Por Gustavo Torroella (1954)
¿CÓMO PUEDO SABER QUE ESTO ES AMOR?
El señor Adán y la señorita Eva se han enamorado. No son los vecinos del Paraíso. Estos viven en cualquier ciudad moderna. Quizás sean ustedes mismos. Un día ella acude confusa al consejero con la cuestión siguiente- “¿Cómo puedo saber que esto es amor? Varias veces he creído estar enamorada anteriormente. Pero esto me parece diferente. ¿Cómo podría saberlo?” Esa escena se repite centenares de veces en los consultorios psicológicos y clínicas de orientación matrimonial. Según las estadísticas de cada cinco mujeres que acuden a estos consultorios, dos tienen el problema de creer que están enamoradas, pero no están seguras; quieren distinguir entre el amor verdadero y el enamoramiento ilusorio, entre el amor y el amorío.
Amor es quizás la palabra más usada del diccionario. Lo malo es que el excesivo uso o abuso que se hace de este término conduce a veces a equivocaciones. Ciertamente es una de las palabras más equívocas y confusas que existen. Los niños aman a sus padres, a los juguetes y al mantecado. El joven ama a su novia, a sus estudios y a las fiestas. El adulto ama a su esposa, a sus hijos y a su trabajo. Hay muchas clases de amor. Se puede amar a todas las cosas y de diferentes maneras. Lo cual no permite entender con claridad lo que significamos cuando decimos que amamos a esta persona, o a esa cosa, o aquel ideal.
Si sostenemos que es necesario estar enamorado o amar para disfrutar de felicidad en el matrimonio, nadie osará discutirnos esa afirmación; pero probablemente la mayoría tenga una idea vaga, confusa de lo que es el amor, y, sobre todo, de la clase de amor que requiere el matrimonio. El objeto de estas líneas es contribuir a aclarar, a precisar, lo que se entiende por estar enamorado, por amar, y cuál es el amor que necesita el matrimonio verdadero. De este modo respondemos, en general, una pregunta que suele hacerse frecuentemente en los consultorios psicológicos de orientación matrimonial y que quizás la tenga también el lector en la “punta de la lengua”.
¿Qué es lo suyo: amor o amorío?
Del mismo modo que en la selección profesional una cuestión básica es la distinción entre la vocación falsa y la real, asimismo uno de los problemas fundamentales de la elección conyugal y del matrimonio consiste en diferenciar entre el amor verdadero y el amorío ilusorio. ¿Qué entendemos por amorío y por amor? ¿En qué se distinguen?
El amorío se compone primordialmente del impulso o amor sexual. Se basa en la atracción física. Es súbito y por lo mismo fugaz y pasajero. Como la flor de un día, nace y muere con rapidez. Decae tan pronto obtiene su propósito y satisface su deseo. Cambia de objeto con facilidad. El sujeto con amorío está enamorado, no de la persona, sino del amor. Es un deseo vago, general, indiferenciado de placer que no se dirige a nadie en particular, sino a todo el sexo opuesto en general. Es amor por el sexo, no por la persona. Es producto de la tensión del impulso sexual y dura hasta que se complace.
Por eso es una pasión fundamentalmente egoísta: se apoya en el yo y tiende a satisfacer al yo. El amorío quiere conquistar, poseer al sexo opuesto, con un propósito egoísta de disfrute y complacencia personal. La otra persona es sólo un medio para obtener placer y satisfacción y no un fin valioso y apreciable en sí mismo.
El amor meramente sexual o amorío es la manifestación del egoísmo en la esfera del amor. El sujeto egoísta se convierte a sí mismo en centro de su interés, y de su amor. Lo subordina todo a sus intereses, a sus deseos. Trata de atraer, conquistar y poseer todos los objetos y personas que entran en la esfera de su influencia, para su provecho personal exclusivamente. Desconoce o menosprecia el valor de las demás personas y las trata de someter a su dominio, de utilizarlas para su placer.
El egoísmo es una etapa natural, normal en el niño. Pero a veces por errores de educación se fija, se detiene, el desarrollo del individuo en esa etapa del egoísmo infantil, y se convierte en un adulto inmaduro, incapaz de afrontar y resolver adecuadamente los problemas básicos de la vida —trabajo, matrimonio, sociabilidad— que requieren una alta dosis de sentimiento de comunidad o conciencia social.
