Capítulo I
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
El cielo encapotado, el sol cobrizo y el lejano ruido de un trueno presagiaron el olor a lluvia.
Con el aroma a tierra que recibe las primeras gotas de agua la respiración de Florencio Flores se revolvió; encabritó el corazón y azuzó el deseo carnal. ¡Qué rico sería estar en el varentierra con Rosalía Rosado! Acostados sobre los sacos de yute; metido entre sus piernas y bebiéndole la saliva. Qué rico sería, después del olor a tierra mojada oír sobre el techo de guano del rancho la fuerza del aguacero. Y ella y yo acabándonos a besos… ¡qué rico sería! Florencio Flores pensó y una expresión, carente de retorno, le curvó los labios en un intento de sonrisa desdentada.
Pero de eso hacía mucho tiempo; tanto que Florencio Flores con el recuerdo de antaño y presente, a tierra que se alborota cuando siente la proximidad de la cópula húmeda, experimentó el aguijonazo de lo inconcluso; lo nunca ido.
Florencio Flores, desde muy temprana edad, cortejó a la eterna tersa, Rosalía Rosado. Ambos avivaron un fogonazo de pasión impetuosa que los condujo a tratar de perpetuar, en la simpleza del vivir diario, el goce que los sacudió y marcó a lo largo de sus respiraciones; pletóricas de planes y sueños extraordinarios que agitaron pulsaciones silenciosas.
¡Qué rico sería…! La idea lo enardeció, pero al instante, como tantas otras veces, razonó y sintió impotencia. Rosalía Rosado, por ahora está muerta; hace tanto que en la lápida de su tumba el herrumbre lucha contra el nombre. No dejo de pensarla viva y sigo sintiendo, cada vez que se aproxima un aguacero, el mismo deseo carnal que en tardes de dicha grabamos en el perfume de la lluvia inminente y sellamos con el ruido de los goterones. Quiero; deseo, aunque sea en pensamiento resucitarla para volver a disfrutar su sabor de hembra fresca. Debo aguardar y reprimir la urgencia, se aconsejó. La culpa es de las nubes de mediodía que van poniéndose negras; los truenos lejanos, el olor a tierra mojada que nunca envejece; el aguacero que regresa, o nunca se ha ido y las flores de mayo.
Con flores a María que Madre nuestra es… Con flores a María que madre nuestra es…
Fue en el marco de una festividad religiosa donde la vio por vez primera. Había llovido toda la tarde. Al anochecer la lluvia cesó y la anciana catequista Piedad Piedra recorrió el vecindario para reunir al grupo de niños, seis hembras y seis varones, que instruía con miras a que recibiesen la primera comunión. Piedad tocaba a las puertas y decía. Vamos, vamos, ya escampó. Vamos todos a la misa de Las Flores de Mayo. Los padres confiaban en la vieja devota.
Con las recomendaciones y advertencias habituales la madre de Florencio Flores lo puso en manos de Piedad Piedra. La última que se sumó fue Rosalía Rosado que, recién mudada a la barriada, era la primera vez que concurría, junto a otros pequeños a una, para ella, nueva iglesia. Piedad Piedra, presentó la niña al grupo de niños y dijo.
—Ella es Rosalía Rosado, para todos, una nueva amiguita. A partir de hoy se integra y desde mañana asistirá a las clases de catecismo. Pronto ustedes tomarán la primera comunión. Ella en enseñanza cristiana está un poquito atrasada, pero con la ayuda nuestra se pondrá al día y espero nos acompañe, toda vestida de blanco, en tan señalado día.
La madre de Rosalía Rosado aprensiva miró al cielo.
—Temo que vuelva a llover…
—No se preocupe, ya cayó toda la lluvia del día. Esas nubes son para mañana. Cuidaré de ella -Piedad Piedra la tranquilizó.
Piedad Piedra, como era costumbre, los organizó. Rosalía Rosado ocupó un sitio delante de Florencio Flores. Él contempló la nuca blanca y frágil de la niña y experimentó el primer ambiguo sentimiento de amor. Ella, sintiendo la mirada volteó la cabeza y sonrió. Florencio Flores enrojeció y bajo la mirada.
La catequista, durante el trayecto, recorría la hilera e incitaba a los niños.
—¡Cantemos! Qué las voces se dejen oír… Con flores a María que madre nuestra es…
La comitiva que año tras año del mismo calendario, sin soslayar el instante de la preñez prolongada de Piedad Piedra y la beata Galatea Galatraba, se repitió, repite e indefinidamente sigue repitiéndose, enfiló la avenida Paseo de la Paz, todavía con residuos de lluvia en los adoquines. La tarde se debatía en un crepúsculo húmedo con sabor a noche caliente y uno que otro olor a comida vespertina. Pasaron a un costado del Palacio de Justicia y los pinos que allí crecían. También, frente al Parque de la Audiencia donde las vestimentas marmóreas del general José Miguel Gómez escurrían gotas de lluvia. Cruzaron la Carretera Central y caminaron por las aceras estrechas de la calle Enrique Villuendas, hasta llegar a la iglesia La Divina Pastora, enclavada en medio de un parque pequeño. El Parque de La Pastora, cuya protección la garantizaba la estatua de Miguel Jerónimo Gutiérrez… mártir del deber, patriota inmaculado… Las campanas del templo convocaban a misa de siete.
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