En olor de lluvia

Written by José A. Albertini

13 de mayo de 2025

Capítulo I

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

Coronando la torre del campanario, de cinco metros de altura, una esfera de concreto con una cruz enhiesta le ganó al templo el sobrenombre de La Iglesia de la Calabaza. Narran los historiadores locales que en la primera mitad del siglo XIX, a punto de concluir las obras, el cura párroco le ordenó al arquitecto José María Betancourt: Pon en lo alto el mundo y sobre él una cruz.

Con flores a María que madre nuestra es… Niños y niñas, estimulados por Piedad Piedra elevaron las voces. La beata Galatea Galatraba, sirvienta del templo, a medida que trasponían el umbral, les fue entregando una rosa, bien blanca o bien roja, y los conminaba a guardar silencio. La misa estaba por comenzar. Bajo la mirada piadosa de Piedad Piedra el grupo se apropió de dos largos bancos de madera barnizada.

Florencio Flores y la niña Rosalía Rosado, uno junto al otro, se acomodaron en los asientos de respaldos mortificantes.

¡Estamos muy apretados! -protestó el negro Ramón Ramoneda.

—¡A Callar! Estamos en la casa del señor -Piedad Piedra lo reprendió.

Avergonzado, bajó la cabeza de cabellos duros y ensortijados.

La música del órgano llenó el templo y el coro de creyentes, a la derecha del altar, entonó el cántico habitual.

Florencio Flores trató de seguir la letra de la canción y, como otras tantas veces, se convenció de que, aunque la melodía era bonita, poco entendía. De soslayo miró el rostro de Rosalía Rosado y obtuvo una mirada clara y directa.

—¿Cambiarías tu flor por la mía? -muy bajo ella inquirió.

—¿Qué pasa con la tuya…?

Rosalía Rosado dibujó una sonrisa y dijo.

—Para regalársela a la Virgen la prefiero blanca.

Fue entonces que Florencio Flores reparó en el color de la suya.

—No me había fijado…

—¿Me la cambias…? -ella insistió.

—Sí… sí… me gusta el rojo -dijo e intercambiaron flores.

—¡Ay…!; ¡me pinché…! -en un susurro ella se quejó.

—¡Cuidado!; el tallo está lleno de espinas.

Rosalía Rosado volteó la mano derecha y contempló la yema del dedo pulgar.

—¡Me pinché! -repitió-. ¡Tengo sangre…!

—No es nada; es una gota -restó importancia. Mira -llamó la atención de la niña-. Límpiate con esto -y le extendió un pañuelo pequeño.

Rosalía Rosado presionó el dedo contra la tela.

—Es un pañuelito de hembra.

—Es de mi mamá -aclaró turbado- Ella, cuando salgo con otras personas, me lo pone en el bolsillo. Dice que todavía no tengo edad para usar los de papá.

—En las puntas tiene bordados muy bonitos. Gracias -e hizo ademán de retornar la prenda.

—Ahora no. Podrías volver a sangrar.

—¿Y si tu mamá pregunta…?

—A veces ni se acuerda.

—¿Me lo quedo…?

—Por el momento… -y la feminidad de la niña lo magnetizó.

***

Acompañado por la presencia inmaterial; siempre joven de Rosalía Rosado y escoltado por la propia, cruzó la calle terrosa y entró en la tienda-bar propiedad de Romerico Romero. Apenas alcanzó el amplio portal, de madera y balaustres maltratados, los primeros goterones de lluvia resonaron en el techo de tejas españolas.

—Casi te mojas -sonriente, guarecido por el mostrador, apuntó Romerico Romero-. ¿Lo de siempre…?

—Sí; un ron doble.

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