En olor de lluvia

Written by José A. Albertini

14 de octubre de 2025

Capítulo III

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

Fortunata Fortuna, cada vez más nerviosa, oprimió la diestra del marido.

Florencio Flores cabizbajo, rumbo al hogar familiar, latiendo en su cerebro pedazos de la perorata microfónica de Candelario Candela, deploró la precipitación de una realidad quimérica; fabricada a partir del espejear vertiginoso de algo no deseado.

***

—Entonces, ¿cuál es su opinión…? -Palomino Palomo indagó.

Casto Castor fue de un rostro a otro. Suspiró profundo y dijo.

—Por mi responsabilidad, como prior de esta parroquia, dispongo que Carmelo vaya por Piedad Piedra y Galatea Galatraba…

—Para qué Padre… -interrumpió Palomino Palomo.

—Déjame terminar -respondió áspero-. No dudo que Candelario planea vengarse de todos los participantes, de forma directa, en aquel desafortunado día de comunión. Tenemos el deber de protegernos y proteger a los demás. Carmelo, no pierdas tiempo y ve por ellas -fue categórico.

El monaguillo, sin hacerse repetir la orden, partió.

Palomino Palomo, incrédulo, interpeló.

—Padre, con todo el respeto que usted merece, ¿por qué no dialogar…? ¿Por qué no ir en busca de Candelario o aguardarlo en la iglesia, frente al altar; junto a la imagen de La Inmaculada Concepción de la Virgen María. Pedirle perdón y motivarlo, por medio de la fe, para que asuma su responsabilidad y limpie la conciencia…

—¡Para de hablar sandeces! -Casto Castor, contrario a su costumbre, lo increpó de forma descompuesta.

—¡Padre…! -balbuceó sorprendido.

—Disculpa hijo -abochornado dijo el cura-. Pero tú le haces perder la paciencia a cualquiera con tus excesos de fe.

—¡Padre…! -repitió y agrandó los ojos.

—Estamos a las puertas de una crisis social, nunca antes vista en el pueblo. Es tiempo que te explique el peligro que corremos y lo nocivo que resultan, para la iglesia, tus arranques inesperados de mística religiosidad.

—¡Soy un hombre de fe cristiana!, nada que ver con el misticismo -replicó enardecido.

—Bueno, digamos que eres un cura de fe exacerbada -suavizó Casto Castor-. Esa fe excesiva -puntualizó te llevó a abofetear, en pleno acto de Las Flores de Mayo, al niño Candelario Candela, sin enumerar otras faltas menores que por años he observado en ti. Ahora, en esta encrucijada vital, vuelves a refugiarte en la soberbia de tus juicios y cuestionas, como superior de este templo que soy, mis decisiones. Tenemos que irnos; buscar refugió para no ser blancos de la ira vengativa que nos espera si caemos en manos de Candelario.

—Me considero un seguidor, discípulo y practicante de las enseñanzas del que expulsó a los mercaderes del templo -ripostó picado, pero la curiosidad pudo más-. ¿Cómo piensa esquivar a Candelario? Salir a la calle, según Usted es peligroso…

—Desde la construcción de este templo -narró, eludiendo responder a la autodefensa de Palomino-en tiempos coloniales, siguiendo costumbres de la época; heredada de las dieciséis familias remedianas que para librarse de los ataques continuados de corsarios y piratas fundaron esta Villa, en la Loma del Carmen, bajo un árbol de tamarindo, se cavó, partiendo de la iglesia, un túnel secreto con salida a un lugar seguro. Por supuesto, el túnel, por siglos, no fue utilizado. El pueblo se ubicó en el centro de la Isla; lejos de las costas donde nunca llegarían los saqueadores. Pero el miedo perduraba y perduró por decenios.

—Llevo años en esta parroquia, junto a usted, y nunca me contó del subterráneo… -reprochó.

—A cada sacerdote que asume la dirección de la parroquia el obispado le trasmite la información. Un representante del Obispo le muestra la entrada del túnel y se comprueban las condiciones. Es mandato eclesiástico, no compartir el secreto con nadie más. Salvo en una contingencia, como la presente.

—Comprendo. ¿Dónde está la entrada?

—En un lugar de la iglesia. Pero no puedo revelarlo hasta el instante preciso del escape. Son las reglas.

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