EN UNA GRANJA DE MAINE

Written by Libre Online

23 de diciembre de 2024

POR JOHN GOULD

En Navidades nos parecía que las estrellas de diciembre, con sus vigorosos destellos, miraban hacia nuestra vieja granja de Maine. Un viento procedente del Yukón dominaba todos los demás vientos y venía a echar montones de nieve en los vidrios de las ventanas y penetraba por todas las rendijas de las paredes de madera. Muchas mañanas de Pascuas encontraba mi cama cubierta de nieve al levantarme. 

Mi cuarto estaba al norte, y siempre colgábamos en él carne para que se helara. Así, yo tenía que compartirlo, desde noviembre hasta mayo, con algunas porciones de cerdos, que brillaban espléndidamente a la luz de la luna y cuyos ojos me miraban fijamente. Yo no les devolvía las miradas, pues estaba hecho una bola bajo las frazadas. En Pascuas, además, tenía que compartir mi cama con varios primos míos. Lo primero que me viene a la mente cuando me pongo a recordar las Navidades de aquellos tiempos, es una lucha por el centro de la cama contra cuatro empecinados primos. 

Nuestra vieja casa fue construida en 1760 con madera acabada de cortar, por lo que se encogió produciendo muy curiosos resultados. 

Sin embargo, nuestra familia, dispersa como todas las familias de Maine, se reunía todas las Pascuas en aquella casa fría y desabrigada, donde pasábamos muy buenos ratos. Algunos de nuestros parientes, como la tía Myrt y el tío Walter, hacían el viaje desde Boston. La cara de la tía Myrt parecía una calabaza helada, y siempre, nos leía el «Cántico de Navidad» de Dickens. Sólo había asistido a la escuela hasta el tercer grado y no leía muy bien. En cambio, el tío Walter era muy instruido: era presidente de la Unión Literaria Faneuil. 

Casi todos nuestros parientes eran simpáticos. El mejor de todos era el tío Rance, que a veces llegaba de Dakota, con olor a praderas. Al menos eso me parecía a mí, aunque más tarde supe que el olor era a whisky. Era un hombre muy sedentario y sólo en algunas Navidades iba a nuestra casa. Esas Navidades en que el tío Rance hizo acto de presencia fueron las mejores. Cuando se anunciaba su llegada, mi padre sacaba del establo a “Tantrabogus”, nuestro viejo y nada brioso caballo, lo enganchaba al trineo y se dirigía al paradero de los trenes. Cuando el tío Rance salía del tren, se apoderaba de las riendas y azotaba al viejo “Tanty” de tal modo, que el pobre caballo regresaba al galope, con los ojos desorbitados, con las orejas vueltas hacia atrás y con sus cascabeles metiendo una bulla de todos los demonios. 

Siempre que el tío Rance iba a casa teníamos un gran árbol de Navidad. Salía con todos nosotros, los muchachos, y teníamos que andar largo rato por la nieve hasta que él encontrara el árbol apropiado. Lo derribábamos y lo llevábamos arrastrándolo a la casa, donde nos esperaba una gran discusión con las mujeres. 

Las mujeres tenían que celebrar la cena de Navidad en la cocina, por lo que siempre eran partidarias de un árbol pequeño. Con la mitad de la cocina ocupada por el árbol del tío Rance y la mitad por los hombres, la tercera mitad resultaba demasiado reducida. Pero el tío Rance era persuasivo. 

En Nochebuena, después que la tía Myrt leía el “Cántico de Navidad” a la luz de la lámpara de aceite, colgábamos nuestros calcetines junto a la estufa y nos desvestíamos. Por mucho que calentara la estufa, el piso siempre estaba frío, por lo que teníamos que encaramarnos en las sillas para desvestirnos. Como estábamos todos juntos, nos poníamos las largas camisas de dormir de franela y nos quitábamos la ropa debajo de ellas. Mi padre, que tiene ochenta y seis años, todavía tiene que encaramarse en una silla para quitarse los pantalones: así son de fuertes los hábitos que se forman en la niñez. Por mi parte, yo no pude vencer esa costumbre hasta hace quince años. 

Nos demorábamos todo lo posible, a pesar de que se nos ordenaba constantemente que nos acostáramos de una vez, hasta que subíamos corriendo la fría escalera para meternos en la cama. 

Cuando llegaba la mañana de Navidad, mi padre bajaba envuelto en un abrigo de piel para encender el fuego de la cocina con las brasas que quedaban en la estufa. Una vez los leños de la estufa se consumieron tanto, que las manzanas se helaron dentro de nuestros calcetines. 

