Capítulo I
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Romerico Romero se rascó la cabeza de calvicie avanzada; mechones blancos y dispersos.
—La cuestión es… -y recurrió al ron- que en esta ocasión Rosalía Rosado no te seguía sola. Junto a ella, tomando su mano, estaba el joven que fuiste. Sabes, me costó trabajo reconocerte. Han pasado tantos aguaceros que los recuerdos se mojan.
—¿Y qué fue de mí; el de ayer…?
—Se confundió y diluyó, en la tronada, con la imagen de Rosalía Rosado. En ningún momento, mientras tuve visión, desataron las manos.
—Supe, desde el fuerte olor a tierra mojada, las nubes grises que se hacían negras y el pensamiento poderoso que latió en mis sentidos, que hoy, a esa hora del mediodía, Rosalía Rosado se me echaba encima con el ímpetu de la pasión que nos habíamos prometido. Pero esta vez no la percibí como un recuerdo. Esta vez, a pesar de saberla muerta, me llegó con frescura y vigor sexual. ¡Qué manera de amarla, desearla! -repitió al compás de un ron que ya no le ardió en el gaznate- ¿Piensas que deliro o cometo algún tipo de pecado…? A veces me recrimino por la intensidad con que la pienso.
Una centella cruzó el cielo grávido y alumbró una descarga eléctrica. La lluvia se fortaleció y en la calle corrió una riada turbia.
—No te atormentes -respondió Romerico Romero-. Estás recogiendo, como todo el pueblo, la motivación de vida escogida. Hemos de marchar y mirar hacia atrás. Rosalía Rosado está a tus espaldas. En las espaldas de todos.
***
El cura capuchino Casto Castor, con el altar de fondo, levantó el cáliz. El monaguillo Carmelo Carmenate tocó la campana y los fieles se postraron en los tablones reclinatorios, atornillados a las patas traseras de los bancos anteriores.
Al arrodillarse, el brazo derecho de Florencio Flores tocó el izquierdo de Rosalía Rosado. El niño sintió un gorjeo en la piel e hizo un ademán de repliegue. La niña no rehuyó el contacto y lo miró con pupilas claras que, de por vida, lo saetearon.
Los asistentes a la ceremonia bajaron las cabezas. La humedad heredada del aguacero vespertino se hacía vaho dentro del templo y más de un rostro brilló de sudor y fe.
—Ya no sangro -casi al oído le dijo Rosalía Rosado-Te devuelvo el pañuelito.
Florencio Flores tomó la tela y la encerró en el puño. El calor le ardió en las mejillas y, sin elevar la vista, murmuró.
—No hace falta que me lo devuelvas ahora.
—Gracias, ya no lo necesito.
El tono llano de la niña logró que, sobreponiéndose a la timidez, le dedicara una ojeada oblicua.
Rosalía Rosado, a la mirada silenciosa, contestó con una sonrisa que cimentó el tiempo de los dos.
Bebida la sangre de Cristo los fieles retomaron los asientos. El cura de cabeza tonsurada, hábito marrón, cuerda a la cintura y sandalias toscas, de cuero de chivo, invitó a los devotos confesantes a que se aproximaran al altar para recibir el pan de la comunión.
—De aquí no se muevan -Piedad Piedra ordenó a los niños. —Voy por mi hostia y regreso para ir, todos, a ofrecer las rosas a la Virgen María.
Los chicos comenzaron a hablar entre si y Romerico Romero alzó la voz preñada de risa.
Galatea Galatraba, ojo avizor de la armonía dentro del templo, amonestó en voz baja.
—¡Silencio y respeten! Están en la casa de Dios; frente a la Virgen María.
Rosalía Rosado asomó un puchero de vergüenza ajena y Florencio Flores, motivado hasta la raíz de los pelos, se atrevió a acariciar la mano tierna.
—No fue contigo. Romerico es muy juguetón. Ella, reprimiendo un puchero, respondió. —El regaño fue para todos.
—No le hagas caso. Aparenta ser dura. Es buena y quiere a los niños que venimos a la iglesia. Ya la conocerás mejor -la consoló.
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