió a aquel adolescente percatarse rápidamente de la injusticia con que la metrópoli trataba a su patria. Comparaba la ausencia de libertades que imperaba en Cuba con las que había conocido en Francia. Y no se ocultaba para señalar aquellas lacras coloniales que nos consumían. La esclavitud del negro le parecía una monstruosidad.
A los oídos del padre le llegaron pronto noticias de la forma tan liberal en que se manifestaba el hijo. Y le llamó la atención. El hijo reaccionó fugándose de la casa donde también se le trataba de poner freno a las ideas de libertad que él alentaba. Se trasladó a La Habana donde un marino, compadecido de su desgracia lo llevó a Nueva Orleans. Llegó en el instante mismo en que el capitán general O’Donnell encharcaba de sangre a todo el territorio cubano, so pretexto de haber descubierto una conspiración de esclavos conocida en nuestra historia, como La Conspiración de la Escalera.
Poco tiempo después el padre, enfermo y agobiado por reveses de fortuna, clamaba por el hijo ausente y éste, olvidándose de que a raíz de su llegada a Nueva Orleans había tratado infructuosamente de reconciliarse con el padre intransigente, corrió a su lado para verle morir.
Se trasladó a La Habana ingresando como profesor de francés en el Colegio Cubano que dirigía Manuel Higinio Ramírez. Muy pronto entró en contacto con los conspiradores habaneros, afiliándose al Club que funcionaba en la capital de la isla. Trabajaba activamente en todo lo que se le encomendaba. Fabricaba proyectiles, transportaba armas, repartía proclamas, organizaba núcleos de patriotas dispuestos a combatir.
El desembarco de Narciso López en Pinar del Río le proporcionó la ocasión ansiada. Manuel Higinio Ramírez se dirigió hacia esa provincia con intenciones de sumarse a los expedicionarios desembarcados en Playitas del Morrillo. Con Ramírez iba Estrampes. En el camino fueron detenidos y trasladados a la cárcel. Fue su primera prisión. Logró escapar de una severa condena, al alegar su condición de ciudadano francés.
Una vez en libertad reanudó sus actividades conspiratorias. En La Habana, unido a Anacleto Bermúdez, se convierte en el alma del movimiento. La nueva insurrección debería iniciarse en Vuelta Abajo, de ahí que la conozcamos como la Conspiración de Vuelta Abajo. Ayudaba a Luis Eduardo del Cristo, José García Tejada y Juan Bellido de Luna en el empeño insurreccional.
Al trasladar unas armas en un carretón por la Puerta de Monserrate, se rompió una de las cajas, revelando su contenido. Juan Bellido de Luna y José García Tejada que las conducían procedieron a darse a la fuga. La policía española, ante aquel descubrimiento, movilizó a sus mejores espías. Uno de ellos, el ya famoso Luis Cortés Zequeira, más conocido por “Cinco Minutos”, logró encontrar la pista de la conspiración. Los primeros detenidos revelaron los nombres de los conspiradores.
El abogado Bermúdez escapó de la sanción porque la muerte, más piadosa que las autoridades españolas, le arrebató la vida el 1 de septiembre de aquel año de 1852. El 2 de marzo de 1853 se celebraba la vista del juicio ante la Comisión Militar Ejecutiva y Permanente. Luis Eduardo del Cristo, Juan González Álvarez, Francisco Valdés y Manuel Hernández fueron condenados a la pena de muerte. Estrampes, que disfrazado había acudido a presenciar el juicio, resultó también condenado a muerte, pero en rebeldía.
De aquella horrible pena lograron escapar Del Cristo y González, cuando ya subían por la escalera del patíbulo, por un indulto. A los otros previamente se les había rebajado la pena por la de cadena perpetua. Estrampes, disfrazado como marinero del “Black Warrior”, logró escaparse a los Estados Unidos, donde nuevamente reanudó sus actividades conspiratorias, incorporándose a la sociedad denominada “La Joven Cuba”.
