Capítulo II
Con el último sorbo de café sintió que su cuerpo y andar envejecido en búsqueda de pisadas propias, yacentes en la maraña de muchas más, calzaba las del joven que nunca dejó de ser. Jamás se deja de ser, aun después de la muerte física, si el anhelo que insufló la existencia se trunca por factores impropios.
Reparar la vivienda, algunos muebles y adecuar el ambiente para recibirla. La idea se amplió, lo dominó y robusteció su anatomía al punto que al contemplare el rostro envejecido en el espejo de pared, frente al que a diario se rasuraba, el vidrio le devolvió la faz del que fue; previo a la irrupción del futuro y la muerte, a destiempo, de Rosalía Rosado. Entonces, persuadido de la evidencia del reflejo, acometió las tareas de albañilería, carpintería y pintura. El resto de los días, en que las horas aprovechaban la desaceleración de los minutos y la luz solar extendía el goce cotidiano de las sensaciones, Florencio Flores, olfateando el olor a tiempo ido que regresa en morosidad apacible, se empeñó en adecuar cada rincón y detalle de la vivienda.
La excepción que le preocupaba era que remozaba su casa, no la de Rosalía Rosado. Cuando enfermó, a pesar de que los padres ya no estaban, ella rehusó abandonar el lugar en que nació, creció y se hizo adulta Florencio entendió la motivación. Solo, durante el trance, estuvo a su lado. Posteriormente, auxiliado por Romerico Romero y Fortunata Fortuna, llevó el cuerpo al cementerio y lo sepultó.
De regreso, con la intención de poder rescatar algunos objetos personales de Rosalía Rosado se personó en la casa. Ya era tarde. Un grupo de ajenos, como era costumbre, procurando generar olvido inmediato y colectivo en la memoria de los santaclareños, sobre la persona purgada, habían incendiado la propiedad. A continuación las ruinas carbonizadas fueron demolidas por un buldócer. Una aplanadora niveló el terreno que terminó blanqueado con cal viva.
No obstante, Florencio Flores, por el amor y dedicación que derrochó en el reacondicionamiento de la vivienda, se convenció de que Rosalía Rosado, reapareciendo del ayer, se adecuaría; porque en la memoria selectiva del pasado no hay cabida para añoranzas, penas ni muertes.
Un detalle que no descuidó fue colocar en la alacena frascos de miel de abeja de campanillas de pascuas y un porrón con agua de los pocitos de Marmolejo, siempre fresca. Mezcladas, en cuanto se reencontrasen en el destello asignado por el tiempo, se las daría a tomar. Quería resarcirle el néctar y el agua que no tuvo, cuando más los necesitó y que, impedido por las circunstancias, no pudo ofrecerle.
Los días se alargaban y el sol tenía el encanto del amigo que reaparece. En las tardes evocadoras, que palidecían en sepia y olfateaba la tierra mojada, deponía el trabajo y se iba a lo de Romerico Romero.
Con la perseverancia del mes de mayo, los primeros goterones de lluvia le mojaron al pisar los portales del negocio del amigo y confidente. Olivia Olivo y Valeria Valero, clientes de último minuto, al amparo de un paraguas compartido, abandonaban el sitio.
—Casi te mojas -Romerico lo recibió con el saludo habitual del mes de las flores.
—Esta vez sí me mojé -respondió y con un pañuelo limpió el rostro.
Romerico Romero sonrió. Debajo del mostrador, sacó una botella de ron. Sirvió dos tragos y sin intercambiar palabras bebieron al unísono.
Romerico carraspeó y dijo. —El primero del día.
—Para mí también -coincidió Florencio Flores- Hoy he trabajado mucho. Necesitaba un trago y hablar contigo.
—¿Cómo marchan las reformas…?
Los goterones se convirtieron en aguacero rítmico.
—Van bien. Espero que le agraden -respondió. Rellenó los vasos y no contuvo más la pregunta diaria.
—¿Está conmigo…?
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