En olor de lluvia

Written by José A. Albertini

2 de diciembre de 2025

Capítulo IV

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

—Qué la cargue el cura… -tronó una voz y el reclamo se hizo multitudinario.

¡Sí, sí…! Como Cristo a la Cruz…

El Guía en Jefe secreteó con el Doctor y dispuso.

—El pueblo ha decidido una parte del castigo. Hágase su voluntad.

El Doctor impartió una orden y los cargadores depositaron la parihuela en el piso; a la entrada de la iglesia. Tomaron la imagen de la Santa y trataron de colocarla sobre las espaldas de Palomino Palomo. Abrumado por el peso del mármol el sacerdote cayó al piso. Los ojos pugnaron por salir de las cuencas y la boca se abrió en intento fallido de buscar aire.

—Quítenle la piedra de encima. Se ha desmayado -despectivo dijo el Doctor. Intercambió impresiones con el Guía en Jefe y varió el plan.

—Ustedes -se dirigió a los cargadores- sostendrán sobre sus espaldas la estatua. De manera tal que soporte, durante el camino, la mayor cantidad de peso posible, sin que llegue a caer. En ningún momento le alivien la carga.

Le lanzaron agua al rostro y el cura se reanimo. Tomó algunos sorbos y con ayuda de los ajenos logró ponerse en pie.

—Si tanto amas a esta puta ahora es el momento de tenerla, solo para ti, por el resto de la eternidad -se burló el Doctor.

Contradiciendo la tragedia que lo cercaba y las laceraciones corpóreas, el sacerdote, ya bajo el peso del mármol santo, escurriendo sangre y sudor del rostro, alzó la mirada y contempló al Doctor, luego posó los ojos en el Guía en Jefe y con voz, inexplicablemente, firme dijo:

—Candelario Candela, tu torpe resentimiento me lleva a la intangible libertad del mundo interno.

—Descalzo; que camine descalzo -Desatendiendo las palabras del cura, dispuso el Guía en Jefe.

Las sandalias le fueron arrancadas de los pies. A tirones y empujones le llevaron, agobiado por la hostilidad insultante, de amigos y feligreses entrañables, hasta tomar la calle Santa Rosa rumbo al antiguo aserrío, cercano al puente de la Cruz que cruza el rio Bélico.

El peso de la imagen lo hacía trastrabillar y enfurecía, aún más, a los acosadores que le exigían mantener el ritmo de marcha.

Al paso del sádico pandemónium, desempolvado de infinidad de pasados, algunos pobladores que se abstuvieron de participar, se asomaron a las puertas de sus viviendas. Entre ellos se destacó la figura maciza de Yoya, católica ferviente y regente del prostíbulo más conocido del pueblo.

Yoya, respetada por discreta; calidad de servicios y belleza de las empleadas, al ver que su amigo y confesor privado era sometido a suplicio físico y ninguneo moral, maldijo al cortejo inclemente y rompió en llanto.

Su querido cura Palomita, hombre de fe y voraz apetito sexual, por años subrepticiamente, hasta días recientes, fue cliente del bayú. En todo momento ella contribuyó para que la identidad del visitante, quedase atrapada entre las piernas de la escogida y las paredes de la casona, estilo colonial. Ese trato preferencial forjó una bonita relación de la cual la matrona se benefició espiritualmente, ya que luego de cada aligeramiento prostético del sacerdote, este pasaba a una habitación privada para, sin testigos, tomarle confesión a la pecadora. En agradecimiento a la deferencia eclesiástica Yoya, de su peculio personal, le reintegraba al hombre de Dios, el costo del rato de amor disfrutado.

—¡Cobardes, ratas de mierdero…! -La mujer madura explotó al reconocer, entre los verdugos del sacerdote, a muchos de sus clientes, que optaron por ignorarla.

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