Falto de recursos se une a una cuadrilla de trabajadores contratados para un corte de maderas en los bosques del Mississippi. Con algún dinero ahorrado retorna a Nueva Orleans donde jura su intención de aceptar la ciudadanía norteamericana, ingresando en la redacción del “Faro de Cuba” como traductor. De allí salió para colocarse como profesor en un plantel de enseñanza de esa ciudad.
Un hermano suyo enfermó de gravedad. Acogiéndose a una amnistía dictada por la Reina Isabel II, Estrampes regresa a Cuba acompañándolo, retorna inmediatamente a los Estados Unidos para liquidar un duelo que había pactado y comenzar a trabajar como preceptor. Es, por esta época, que un amigo suyo recordaba después cómo habiéndolo visto subir, con gallarda figura, las escaleras de un edificio, hubiera de preguntarle por la razón de ello, respondiéndole el patriota con alma de girondino: “Es que me estoy practicando para cuando tenga que subir las del cadalso”.
José Elías Hernández, en unión de Domingo de Goicuría, proyectaban enviar una expedición a Cuba. Estrampes se ofrece para conducirla. Contrata los servicios del pailebot “Charles T. Smith” y del bergantín “John G. White”, engañando a sus capitanes, haciéndoles ver que conducirían a Cuba un contrabando de mercaderías. Mientras Estrampes salía en el “John G. White”, encargó a su amigo, el alquizareño Juan Enrique Félix y Rusell, las armas que habría de conducir el “Charles T. Smith”.
El 19 de octubre llegaba éste a Baracoa, donde residía el médico Francisco Hernández, hermano de José Elías. Inmediatamente Félix se puso en contacto con éste, quien, a su vez, lo conectó con el escribano Julián Ramón Cerulia y los demás conspiradores baracoanos. Organizaron sin pérdida de tiempo el desembarco de las armas. El joven Antonio Cerulia Pérez se haría cargo de la operación.
El 22 de octubre entraba en Baracoa el bergantín “John T. White” conduciendo la otra parte del cargamento y a Francisco Estrampes, quien se hacía llamar Mr. Ernesto Lacoste, de nacionalidad americana, dedicado al giro de comisiones. Félix fue a bordo del bergantín celebrando una extensa conferencia con Estrampes. Avisado el Dr. Hernández, éste vino a visitarlos, revelándole Estrampes su verdadera identidad. Allí se acordó proceder al desembarco de las armas, cosa que realizó Cerulia, enterrándolas en una finca propiedad de Juan Pérez Fernández.
Cerulia cometió la imprudencia de ir a solicitar la ayuda de uno de los antiguos conspiradores llamado Evaristo Leyva, quien se negó a prestar su colaboración, aunque asegurándole a Cerulia que no lo denunciaría. Apenas había salido Cerulia, corrió el traidor de Leyva a casa del teniente gobernador Manuel García Arévalo a quien no pudo informar en ese momento porque se alegó por la familia que estaba descansando.
En el camino el traidor Leyva se encontró con los comisarios Vicente Monzón y Luis Rafo, a quienes reveló lo que sabía. Estos decidieron dejar para el día siguiente las actuaciones. Rafo informó, a su vez, a su hermano Saturnino Rafo lo que le había contado Leyva. Este, que era un verdadero patriota, avisó al Dr. Hernández, quien, a su vez, temeroso de ser descubierto, se apresuró a visitar a Juan Vázquez Novoa para revelarle su secreto.
En las primeras horas de la mañana siguiente, Novoa informaba al teniente gobernador García Arévalo quien dispuso el arresto del Dr. Hernández. Este aterrorizado concluyó por revelar todo lo que conocía. La prisión de Estrampes y Félix fue realizada inmediatamente. Un primer registro no dio el resultado apetecido, pero en un segundo esfuerzo se descubrieron las armas. Por su parte la esclava Carmen Pérez había hallado las cajas de armas escondidas en la finca de Pérez Fernández, poniendo el hecho en conocimiento de las autoridades.
