El próximo lunes 5 de septiembre, celebramos en los Estados Unidos el 140 aniversario de la festividad conocida como “Labor Day”. Se trata, en efecto, del Día del Trabajo, pero con el título de este sencillo artículo hemos querido enfatizar la idea de que la celebración no es simplemente para exaltar el concepto o la filosofía de lo que es el trabajo, sino la ocasión precisa para exaltar a los que lo realizan.
Hay tres elementos en la festividad del próximo lunes. Lo primero es que para los estadounidenses tendremos una despedida anticipada a las actividades del verano, de aquí que las playas se aglomeran de bañistas, los parques de atracciones públicas recibirán a millones de visitantes, y en los hogares se reunirán las familias para disfrutar del típico “B.B.Q.”, pues en la mayoría de los casos el período de vacaciones llega a su final. Era costumbre en años anteriores comenzar el curso escolar el primer martes del mes de septiembre de cada año, pero hoy día las actividades de las escuelas comienzan generalmente en la semana final del mes de agosto. El “Labor Day”, sin embargo, es el principio de un cambio en los horarios familiares, en especial para los niños, los padres y los centenares de miles de maestros en el país.
Se estima que cerca de 48 millones de norteamericanos hayan viajado, ya sea por tierra o por avión, para disfrutar de encuentros familiares, o para darle un simpático “hasta la vista” a las habituales actividades veraniegas.
Estados Unidos celebró el Día del Trabajador por primera vez el 5 de septiembre de 1882 en la ciudad de Nueva York. Se le asigna a un líder obrero, llamado Peter J. McGuire, oficial de la entonces vigente organización “Los Caballeros del Trabajo”, y fundador de la agrupación de tipo sindical, la “Unión Fraternal de Carpinteros”, esta celebración inicial que ha alcanzado extraordinaria dimensión histórica.
No existe un testimonio escrito que exponga la razón ideológica, aunque existen argumentos pragmáticos que explican los motivos por los que McGuire escogió la fecha del primer lunes de septiembre para la celebración del Día del Trabajo. Sabido es que esa primera celebración tuvo una significación de tipo espiritual en la que se destacó la dignidad del trabajo y se abogó por los derechos de los trabajadores, promoviéndose entre los mismos, independientemente de la esfera en que se movieran, un movimiento de solidaridad y de unidad organizada.
El escritor Robert J. Myers, autor del libro “Celebrations: the Complete Book of American Holidays”, editado y distribuido por “Hallmark Cards” describe la celebración del primer Día del Trabajo en América con estas palabras: “más de 10,000 trabajadores marcharon alrededor del “Union Square” en la ciudad de Nueva York, dirigidos por “Los Caballeros del Trabajo”. Después hubo bailes, fuegos artificiales, juegos y entretenimientos y un par de discursos en los que se exaltaron los valores del trabajo y de los trabajadores”.
Debemos aclarar que en aquellos momentos no existían las leyes laborales que fueron aprobadas posteriormente. El derecho a la huelga, el itinerario de cuarenta horas semanales de trabajo, remuneración apropiada y algunos días de vacaciones, y ventajas adicionales que no mencionamos por limitaciones de espacio, y por ser actualmente evidentes y ejemplares para el resto del mundo, fueron apareciendo al correr de los días.
Coincidimos con la expresión del poeta peruano, José Santos Chocano, cuando dijo que “el trabajo no es culpa de un edén ya perdido, sino el único medio de llegarlo a gozar”. En “El catecismo de la Iglesia Católica”, donde se tratan reiteradamente los temas del trabajo y el trabajador, leemos en el acápite 378 este breve párrafo: “Signo de la familiaridad con Dios es el hecho de que Dios coloca (al ser humano) en el jardín para que viva allí para cuidar la tierra y para protegerla. El trabajo no le es penoso, sino que es la colaboración del hombre y de la mujer con Dios en el perfeccionamiento de la creación visible” (Génesis 2:15).
Alberto Beltrán, el famoso cantante dominicano, grabó en noviembre del año 1954 un merengue de Medardo Guzmán titulado “El Negrito del Batey”, en el que resalta esta frase: “el trabajo lo hizo Dios como castigo”. Lamentablemente muchas personas acogen esta falsa noción, no tan solo con un espíritu festivo, sino con cierto sentido de aprobación. Verdaderamente hay trabajos duros, difíciles y hasta penosos; pero lo que determina a menudo la calidad del trabajo es la actitud del trabajador.
Compartamos dos anécdotas. “En cierta ocasión una princesa, con su espléndida vestidura blanca y sedosa, visitó un hospital religioso de leprosos al que quería hacer una donación. En uno de los pasillos observó a una monjita, joven y resplandeciente de belleza, que arrodillada a los pies de un enfermo le lavaba las llagas de sus piernas con tierno cuidado. La princesa no pudo menos que exclamar: “Hermanita, yo no haría ese trabajo ni por un millón de dólares”. La monjita levantó humildemente su mirada, y dijo sonriente: “Yo tampoco. Lo hago por amor a Dios, y ese es el mejor de los pagos”.
“Había dos obreros colocando ladrillos para construir una pared. Estaban fatigados y sudorosos. Alguien pasó y les preguntó: “¿Qué hacen?”. Uno de los trabajadores, frunciendo el ceño, contestó con aridez, “aquí estoy, rompiéndome las espaldas pegando piedras para que me paguen unos cuantos pesos para poder emborracharme esta noche”. El otro trabajador miró fijamente a quien había hecho la pregunta y contestó sonriente: “aquí estoy, ayudando a construir una catedral. Cuando esté terminada vendré con mi familia para darle gracias a Dios”.
La enseñanza es clara. La actitud determina nuestra apreciación por el trabajo que hacemos, y por poder hacerlo de forma feliz y creativa debemos estar agradecidos a Dios. No soy de tendencia monástica, pero me encanta el lema de los monjes benedictinos que se reduce a dos palabras: “Oración y Trabajo”.
“Trabajar es orar” decía San Benito, y nosotros decimos “¡Amén!”
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