Por JOSÉ MARTÍ
Cuando se recuerdan los grandes reportajes de ayer no es posible ignorar más de uno que salieran de la brillante pluma del gran periodista que fue nuestro Apóstol. Y no titubeamos en calificar como uno de los mejores éste sobre el terrible terremoto de Charleston en 1886. Por eso lo reproducimos ilustrado ya que estamos seguros de que un gran porcentaje de lectores cubanos de hoy no lo conocen.
Un terremoto ha destrozado la ciudad de Charleston. Ruina es hoy lo que ayer era flor, y por un lado se miraba en el agua arenosa de sus ríos, surgiendo entre ellos como un cesto de frutos, y por el otro se extendía a lo interior en pueblos lindos, rodeados de bosques de magnolias, y de naranjos y jardines.
Los blancos vencidos y los negros bien hallados viven allí después de la guerra en lánguida concordia, allí no se caen las hojas de los árboles; allí se mira el mar desde los colgadizos vestidos de enredaderas; allí la boca del Atlántico se levanta casi oculto por la arena el fuerte Sumter en cuyos muros rebotó la bala que llamó al fin la guerra al sur y al norte; allí recibieron con bondad a los viajeros infortunados de la barca Puig.
Los cincuenta mil habitantes de Charleston, sorprendidos en las primeras horas de la noche por el temblor de tierra que sacudió como nidos de paja sus hogares, viven aun en las calles y en las plazas, en carros, bajo tiendas, bajo casuchas cubiertas con sus propias ropas.
Ocho millones de pesos rodaron en polvo en veinticinco segundos. Sesenta han muerto, unos aplastados por las paredes que caían, otros de espanto. Y en la misma hora tremenda, muchos niños vinieron a la vida.
Serían las diez de la noche. Como abejas de oro trabajaban sobre sus cajas de imprimir los buenos hermanos que hacen los periódicos: ponía fin a sus rezos en las iglesias la gente devota, que en Charleston, como país de poca ciencia e imaginación ardiente, es mucha: las puertas se cerraban, y al amor o al reposo pedían fuerzas los que habían de reñir al otro día la batalla de la casa: el aire sofocante y lento no llegaba bien el olor de las rosas, dormía medio Charleston: ¡ni la luz va más aprisa que la desgracia que la esperaba!
Nunca allí se había estremecido la tierra, que en blanda pendiente se inclina hacia el mar; sobre suelo de lluvias, que es el de la planicie de la costa, se extiende el pueblo; jamás hubo cerca volcanes ni volcanillos, columnas de humo, levantamientos ni sulfatos; de aromas eran las únicas columnas, aromas de los naranjos perennemente cubiertos de flores blancas.
Ni del mar venían tampoco sobre sus costas de agua baja, que amarillea con la arena de la cuenca, esas olas robustas que echa sobre la orilla, oscuras como fauces, el Océano cuando su asiento se desequilibra, quiebra o levanta, y sube de lo hondo la tremenda fuerza que hincha y encorva la ola y la despide como un monte hambriento contra la playa.
En esa paz señora de las ciudades del mediodía empezaba a irse la noche, cuando se oyó un ruido que era apenas como el de un cuerpo pesado que empujan de prisa.
Decirlo es verlo. Se hinchó el sonido: lámparas y ventanas retemblaron … rodaba ya bajo tierra pavorosa artillería: sus letras sobre las cajas dejaron caer los impresores, con sus casullas huían los clérigos, sin ropas se lanzaban a las calles las mujeres olvidadas de sus hijos: corrían los hombres desolados por entre las paredes bamboleantes: ¿quién asía por el cinto a la ciudad, y la sacudía en el aire, con mano terrible, y la descoyuntaba?
La madrugada reveló el desastre.
Con el claror del día se fueron viendo los cadáveres tendidos en las calles, los montones de escombros, las paredes deshechas en polvo, los pórticos rebanados como a cercén, las rejas y los postes de hierro combados y retorcidos, las casas caídas en pliegues sobre sus cimientos, y las torres volcadas y la espira más alta prendida sólo a su iglesia por un leve hilo de hierro.
El sol fue calentando los corazones; los muertos fueron llevados al cementerio donde está sin hablar aquel Calhoun que habló tan bien y Gaddens y Rutledge y Pinckney; los médicos atendían a los enfermos; un sacerdote confesaba a los temerosos; en persianas y en hojas de puertas recogían a los heridos.
