Al llegar a tierras de libertad tenía tremenda confusión mental, el cerebro contento de haber escapado de la esclavitud castrista y el corazón roto por haber abandonado hogar, patria y familia.
Entrar a un market “Winn Dixie”, verlo atestado de mercancías y lo único que me venía a la mente eran las vicisitudes que estaban pasando todos y cada uno de los cubanos que atrás quedaron.
Arribar a New York y ser recibido por Maximito Gómez, Joseito Fernández, Reineé Domínguez e inmediatamente -en el mismo aeropuerto- ellos llevarme a deglutir un gigantesco bisté y una enorme papa asada. Vaya, que ni en la otrora “Huerta de Cuba” -antes de la hecatombe- vi una papa tan grande.
Y derramé lágrimas sobre el monumental trozo de carne desesperado por no poderla picar en cuatro pedazos -como estaba acostumbrado a hacer- para compartirla en mi casa.
¡Muy malo, muy perverso tiene que haber sido -ayer hoy y siempre- el régimen que se había apoderado de mi país para yo no regresar de inmediato!
¡Muy hijos de las grandísimas hienas tienen que haber sido los esbirros de Güines y de Cuba entera para que en ese mismo aeropuerto no coger otro avión a la inversa rumbo sur!
Pero, muchísimo me ayudaba el retumbar en mi infantil cerebro (sólo tenía 17 años) las palabras de mi padre, repetidas 20 veces, de: “Allá, ni abras las maletas, esto se cae ante dos meses!”
Lo extrañaba todo: Los cuidados de mi madre, el Vicks Vaporub en mi frente, hasta el odioso mosquitero y los jejenes de la Playa del Rosario.
Sólo me acompañaba la incesante prédica de mi padre insistiendo hasta la saciedad en que: “¡Aquí usted no regresa ni a buscar centenes, tú sólo pones un pie en Cuba con un rifle en tus manos junto a los Marines norteamericanos!”
Pero, Dios me puso en el camino, primero e inmediatamente la oportunidad de ingresar en el US ARMY junto a miles de jóvenes cubanos en Fort Knox y Fort Jackson brindándome la errónea esperanza de volver y liberar a Cuba con un rifle en mis manos como mi padre quería.
Y después me dio dos hijas frente a la cuales debía -a duras penas- esconder mi nostalgia para que tuvieran una vida normal y feliz.
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