Testimonios escritos durante o poco después de las ceremonias del traspaso de soberanía realizado en La Habana el 20 de mayo de 1902 pudieran ayudarnos a aproximarnos aún más a los acontecimientos de esa fecha gloriosa. Compartiremos los que fueron escritos por el periodista Enrique H. Moreno y por el historiador Juan M. Leiseca.
EL PERIODISTA
ENRIQUE H. MORENO
El 18 de mayo de 1952 aparece el testimonio del reportero del diario El Nuevo País, presente en las ceremonias del traspaso de poderes de Estados Unidos a la naciente República de Cuba.
Enrique H. Moreno había estado presente en el Palacio de los Capitanes Generales de La Habana con el propósito de presenciar y relatar el cambio de poderes ocurrido en aquella histórica ocasión, 20 de mayo de 1902.
El siguiente es un relato de ese periodista, publicado veinte años después de la Independencia de Cuba por un testigo presencial:
“Eran las diez de la mañana cuando llegué a Palacio. A lo largo de las aceras que circundan las manzanas de edificios que rodean la Plaza de Armas, un gentío inmenso se agolpaba. La Plaza estaba desierta. Es que la Policía la había despejado de concurrencia porque en ella, casi enseguida, habrían de situarse tres compañias de la Artillería Cubana que dirigidas por el Capitán José Martí, el hijo del Apóstol, harían guardia de honor en el lugar…”
“De toda la isla habían llegado miles y miles de personas. La curiosidad, repito, el sueño, la aspiración, el deseo ferviente de todos era contemplar en El Morro la bandera cubana. Por eso, a lo largo del Malecón, que sólo llegaba a Galiano, en el murallón que corría desde el Castillo de la Punta a la Cortina de Valdés, una abigarrada muchedumbre se apretujaba y, plena de alegría, vitoreaba a Cuba y a los americanos que, por fin, rompían el último eslabón de la cadena que impedía la libertad de la patria amada”.
Volvamos a Palacio. Frente al Templete se situó una batería de artillería ligera. Iba a ser la primera en saludar la bandera de Cuba al subir, enhiesta, al mástil del viejo Palacio del Capitán de los Capitanes Generales. Se oye un ruidoso aplauso, y ante el Palacio llega el General Máximo Gómez. Un murmullo primero, luego un intenso vocerío, seguido de una estruendosa ovación, anunció la llegada del señor Estrada Palma.
Eran las 11:30 de la mañana. Trescientas, quizás cuatrocientas personas, llenaban el Salón Rojo. No se podía dar un paso. La numerosa concurrencia, formada por lo más reprsentativo de Cuba, hablaba en voz baja, casi musitaba. Algunos, como impacientes, consultaban sus relojes.
Pronto se oyó un rumor y ruido de pasos. Por el patio que bordea el gran patio del Palacio avanza un grupo, no muy numeroso. Se destaca la fornida figura del General Wood, vistiendo de gala, y a su lado el señor Estrada Palma, menudo, parece nervioso. Van a dar las doce meridiano del día mas bello que hasta entonces había tenido Cuba.
EL HISTORIADOR
JUAN M. LEISECA
También acudimos a un texto de Historia de Cuba publicado en 1925 por el historiador cubano Juan M. Leiseca y que sirvió en su época como texto vigente de acuerdo con el plan de estudios en las Escuelas Públicas del país.
El profesor Leiseca fue autor de otras obras, entre ellas, Apuntes para la Historia Eclesiástica de Cuba (1938). He aquí la descripción que hace del 20 de mayo en su Historia de Cuba:
“Se acercaba el 20 de mayo. El 16 se dio en el Teatro Tacón un gran banquete de despedida al Gobierno norteamericano. A ese banquete correspondió el general Wood con un gran baile, y el pueblo, en imponente demostración, testimonió también al gobernante que salía su afecto agradecido.
El 19 fue el día en que el pueblo cubano oró por el alma del Apóstol caído en el sendero de redención. Llegó el día 20. Al señalar los relojes las 12 de la noche, repicaron las campanas, el pueblo llenó las calles y atronaron el espacio estampidos de cohetes y gritos de entusiasmo y gloria. Era el día de la libertad.
La ciudad estaba llena de seres radiantes de alegría. De todos los lugares de la Isla habían acudido entusiastas para presenciar el magno acontecimiento de la realidad de un sueño. Entonces no había ya la interrogación en el espacio ni la sombra de tristeza. Con limitación y todo, la independencia era un hecho consumado.
El comercio español tomó parte en los festejos y compartió la alegría de ver ondear la bandera que, a pesar de todo, era bandera de sus hijos; bandera que venía al mundo para ser de una nación más, que si rompió cadenas, daba la espalda al ayer, y mirando al porvenir, sin pesares por su origen, ofrecía hospitalaria a la que fue madre mala, olvido, amor y esperanza.
Al cruzar el el Sol por el cenit hablaron los cañones en salva de saludo y gloria; al 45 grito de las atronadoras piezas, descendió del mástil del Morro la bandera americana, que en vez de tocar el suelo, fue recogida en los brazos de los libertadores cubanos, y luego…lenta, dulce, cariñosamente, como si quebradiza fuera la cuerda, por el mástil desnudo subía majestuosa la bandera de Yara y Calicito, saludada por el Sol, que con sus rayos la besaba, por el aire que en caricias la envolvía, por el cañón, por las notas de la música en que vibra con melancólicas soñaciones y tristezas nuestro himno nacional, por la alegría de un pueblo que lloraba con la santa emoción del esclavo que se admira libre, con la dulce confianza del que, creyéndose huérfano, encuentra y besa a la madre mucho tiempo perdida…
Las tropas norteamericanas, legítimamente satisfechas, marcharon hacia los muelles aclamadas por el pueblo y saludadas por las damas, que les arrojaban flores y las despedían cariñosamente.
Los generales Wood y Máximo Gómez izaron la bandera cubana en el mástil de Palacio. Ya todo estaba hecho. Ya había patria y bandera, sólo faltaba gobierno.
A las 12 y 20, el Presidente Estrada Palma juró el cargo ante el Presidente del Tribunal Supremo, juraron después los Secretarios, y el Cuerpo Diplomático dió con su presencia fe del suceso.
El general Máximo Gómez estaba radiante de legítimo gozo. Abrazó al general José Miguel Gómez, y conmovido le dijo: “Creo que ya hemos llegado”. El General se equivocaba, por desgracia para Cuba. Sí, llegábamos, pero volveríamos a retroceder.
El general Wood había terminado gloriosamente su cometido: había dejado de ser gobernante para convertirse en huésped de honor nuestro, y llegado que fue el momento de partir para su país, salió de Palacio y se dirigió al puerto, donde lo esperaba el “Brooklyn”, que poco después se alejaba majestuoso, mientras en su cubierta la banda de a bordo daba al aire las notas del Himno Nacional cubano, y el General, de pie, descubierto y solemne, agitaba en despedida el blanco pañuelo de la paz, a lo que correspondía el pueblo, agrupado en el litoral, llorando de alegría y aclamándolo incesantemente.”
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