Capítulo III
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
El sacerdote lo miró a los ojos.
—Porque te torturarán para que hables -respondió tajante.
—Pensé que usted tenía más fe en Dios; los hombres y el arrepentimiento.
—Por fe y para salvar vidas es que hago esto. Los que asaltarán la iglesia ya no son amigos ni vecinos. Son rehenes transitorios de la misma ira que condenó al Inocente.
Los ojos de Palomino Palomo se llenaron de lágrimas. La barbilla se movió en un sollozo reprimido y con voz quebrada dijo.
—Adelante. Vayan ustedes que yo cumpliré con el mandato que la conciencia y la fe me dictan.
***
La Iglesia de la Pastora y sus emboscados…, el Guía en Jefe respondió y prendió la chispa inicial. Caledonia Celedón, con ínfulas de justicia, reapareció en el micrófono e incitó: ¡A ellos!, que paguen por sus culpas y pecados. Los lugareños tuvieron un instante de indecisión, pero ajenos estratégicamente diseminados repitieron a gritos: ¡A ellos!, que no escapen los culpables… ¡A ellos, a ellos…!, se regó el vocerío. Entonces, contrariando el proceder usual, el boticario Herminio Hermida, el relojero Zacarías Saca y la maestra Alma Almaguer, alterando el recuerdo del suceso con tintes de cólera pegadiza y rostro global de memoria transitoria, aportaron su cuota de chillidos.
***
El sacerdote Palomino Palomo, alterado por una beatitud total, siguiendo lo planeado, abrió las puertas de la Iglesia. El parquecito, la estatua de Miguel Gerónimo Gutiérrez y calles aledañas despedían tranquilidad precaria. De lejos llegaban ecos de arengas y clamor humano.
Giró sobre los talones y llegó al Altar Mayor. Se arrodilló, tomado como testigo al Cristo Crucificado, a los pies de La Inmaculada Concepción de la Virgen María. Unió las palmas de las manos y con ojos candentes de fe miró el rostro de la escultura. Después, en sumisión obediente, bajó la cabeza y se sumió en oración.
Tan absorto estaba que se aisló de lo terrenal. Sus oídos fueron sordos al griterío amenazante que crecía. Se expandió por el parque e hizo palidecer el rostro pétreo de Miguel Gerónimo Gutiérrez.
La masa humana, enardecida por la repetición de frases ajenas, irrumpió en la iglesia destrozando, a paso de ola, el confesionario, la pila bautismal, ventanas, vitrales… todo lo que alimentara la llamarada de ira colectiva y ancestral que, periódicamente, simula exorcizar, para siempre, en un yo unitario y liberador los rigores anónimos de la existencia cotidiana e individual.
La marejada de cuerpos vociferantes, a escasos metros del Altar Mayor, se detuvo y enmudeció en reacción de rebaño que topa con lo inesperado. Allí, al alcance de la ira, indiferente al desguace ocasionado, el cura Palomino Paloma, cada vez más ensimismado en sus plegarias, respiraba confianza y no el olor a miedo que alienta a los depredadores.
Por unos segundos se oyó el murmullo solitario de una oración y el silbido intimidante de la respiración tribal.
—¡Abran paso al Guía en Jefe! -Desde un lugar no visible gritó Celedonia Celedón.
La multitud se constriñó hasta despejar el pasillo. Con andar poderoso, escoltado por ajenos, Candelario Candela se acercó al orante. El cura entrelazó los dedos y unió con más fuerza las palmas de las manos. Alzó la voz y la plegaria fue audible: Dios te salve María, Hija de Dios Padre, llena eres de gracia…






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