Cuando el sujeto egoísta -el adulto infantil— pretende amar, sólo consigue tener amoríos, es decir, sólo expresa, por lo general, su deseo sexual o de dominio, su anhelo de utilizar a las personas como medios para obtener satisfacciones propias, prescindiendo del valor de esas personas o del bien que puede realizarles. Cuando este sujeto “ama”, su amor se rige por impulsos y emociones egoístas: busca sólo su provecho: es dominante, avasallador, despreciativo, acaparador, celoso, exigente… El impulso sexual o amorío es insuficiente para crear un matrimonio estable y feliz
Los amoríos del egotista, del que no ha alcanzado su madurez personal carecen de la esencia del verdadero amor que es cooperación, fusión, identificación. El amor sexual, en cambio, es fundamentalmente egoísta. Por esta razón no podemos apoyar el matrimonio únicamente en ese impulso. Quien va al matrimonio solamente por necesidad sexual, no desea el matrimonio por amor sino por egoísmo y carece de las condiciones que hacen estable y venturosa la unión marital. La voluntad egoísta de posesión y de dominio o de placer personal contraria el anhelo amoroso de entrega y de compenetración con la persona amada.
El problema central del matrimonio consiste quizás en que el instinto sexual, egoísta, que es el impulso primario y característico que suele conducir a las personas al matrimonio, no es suficiente de suyo para asegurar la perduración y felicidad de la unión. Es más bien el elemento que si no se educa y disciplina, tiende constantemente a perturbar el lazo matrimonial. Ocurre el hecho paradójico que el motivo que impulsa a la unión constituye su principal peligro y causa de preocupación. Quisiéramos explicar esto con la mayor claridad posible para evitar malentendidos y tergiversaciones en una cuestión como ésta de la que depende la felicidad matrimonial.
Es un hecho indiscutible que la causa del fracaso de muchos matrimonios es que pretenden basar en el amorío, en el amor sexual únicamente, la asociación conyugal para la vida. Que es como edificar sobre el mar. Quizás muchos no se den cuenta conscientemente, pero ese puede ser el motivo exclusivo. ¿Cómo es posible que una unión sea estable y dure toda la vida, si se apoya solamente en la posesión y disfrute de los caracteres sexuales, si depende únicamente de ese “gitanillo que jamás conoció ley”, como reza el cantar del amorío? El amor sexual es una necesidad.
Toda necesidad se reduce y extingue con la satisfacción. Por lo tanto, si el matrimonio se limita a servir de medio para satisfacer la necesidad sexual es, lógicamente, previsible que esté condenado a su desaparición. Como vemos la relación entre el matrimonio verdadero y el amor sexual es el problema matrimonial por excelencia. Antes de indicar algunas sugerencias para resolverlo, veamos algunos casos particulares en que se ve el drama de la vida conyugal cuando se apoya únicamente en el amor sexual, aunque los cónyuges no lo hayan advertido.
Primera consecuencia del amorío: indiferencia y hastío
El Hombre se queja: “Al comienzo de nuestra unión todo iba a las mil maravillas. Constituíamos entre los dos una unidad: éramos un corazón y un alma. Nos comprendíamos bien. No hacían falta a veces las palabras. Las miradas y los gestos eran suficiente. AI regreso de mi trabajo mi mujer me esperaba cariñosamente. Ya han pasado varios años de aquello. Ahora es otra cosa y no sé cómo ha cambiado la situación. No nos entendemos bien. A veces regreso a casa alegre deseando que ella me espere afectuosa. Compro dulce por el camino. Llego a mi casa esperanzado y buscando su rostro y ella me lo esquiva. Quiero saludarla con afecto y se aparta como apresurada por sus ocupaciones. Ese recibimiento me enfría. Después de comer me siento detrás de mi periódico y ella cose u oye el radio. A veces nos hablamos, pero de cosas impersonales y no sobre lo que yo quería hablar”.
