Por Jacques Constant (1934)
Aquel domingo, la taberna de la Libertad estaba casi vacía. Pero estaba allí—a todo señor todo honor–. Calvinac, el dueño del establecimiento, en mangas de camisa y cuello postizo, detrás del mostrador de estaño. También estaban allí Luis Didier y Próspero Laval, dos inquilinos qué vivían en los altos de la taberna. Y en fin, completamente solo en una mesa, frente a una copa de vino, había un consumidor circunstancial, de ojos eclipsados por unos grandes espejuelos negros.
—¡A tu salud, Calvinac! —, brindó Didier.
—¡A la de los dos! —contestó el patrón.
De un solo trago, sin respirar, Calvinac vació su copa, y con el dorso de su gruesa y colorada mano, secó los largos bigotes colgante, que lo hacían parecer a un Vercingetórix trigueño. Después, cruzando sus brazos desnudos sobre el pecho, tranquilamente, sin enfadarse, declaró a Luis Didier:
—Te advierto, muchacho, que, si el sábado no me has pagado todavía el alquiler, cierro el candado de la puerta de tu cuarto.
Con acento humilde, Luis solicitó una prórroga. Dijo que iba a empezar a trabajar el lunes siguiente en casa de Schweitzer, el curtidor de la calle de la Clé, donde había trabajado ya en otra ocasión.
—Y me pagarán, querido Calvinac, cuatro francos por hora—agregó el joven.
El otro se encogió de hombres. No creía ya en las palabras de Luis, quien, con las mejores intenciones del mundo, no podía permanecer más de ocho días en ningún empleo.
—¿Se trata de la vieja casa que está en la esquina de la calle del Molino?—interrogó Próspero. —No creo que pueda haber allí una tenería de importancia.
—¡Ah, viejo! Se ve que no has visitado los sótanos. La mercancía está almacenada allá dentro. Apenas se puede entrar allí. Solamente un tipo excesivamente curioso como yo, puede aventurarse en un lugar semejante. Al cabo de doscientos pasos, tuve que detenerme frente a una pared cubierta de inscripciones, con una cabeza de mujer esculpida en la piedra. Precisamente, aquella mujer tiene una mirada bastante rara.
Próspero se echó a reír.
—¡Anda, farsante! —le dijo a Luis. —Tienes una imaginación portentosa. Deberías meterte a periodista.
El hombre de los espejuelos había alzado la cabeza y escuchaba con atención.
—¿Me dices farsante? Pues apuesto quinientos pesos a que digo la verdad. Hasta puedo asegurar que, por encima de la cabeza, han escrito: “Nic. Flam”.
El hombre de los espejuelos se estremeció. Pero el interés de la conversación fue debilitándose. Efectivamente, el patrón acababa de poner un disco en el gramófono y la voz de Mistinguett llenaba la taberna y se extendía hasta la calle.
Cuando Luis salió, oyó el ruido de unos pasos que lo seguían. El hombre de los espejuelos iba detrás del muchacho. En la cuadra siguiente, lo abordó.
—Querido joven, yo he sorprendido su conversación con respecto a los sótanos de la casa Schweitzer. ¿Es exacta la historia del subterráneo?
—Tan exacta como que nos encontramos frente a frente—contestó el joven.
—¿Podría usted permitirme que visitara ese subterráneo, sin la autorización del propietario, naturalmente?…
—¿Para qué?
El hombre vaciló.
—Para encontrar un tesoro, por ejemplo…
—¿Un tesoro? ¿Trata de burlarse de mí? Si es para robar, le aseguro que está perdiendo el tiempo conmigo señor.
– Escuche, querido joven: esa casa fue habitada en 1830 por Nicolás Flamel, cuyo nombre abreviado ha citado usted hace un momento, por haberlo encontrado en la pared. Flamel era un alquimista, que había descubierto el secreto de la fabricación del oro. ¿Comprende usted? Pero, al morir, sólo dejó seiscientas setenta y tres libras esterlinas de renta, es decir, un capital de unos sesenta mil francos franceses. Lógicamente, puede suponerse ha escondido grandes riquezas en algún subterráneo. Además, aquí tiene usted mi tarjeta, para que no desconfíe de mí.
Luis Didier leyó:
MAURICIO DEFAY.
Anticuario.
—Muy bien—dijo el muchacho—. Acepto. Pero con la condición de que sea para los dos el tesoro, si lo encontramos.
Fácilmente, Luis y su compañero abrieron con una llave falsa la puerta insegura de la casa Schweitzer. Unos polvos anestésicos envueltos, en carne cruda calmó los ladridos del perro de guardia. Y un instante después, los dos hombres, provisto cada uno de una linterna eléctrica, recorrían los subsuelos. Luis se orientó y encontró sin dificultad el sótano, que estaba separado del subterráneo por una división de tablas. Levantaron una de las tablas y, por aquella abertura, se metieron en el subterráneo.
Reinaba allí un desagradable olor a tierra vieja y a moho. Enormes ratas se deslizaban entre las piernas de los misteriosos visitantes. Al fin, los dos compañeros llegaron a la pared de piedra indicada por Luis. A una altura de metro y medio, más o menos, había un rostro de mujer esculpido en relieve, con una cabellera rizada y toda erizada de serpientes.
Cuando libraron aquella cabeza del polvo acumulado y de las telarañas que ocultaban sus rasgos, Luis no pudo reprimir un estremecimiento de horror. En efecto, los ojos brillaban con un singular resplandor.
—Es una cabeza de Gorgona—dijo Defay. El ojo izquierdo está representado por un granate, y el derecho por una piedra verde que muy bien podría ser una esmeralda. Ahí está la inscripción: “Nic Flam.” Es decir, Nicolás Flamel. Y debajo: “Telo lumen terabramus acuto”. Si la memoria no me engaña, es un verso de Virgilio. Se trata del Cíclope. Los compañeros de Ulises le reventaron el ojo con una aguda estaca. ¿Qué significará aquí esa cita de la “Eneida”?
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