En olor de lluvia

Written by José A. Albertini

25 de noviembre de 2025

Capítulo IV

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

Despertó sobresaltado; a punto de rayar el alba. Supo por el olor a tierra mojada que en la madrugada llovió. No tuvo conciencia plena del brusco despertar hasta que los gritos se repitieron. Eran lamentos de parturientas que rompían el mutismo del tiempo y se apropiaban del eco.

El rumor del que habló Romerico se ha hecho realidad. ¡Están pariendo…!, la idea latió.

Se precipitó del lecho y vistió de prisa. El perfume a hembra fresca, de Rosalía Rosado se materializó en el olfato del anciano. Bebió un vaso de agua y salió a la calle colmada de personas que en tropel corrían, calles Santa Rosa y Buen Viaje abajo, rumbo a la charca de la que fue rescatada la imagen de La Inmaculada Concepción de la Virgen María y donde, a medida que la Virgen emergía del Fango, los vientres de Piedad. Piedra y Galatea Galatraba habían crecido en preñez insólita.

Florencio Flores se sumó al gentío que, lleno de esperanzas y alentado por los alaridos de las viejas parturientas, se alistaba al reencuentro definitivo con el pasado truncado.

***

Por unos instantes, luego que el Doctor le habló al oído, el Guía en Jefe caviló. El silencio sobrevino. Todos estaban pendientes de la decisión del líder.

—Palomino Palomo, por última vez -tronó la voz del que fue Candelario Candela- informa al pueblo a dónde escaparon o se esconden…

—No lo sé -el cura, con voz quebrada, respondió.

—¡Basta de contemplaciones…! -el boticario Herminio Hermida reanimó el rencor.

—¡Sí… sí…! ¡Basta de contemplaciones! -a dúo atizaron el relojero Zacarías Saca y la educadora Alma Almaguer.

¡Justicia; justicia…! Que se imponga la justicia revolucionaria… Con garganta única voceó el gentío.

—El pueblo ha hablado. Hágase justicia -El Guía en Jefe al pronunciar la sentencia vaticinó el futuro y empedró el camino a seguir.

Dos ajenos, sin miramientos, incorporaron a Palomino Palomo y aguardaron órdenes. El Guía en Jefe cruzó una mirada cómplice con el Doctor. Este último tomó la palabra y exigió silencio.

—Ciudadano Palomino Palomo, en nombre de este pueblo que hoy inicia la construcción de un porvenir mejor, te condenamos a la supresión absoluta.

La muchedumbre prorrumpió en gritos de alegría. Algunos, mujeres y hombres, lloraron y no pocos se fundieron en abrazos de esperanzas. El Doctor volvió a pedir silencio. Se dirigió al condenado y alzó la voz para ser por todos escuchada.

—También, para erradicar de este pueblo todo vestigio de fanatismo religioso sentenciamos -extendió el brazo derecho y señaló a la imagen de La Inmaculada Concepción de la Virgen María- a este pedazo de mármol frío; referente falso y prostibulario de las madres verdaderas, a desaparecer junto con el ciudadano Palomino Palomo que, en acto de ciego fanatismo religioso, golpeó las mejillas de un niño; un ser humano real de carne y hueso que se negó a reverenciar a un fetiche. Aquel niño, hijo de este pueblo justo, es nuestro presente y futuro Guía en Jefe.

Al conocerse el veredicto, un jolgorio exagerado, que se inició en el templo y, de boca en boca, alcanzó a los que afuera colmaban el parque de La Pastora y calles aledañas, salpicó el instante.

A las puertas de la iglesia, con el rostro ensangrentado, la sotana raída, las manos atadas, al frente, y custodiado por ajenos armados de rostros inexpresivos, apareció el hermano Palomino Palomo. Detrás, en una parihuela improvisada, seis ajenos, tres a cada lado, transportaban la estatua de la Santa. Por una-fracción de minuto las bocas callaron y el ambiente tragó el preludio del miedo epidémico.

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