La Mujer se queja: “Mi esposo ha cambiado mucho. Ya no me quiere. Se ha hecho un egoísta. Cuando espero de él una palabra amorosa, se pone a leer sus libros; y cuando estoy más ocupada en mi casa entonces viene con sus cariños. Sus cariños son cuando quiere obtener algo para sí. Me parece que soy para él un medio para el fin. Me avergüenzan sus cariños; me siento violada. Hay a veces momentos de armonía, pero no son tan frecuentes como antes. Son oasis en el desierto, y cada vez escasean más.”
¿Qué diría de esa situación un observador neutral? Comentaría que esas personas no se desean tanto como antes; que mientras su amor fue nuevo y joven, se querían más apasionadamente, pero que después de consumada la conquista y asegurada y disfrutada la posesión, su amor sexual revelaba su verdadera naturaleza, sin máscara, desnudo. Y su naturaleza se reduce a posesión, disfrute, satisfacción, hastío y variación.
Segunda consecuencia: aversión y odio
El Hombre dice: “Me molesta ver a mi mujer, la odio a veces. El sólo verla u oír su voz me enoja. Su conversación me es insoportable. Las otras mujeres me lucen mejor, más cordiales y atrayentes. No me hallo bien en mi casa con ella. En sociedad con otros luce otra persona. Otros creen que es una gran mujer. No lo dudo si fuera en casa como se comporta fuera. ¡Pero hay que ver esa cara estirada que pone cuando estamos solos!”
La Mujer dice: “Cuando estoy con mi marido, a veces quiero ser amable; pero algo dentro de mí hace resistencia y no puedo serlo. No me nace. Hay algo en su rostro frío y en su conversación profesional que me paraliza. Sólo me muestro espontánea y como naturalmente soy, cuando estoy sola o en compañía amable. Querría estar en otro ambiente más congenial y alegre. Mi marido es mi carcelero. A veces deseo que no vuelva más. ¡Es horrible pensar esto! Luego me arrepiento. Pero no puedo evitar que me pase por la mente.”
¿Qué pensar de esta segunda etapa del amor sexual? Es el natural desarrollo y consecuencia de la etapa anterior. La indiferencia y el hastío de un matrimonio basado únicamente en el amor sexual, ha conducido a la aversión y al odio. Es perfectamente lógico y previsible. El odio. La agresividad, es la actitud que se suele asumir cuando el sujeto sufre una frustración. Al consumarse el deseo sexual por la posesión y el disfrute del cónyuge y mantenerse el sujeto “encarcelado” en una unión ya sin sentido, se siente frustrado y ello desemboca en la aversión, en el odio, a veces abierto, otras oculto o reprimido. El amor sexual fracasado, extinguido, o desdeñado, se convierte naturalmente en odio, en repulsión. No hay nada anormal ni culposo en esto. Es el natural desarrollo de la ley de las necesidades biológicas.
¿Veis las consecuencias de basar la unión conyugal únicamente en el amorío o amor sexual? Muchas veces los novios o cónyuges creen con la mejor intención que es un verdadero amor lo que los ha impulsado a la unión. Pero el tiempo, definidor implacable, pronto muestra la verdadera naturaleza de su amor, y advertirán entonces, por las consecuencias, que habían confundido lamentablemente gato por liebre.
Cómo fundar un matrimonio estable y vitalicio que incluya el amor sexual, pero no como base única.
Si el matrimonio, que se apoya únicamente en el amor sexual está expuesto al riesgo de los altibajos y de la decadencia de la pasión física, ¿qué hacer para sustraerlo al peligro de que sufra el destino fugas del amorío sexual y cimentarlo en una base más sólida y estable?
El matrimonio se asegura cuando se basa en el ideal y el sentimiento de comunidad sobre los intereses particulares, egoístas, ligados al yo de cada cual. El matrimonio se consolida cuando el sujeto siente que su yo se fusiona, se identifica con el del cónyuge y se crea una comunidad de vida amplia en la cual lo que impera son los intereses y los objetivos comunes, la voluntad de convivencia, de cooperación, por encima de los vaivenes del impulso sexual o de las discordias cotidianas. Únicamente así puede ser comunidad estable y vitalicia.
El matrimonio concebido de este modo es modelo y germen de toda comunidad humana. Pues con dos personas empiezan las posibilidades de comunidad y, al mismo tiempo, es la de dos la más intensa y la más difícil de realizar. Quien logra vivir armónicamente en comunidad de dos, es más capaz de convivir en cualquier comunidad.
