Capítulo II
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Está siendo como la bautizara, desde los primeros encuentros, con humor y agudeza, Rosalía Rosado una tarde más de amor en varentierra.
La penumbra fresca del rancho acoge arrumacos y suspiros de placer. Los cuerpos se desunen. Las respiraciones se normalizan y sobreviene el silencio en el cual cada amante recobra la individualidad que el clímax unificó.
—Hoy no quiero tardarme -Rosalía Rosado dice.
Florencio Flores se voltea y acaricia a la joven desnuda; aún tibia de amor, sexo y sudor.
—Es temprano… ¿Cuál es el apuro…?
—En estos días, aunque no es invierno, está oscureciendo más temprano. No me agrada pedalear en la oscuridad oyendo el ruido de las explosiones y tener que respirar aire con tufo a pólvora.
—¿Me preocupa que sigas exagerando los temores? Ella apoya la diestra en la barbilla y, a medias, levanta el torso.
—¡Exagerando…! ¿Llamas exagerar al incremento de las explosiones que cada día se acercan más y la constante peste a pólvora…? ¡Ya no paran ni de noche!
La tarde es temprana cuando abandonan el varentierra. Los cerdos de siempre merodean el comedero pero no gruñen y ausente se mantiene el cacareo de gallinas, cantos de gallos y trino de pájaros. Tampoco el viento, cargado de pólvora, sopla en el follaje del aguacate. El sol, centrado en el llano, es grisáceo y no alcanza a romper el halo de brumas que oculta los picos de las lomas y se espesa en cada nueva detonación.
Rosalía Rosado respira hondo y el recelo asoma a sus ojos.
—Esta calma y silencio hoy pesan, más que nunca -dice en voz baja. Luego, como es costumbre, toma la bicicleta y se acomoda en el sillín.
Con pedaleo corto se acerca al amante. Se acarician y comparten un beso. Ella se aparta; aplica fuerza a los pedales y recorre el tramo que desemboca en la carretera. Una vez más, de las tantas, la estampa de Rosalía Rosado y la bicicleta se imprimen en la tarde.
La mirada de Florencio Flores la sigue hasta que un giro del camino la difuma en recuerdo. Le preocupan los razonamientos de Rosalía Rosado. Engurruña el ceño; respira hondo y el aire saturado de pólvora le provoca tos: Está tan denso que casi se puede mascar, piensa.
***
Ese mismo día, al filo de la medianoche, las explosiones cesaron y el olor a pólvora se atenuó. Santa Clara dormía y pocos despertaron. El pescador de truchas Antonio Antón, posiblemente, fue el primero que advirtió el cambio. Se había levantado a las tres de la madrugada. El caudal del río Bélico, alterado desde que las detonaciones habían comenzado, sufría disminución de peces. Por ese motivo, evitando la competencia temprana de otros pescadores, prefería madrugar y bajo el puente Americano iniciar la jornada. La madrugada, libre de los estallidos y la saturación a pólvora que por meses alteraron el ambiente del pueblo, se le hacía extraña. A las aguas lanzó la vara de pescar y rogó por resultados inmediatos.
El tiempo transcurría. Los peces no picaban y el cauce, envalentonado por el aguacero del día anterior, estaba inquieto. Con el primer asomo de claridad Antonio Antón reconoció el entorno. Notó, en el correr de las aguas, un ruido infrecuente. Como los rayos del Sol aun no bajaban del puente metió la mano derecha en la corriente. La retiró al momento. Una sustancia viscosa, nada que ver con el agua, le escurría de la mano. La levantó a la altura de los ojos. El pánico distorsionó sus facciones. ¡Sangre; aquello era sangre…!
0 comentarios