Cuando nos levantábamos corríamos a la cocina, donde hacía menos frío. Nos encaramábamos en las sillas, nos vestíamos y descubríamos nuestras manzanas con gran jubilo y alegría. Aunque eran muy semejantes a las que había almacenadas en el sótano, las manzanas de Santa Claus, no sé por qué razón, eran mayores, más rojas y más jugosas. 

Después del desayuno íbamos a ver qué había bajo el árbol de Navidad. El tío Rance solía comprarnos cuchillas de bolsillo y silbatos, por lo que la gente decía que él gastaba el dinero locamente y que algún día se arrepentiría. Exceptuando eso, nuestros regalos de Navidad se limitaban a objetos necesarios: guantes, gorros, botas, suéteres. Mi tía Anne solía pasarse al tiempo tejiendo, haciendo lindos guantes de distintos tamaños, y el día de Navidad los ponía todos en una cesta. No los envolvía ni los ataba con cintas. Cortaba una tira de papel de periódico, escribía en ella un nombre y la ponía en el pulgar de un guante. Me gustaría tener ahora un par de esos guantes de tía Anna, envueltos o sin envolver. 

Un año Crampo nos hizo un trineo con capacidad para diez personas. Cuando lo terminó tuvo que pagar cinco dólares para que lo herraran, y tuvo que vender tanta miel y tanto jarabe de arce para reunir los cinco dólares, que nos quedamos sin dulce antes de la primavera. 

Esa Navidad nos vestimos apresuradamente y salimos a probar el trineo. El tío Rance lo dirigió; chocó con un poste de una cerca y se rompió la clavícula. Lo llevamos a casa en el mismo trineo y mi madre fue en busca del Dr. Kreamer. El Dr. Kreamer dijo en cuanto llegó: 

—¡Viejo zorro! ¡Venir a estropearme la Navidad! 

Pero, adolorido como estaba, el tío Rance se limitó a sonreír. Cuando se fue el Dr. Kreamer, me pidió que le llevara su maleta al trineo de mi padre. Como siempre, tenía un fuerte olor o praderas. 

Para la cena de Navidad solían asar un pato bien grande. Mi madre tenía una fuente de tres pies de largo especial para el pato, y como no cabía en el platero, el resto del año la guardaba en el desván. Algunas Navidades comíamos pavo, y otras sólo pollos. Entonces se usaban los platos y fuentes corrientes, donde se servían calabaza, nabos, cebollas, chirivías, puré de papas con mantequilla, zanahorias, remolachas y otras cosas por el estilo. 

Recuerdo particularmente los encurtidos: teníamos de unas diez clases distintas. El vinagre que hacíamos con nuestras propias manzanas destrozaba la garganta, por lo que yo siempre tenía problemas con los encurtidos. 

Mi abuela siempre hacía un pudín, siguiendo una receta de su abuela y, para dejar espacio para él, la mayor parte de nosotros sólo comía una tajada de pastel. Ese pudín era del tamaño de una pelota de básquet, y cuando el tío Rance estaba en casa, le echaba licor por encima, le prendía fuego y lo llevaba a la mesa cantando una canción navideña. Indudablemente el licor le añadía algo al pudín. La tía Myrt decía que eso quebrantaba la ley seca, pero siempre comía un pedazo. 

Me duele que no haya sido posible conservar para la posteridad el olor de aquella cocina… Ese olor del árbol, de las manzanas, del pastel, del pato y del pudín. Terminada la cena, después que colgábamos nuestros guantes húmedos, sobre el fuego, y colocábamos nuestras botas junto a la estufa, y los hombres fumaban sus pipas, y el tío Rance invitaba a todos a tomar un trago de su licor de contrabando, el olor de la Navidad era más que un olor. Era una especie de vaho. A él se añadía un poco de humo de madera cuando se echaba más leña en la estufa, y las lámparas de aceite humeaban un poco, y quizás el perro dormía demasiado pegado a la estufa y se chamuscaba un poco, hasta que tenía que salir para enfriarse. Cuando llegaba la hora de acostarnos ya los párpados nos pesaban demasiado. 

Cuando iba el tío Rance, sacábamos su árbol al día siguiente, a causa de las disputas con las mujeres. Pero cuando teníamos un árbol pequeño, permanecía en la casa hasta el Día de Reyes. El exceso de gente y el reparto de mi cama con los primos duraban tres días, pero el tío Walter y la tía Myrt se quedaban una semana, y el tío Rance no se iba hasta que llegaba la época de la siembra en Dakota. Cuando al fin lo acompañábamos al paradero de los trenes, ello significaba que las Navidades habían terminado realmente.

Temas similares…

0 comentarios

Enviar un comentario