Apilaban los escombros sobre las aceras. Entraban en las casas en busca de sábanas y colchas para levantar tiendas; frenesí mostraban los negros por alcanzar el hielo que se repartía desde unos carros; humeaban muchas casas; por las hendiduras recién abiertas en la tierra había salido una arena de olor sulfuroso.
Todos llevan y traen. Unos preparan camas de paja. Otros duermen a un niño sobre una almohada y lo cobijan con un quitasol. Huyen aquellos de una pared que está cayendo. ¡Cae allí un muro sobre dos pobres viejos que no tuvieron tiempo para huir!; va besando al muerto el hijo barbado que lo lleva en brazos, mientras el llanto le corre a hilos.
Caravanas de negros salían al campo en busca de mejoras, para volver a poco aterrados de lo que veían. En veinte millas a lo interior el suelo estaba por todas partes agujereado y abierto: había grietas de dos pies de ancho a que no se hallaba fondo; de multitud de pozos nuevos salía una arena fina y blanca mezclada con agua, o arena sola, que se apilaba a los bordes del pozo como en los hormigueros, o agua y lodo azulado, o montecillos de lodo que llevaban encima otros de arena, como si bajo la capa de la tierra estuviese el lodo primero y la arena a lo hondo. El agua nueva sabía a azufre y hierro.
Se vio desde que en el horror de aquella noche se tuvo ojos con que ver, que de la empañada memoria de los pobres negros iba surgiendo a su rostro una naturaleza extraña; ¡era la raza comprimida, era el África de los padres y de los abuelos, era ese signo de propiedad que cada naturaleza pone a su hombre, y a despecho de todo accidente y violación humana, vive su vida y se abre camino.
Trae cada raza al mundo su mandato, y hay que dejar la vía libre a cada raza, si no se ha de estorbar la armonía del universo, para que emplee su fuerza y cumpla su obra, en todo el decoro y fruto de su natural independencias ni ¿quién cree que sin atraerse un castigo lógico pueda interrumpirse la armonía espiritual del mundo cerrando el camino, so pretexto de una superioridad que no es más que grado en tiempo, a una de sus razas?
Miserable parodia de esa soberana constitución son esas criaturas deformadas en quienes látigo y miedo sólo les dejaron acaso vivos para trasmitir a sus descendientes, engendrados en las noches tétricas y atormentadas de la servidumbre, las emociones bestiales del instinto, y el reflejo débil de su naturaleza arrebatada y libre.
Pero ni la esclavitud que apagaría al mismo sol, puede apagar completamente el espíritu de una raza: ¡así se la vio surgir en estas almas calladas cuando el mayor espanto de su vida sacudió en lo heredado de su sangre africana, traen en ella el viento de selva, de oscilación de mimbre, de ruido de caña! ¡así resucitó en toda su melancólica barbarie en estos negros nacidos en su mayor parte en tierra de América y enseñados en sus prácticas, ese temor violento e ingenuo, como todos los de su raza llameante, a los cambios de la naturaleza excandecida, que cría en la planta el manzanillo, y en el animal el león!
Ya, después de siete días de miedo y oraciones, empieza la gente a habitar sus casas; las mujeres fueron las primeras en volver, y dieron ánimo a los hombres; la mujer fácil para la alarma y primera a la resignación; el corregidor vive ya con su familia en la parte que quedó en pie de su morada suntuosa; por los rieles compuestos entran cargados de algodones los ferrocarriles; se llena de forasteros la ciudad consagrada por el valor en la guerra, y ahora por la catástrofe; levanta el municipio un empréstito nacional de diez millones de pesos para reparar los edificios rotos y reponer los que han venido a tierra.
Los parientes y amigos de los difuntos hallan que el trabajo renace en el alma las raíces que le arranca la muerte.
Vuelven los negros humildes, caído el fuego que en la hora del espanto les llameó en los ojos, a sus quehaceres mansos y su larga prole.
Las jóvenes valientes sacuden en los pórticos repuestos el polvo de las rosas.
Y ríen todavía en la plaza pública, a los dos lados de su madre alegre, los dos gemelos que en la hora misma de la desolación nacieron bajo una tienda azul.
New York, Septiembre 10 de 1886.
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