Vemos como es una ilusión peligrosa el imaginar que el matrimonio puede realizarse por el amor sexual, ya que éste, generalmente, envejece, se extingue y tiende a la variación. Por lo tanto, es incapaz de garantizar un matrimonio verdadero. No hay que engañarse, al que quiera simplemente realizar el amor sexual no debe escoger el estado de matrimonio, pues en esta institución, el “gitanillo que no reconoce ley” que es el impulso sexual, entra en callejón sin salida.
El matrimonio es mucho más que la gratificación sexual. Ha de ser comunidad vital, integración unitaria y total de dos personas. No puede crearse con viso de perdurabilidad, ni renovarse perennemente si no late en ambos cónyuges una certeza que domine o funde los intereses particulares en el interés superior de la comunidad conyugal y familiar.
Llamamos a esta fuerza sentimiento o voluntad de comunidad o de unidad. Esto es obra de superioridad espiritual y de buena voluntad. No hay que caer en el error de creer que el matrimonio se ha hecho para todos. Hay algunos que optarían mejor no casarse. Es cuestión de vocación y selección humana. Para hacer un buen matrimonio hay que ser buena persona, hay que actuar por y desde el espíritu, hay que tener buena voluntad. Una buena voluntad puesta al servicio de la unidad conyugal, de la cooperación y de un interés superior a la simple individualidad.
La esencia del matrimonio pertenece más bien al mundo moral y espiritual que al mundo de la biología. Los instintos
sexuales tienden a la variabilidad y a la dispersión. La fidelidad a la unión no es una fuerza biológica, sino una virtud de orden moral. El matrimonio es lazo espiritual libremente aceptado y consentido.
Así como en el reino de la biología y de los instintos predomina el egoísmo, el reino del espíritu se caracteriza por el amor, la expansión, la trascendencia. El espíritu siempre vive para valores más allá de la mera individualidad. Uno de estos valores es el matrimonio. Como el matrimonio pertenece esencialmente al reino del espíritu y de los valores, es perfectamente explicable que decrezca su prestigio en los momentos en que decae la espiritualidad. Y es también perfectamente lógico que sólo las personas con cierta dosis de espíritu tengan vocación y aptitudes para la vida matrimonial.
Primer paso hacia el matrimonio verdadero
El primer paso hacia el matrimonio verdadero es el reconocimiento claro de que el amorío y el amor, el impulso sexual y el amor verdadero son dos especies de naturaleza y valor distintos. El amor sexual es pasión apoyada en el yo y tendiente a complacer al yo: quiere únicamente satisfacer el deseo egoísta. La persona compañera es solamente el medio para obtener esa satisfacción. Por el contrario, el verdadero amor, la voluntad de unidad y comunidad no trata de satisfacer únicamente al propio yo, sino que tiende a la integración, a la fusión del yo y del tú en el nosotros del matrimonio y de la familia.
Lo básico del matrimonio verdadero es el sentimiento del nosotros donde se diluye y acrecientan el yo y el tú. El amor verdadero no busca la satisfacción de sus propios deseos exclusivamente, sino la creación de un consorcio armónico que prevalece contra todo deseo particular y contra toda discrepancia o discordia transitoria.
El matrimonio verdadero absorbe y supera el instinto sexual en la voluntad de comunidad. Pone el impulso erótico al servicio de algo más allá que la mera individualidad, es decir, al servicio del nosotros. El amor sexual es en todo matrimonio lo egoísta, lo inestable, lo fugaz. No es posible que en su esfera reine siempre la fidelidad, ni la concordia y armonía. No aceptarlo es engañarse o ser hipócrita. Pero cuando ese impulso sexual va acompañado de amor se transfigura. Es que el espíritu amoroso todo lo dignifica.
Sólo mediante esa íntima convivencia espiritual que produce el verdadero amor, la relación sexual llega a ser una relación personal. De este modo la presencia del amor, del sentimiento de comunidad es capaz de dominar, de “encantar” y elevar al impulso sexual, despojarlo de su carácter perturbador y ponerlo al servicio de la estabilidad matrimonial. Esto se logra con el prevalecimiento del sentimiento de comunidad sobre el sentimiento egoísta del yo. Sólo la profunda vivencia del nosotros es capaz de diluir la arisca y egoísta individualidad en el espíritu de comunidad. Para aquel que posea la voluntad de comunidad, su compañero deja de ser medio posible para realizar sus fines egoístas y se eleva a la categoría de otros miembros de la comunidad vital.