Estrampes no quiso revelar su identidad, sosteniendo ser Mr. Lacoste. Tanto él como Félix y Cerulia fueron sometidos a toda clase de atropellos, desde dejarlos en un cepo a bordo de un barco de guerra, expuestos toda una noche a la lluvia y la intemperie, hasta el de ser despojados de todo el dinero que llevaban. Cerulia, desesperado, intentó fugarse. Primero fingió una enfermedad para que pudiera ser trasladado al Hospital Militar. Fracasado el truco hubo provocar a uno de sus guardianes para que le encerrasen en un calabozo.
Logrado ello prendió fuego a las ropas de cama con la vela de sebo que le habían proporcionado para que se alumbrara. Al derribar la puerta del calabozo los soldados, porque el humo había invadido al mismo Cerulia se abalanzó sobre el cabo, tratando de despojarlo del arma que portaba. Fue entonces que los soldados que acompañaban a su superior le mataron a bayonetazos, ensañándose de tal manera con aquel noble baracoense, que su cuerpo presentaba cuarenta y dos heridas producidas por las bayonetas.
El 8 de noviembre Estrampes y Félix fueron trasladados al barco de guerra “Pizarro” y conducidos a Santiago de Cuba. Nuevos interrogatorios y el traslado final a La Habana, donde fueron encerrados en el Castillo de la Punta.
Ya en la capital de la Isla Estrampes reveló su verdadera personalidad, asumiendo la responsabilidad. El 10 de marzo de 1855 se celebró el juicio ante la Comisión Militar Ejecutiva y Permanente. Estrampes fue condenado a muerte; Félix a diez años de presidio. Los demás absueltos.
Fueron inútiles todas las influencias movidas cerca del capitán general Concha para obtener el indulto del reo. La propia hija del capitán general hubo de arrodillársele para pedirle que no arrebatara la vida a aquel joven patriota. La madre y la hermana gestionaron inútilmente una audiencia. Cuando Estrampes conoció la negativa del capitán general exclamó: “Me alegro, así nada tendré que agradecerle al gobierno español”.
El 30 impartía el general Concha su aprobación a la sentencia y disponía su cumplimiento. Inmediatamente el reo entró en capilla. Allí escribió varias cartas de despedida y recibió la visita postrera de su madre, entregándole a su hermana el siguiente soneto:
A MIS VERDUGOS
¡Cobardes, viles, pérfidos tiranos!
Sin justicia, ni honor, sin fe ni leyes.
En España verdugo de los Reyes.
Y verdugos aquí de los cubanos.
Del mundo oprobio, Caínes inhumanos.
Que os vendéis ante el fuerte como bueyes.
Y como lobos devoráis las greyes.
Que indefensas están en vuestras manos.
Aquí tenéis verdugos mi garganta.
De Cuba un mártir más cuenta la historia.
Que el triunfo franco de su causa santa.
Ser víctima de España es ya una gloria.
Que a quien humanidad su altar levanta.
Ella opone un cadalso por memoria.
Marzo 30-1855.
La última noche la pasó tranquilo. Durmió con la serenidad del justo. A las tres de la mañana escuchó misa. Cuando el cura que le asistía le preguntó por qué no había unido su voz al rezo, respondió: “Todo esto no es más que una tontería, lo haría de buena gana si en su lugar se cantase la Marsellesa”.
Se levantó temprano y se arregló como si fuera a un paseo. Fumaba tranquilo. Cuando le ordenaron salir, se dispuso con entereza. Marchó firme y sereno por entre los soldados. Se despidió de los presos que se agolpaban tras las rejas para verlo pasar. Cuando llegó al pie del patíbulo habló breves minutos con el cura que le asistía, tal y como se lo había prometido a su madre. Besó el crucifijo. Después subió las escaleras con la majestad del buen patriota. Ya en lo alto del tablado, volviéndose para el público, gritó dos veces: “Viva Cuba Libre, Abajo la Tiranía”.
Le sentaron en el trágico banquillo. Los tambores redoblaron furiosamente. El cura se arrodilló a rezar a su lado, mientras el verdugo arrebataba aquella vida noble y generosa, que él entregaba con la fe de los grandes apasionados a causa de la libertad de su patria. Al cerrar los ojos tenía la convicción de que la tiranía sería expulsada de su patria…
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