Capítulo II
Así, en oscuridad y silencio de olvido, interrumpido por brazos de brisa negra que ladraban en el follaje de los árboles, pisó firme hasta verse en medio de las fosas comunes; aquellas carentes de nombres. Logro del mal mortífero que la alteración del tiempo mostró como rostro constante de un futuro distópico; estructurado anticipadamente que defraudó, reprimió y aniquiló, en violación del curso natural de la vida, a gran parte de la población que desoyó las promesas de bienestar inminente.
A la medianoche salió del cementerio. Caminó a lo largo de la calle hasta tomar la Carretera Central. La noche de mayo era fresca y el aire amontonaba la humedad de la tarde. Al llegar a la intersección conveniente, giró a la derecha y enrumbó a su casa. A esas horas la Avenida Paseo de la Paz carecía de transeúntes y el alumbrado público de las farolas de gas, excluyendo los portales del Palacio de Justicia y el Parquecito de la Audiencia, resultaba pobre. De la oscuridad no lejana le llegó, contra los adoquines, un golpe de bastón y una voz que gritaba: La una del mañana sereno…
Un vuelco de alegría le estrujó el pecho. Era primera vez, en toda su existencia, que Florencio Flores escuchaba el aviso, extraviado en el tiempo, de un guardián nocturno. De un tirón el cansancio del día anterior; la nostalgia que le había producido la visita a la tumba de Rosalía Rosado y el posterior recorrido por el camposanto, se disiparon frente a la realidad inminente del presente que con derrotero firme se adentra en el pasado y sortea el porvenir.
Y pese al inconformismo y suspicacia usual que le marcaban, la ilusión del encuentro corpóreo con Rosalía Rosado se prendió de la voz que emergía de las crónicas del ayer: La una de la mañana, sereno… Y en aquella madrugada, llena de atemporalidad, el alerta del celador le dio la certidumbre que la muerte se iba con el futuro execrable. Y en aquella madrugada solitaria reconoció que él y todos los santaclareños vivos y fallecidos estaban sobre el sendero correcto. El camino que los volvería al pasado. El pasado donde prevalecía la vida y aguardaban, para ser reeditadas, las mejores instantáneas de la existencia. Y con una sonrisa en los labios, revoloteo de Rosalía Rosado, se fue a la cama.
Le despertó los acordes de una armónica y el pregón del afilador de tijeras. Una barra de sol temprano se filtraba por las rejillas entornadas de la ventana; traspasaba la tela del mosquitero e iluminaba parte del lecho.
De un tirón, desafiando los achaques de la edad, con el ánimo que la voz del sereno le había insuflado en la madrugada, ahora acrecentado por la reaparición del afilador de tijeras y la melodía de la armónica, se lanzó del lecho. En ropa interior salió al patio trasero de la vivienda y se dirigió a la letrina. Un gallo, gallinas y pollos hambrientos le persiguieron a lo largo del patio de tierra y pasto corto, engalanado con algunas plantas de jardinería, hasta la puerta de la caseta de madera y techo de planchas de zinc. Un cercado de tablas delimitaba la propiedad. De vuelta el cacareo lo escoltó. En la cocina encendió una hornilla de carbón y en lo que el fuego crecía de la tinaja de barro sacó un jarro de agua y lo vertió en la palangana de peltre maltrecho, encajada en el palanganero de hierro pintado de óxido rojo. Se lavó manos y cara; humedeció y alisó con los dedos el pobre cabello canoso. Después, sirvió otro poco de agua y se asomó a la puerta del patio. Hizo gárgaras y enjuagó su desdentada boca. Las aves, creídas que el chorro de agua que despedía el viejo era alimento, volvieron a arremolinarse.
Preparó un desayuno de huevos, pan y café. Sentado a la mesa del comedor comió despacio. Saboreó el café y pensó que ya era tiempo de reparar la vivienda y algunos muebles. En la madrugada el alerta del sereno y en la mañana despertar con el sonido de la armónica del afilador le melló la reticencia en la que, de cierta manera, para evitar caer en la trampa de un querer ilusorio se refugió desde la partida de Rosalía Rosado. Pero esta mañana de mayo, con los sentidos aguzados, percibió que, aunque lento, progresaba el rescate y activación de la memoria matriz de los vecinos de Santa Clara que habían sobrevivido al contagio y muerte, causada por el mal que impuso y aceleró la entronización del futuro perverso.
0 comentarios