Lo importante es el sentimiento del nosotros, el sentirse solidarios, unidos por una voluntad amorosa capaz de afrontar y vencer todos los vientos y mareas que choquen en la proa matrimonial. El amor sexual, en consecuencia, no debe ser tomado a lo trágico, y no debe ser estimado así porque cada uno de nosotros, considerados aisladamente, tampoco debe ser tomado a lo trágico. Poco importa cada uno. Lo que vale es la unidad conyugal y familiar que es superior a cada uno en particular. No hay que tomar los propios deseos y penas a pecho, trágicamente, a pesar de que se les sienta y se les padezca en los propios corazones individuales.
El que vive el amor verdadero sabe sonreírse de sus penas individuales y las sobrelleva porque la alegría y felicidad de la unión le da fuerza para ello. No es susceptible, no se da excesiva importancia. Puede tomar a broma sus asuntos privados. Y recordemos que un peligro que no es considerado como tal, ni se toma trágicamente, ha sido dominado, ha dejado de ser tal peligro. En la China, donde hay una cultura suprema de los sentimientos familiares, la vida matrimonial no trae consigo casi nunca tragedias, porque nadie toma en serio los conflictos conyugales. La unidad del matrimonio y la familia está por encima de ello y vale mucho más.
Cuando se logra esa sólida comunidad matrimonial, las discordias apenas cuentan. En realidad, entonces ninguno pelea con el otro, sino que “están peleándose”, es decir, el nosotros participa así de los estados de ánimo. Aun cuando polemizan o discrepan el sentimiento de comunidad los acompaña como la sombra al cuerpo. Toda experiencia penosa o conflicto se desvanece dentro del seno de la comunidad amorosa, como las olas más encrespadas se disuelven en el mar, lo cual quita virulencia e importancia a los inevitables desajustes cotidianos. De este modo triunfa el amor como sentimiento y voluntad de cooperación sobre el sexo y la erótica, fuerzas inestables y fugaces y se les incorpora y asimila a la vida conyugal.
Cuando el amor sexual decae, cuando hay desarmonías eróticas y en consecuencia amenaza una desavenencia conyugal, los esposos deben considerar la situación e inspirándose y fortaleciéndose en su amor verdadero, deben sacar de él, fuerzas para dominar la discordia. Frente a las desarmonías provocadas por el egoísmo y el amor sexual veleidoso, los esposos que se aman de verdad deben decirse: “¡Qué gente más tonta somos, que por un poco de irritación, por un poco de frialdad de la otra parte, por un poco de celos, ya queremos separarnos! Esto es dejarse vencer por las fuerzas inferiores del egoísmo. Por encima de estos vaivenes de la emoción fugaz está nuestra comunidad conyugal, que pertenece a un orden espiritual superior a los altibajos emotivos, y en la que nos pertenecemos el uno al otro.”
De este modo el verdadero amor supera al egoísmo, controla a las emociones, y domina al amor sexual, superando los trastornos y crisis que ocasiona y lo obliga a encarrilarse y a trabajar por la felicidad conyugal, en vez de ser germen de discordia.
Quisiera que el lector entendiese claramente lo que significo por comunidad vital o sentimiento del nosotros del matrimonio. No es una frase literaria o poética. No es un ideal romántico ilusorio y trasnochado. No está en las nubes. Puede estar en la tierra si trabajamos por ello.
¿Cómo contribuye esa comunidad conyugal a la felicidad de los esposos? ¿Por qué debemos promoverla y cuidarla como algo esencial para la dicha matrimonial y personal? La comunidad vital, la unidad conyugal no sólo es necesaria para realizar la felicidad matrimonial, sino también para completar el desarrollo personal de cada cónyuge.
Esta voluntad de cooperación y comunidad crea la unidad de dos personas que se aman lo cual permite culminar el desarrollo o madurez personal.
Ningún individuo puede alcanzar por sí solo el crecimiento personal completo. Es la unidad conyugal la que complementa la insuficiencia individual, y permite realizar mejor el destino del hombre y de la mujer.
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