Por Eladio Secades (1956)
Ahora que la mujer tiene más libertad, hay menos raptos. El divorcio es el credo de los que piensan que vale más equivocarse una vez, que aceptar poco a poco. Para acertar una vez y equivocarse poco a poco, está la Lotería Nacional. De repente ante el oficial de carpeta llega la vieja ofendida. Acusando a un pillo que ha engañado a su hija. Ha tenido que dejar el fogón. Y a los muchachos con la señora de al lado. Pero que se las paga, no tiene remedio.
La niña raptada es el caso característico de la menor de edad que va al cine. Conoce a las grandes figuras de la radio. Palpita por un cantante. Se despeina para ver de cerca a un locutor. Se estruja por un autógrafo. Y termina fugándose con un soldado. Cae en uno de esos amores que después se recuerdan por el nombre de un hotel. Con puertas que suenan al abrirse. Un español con sueño que se despereza entre unas rejas. Y peines que retienen un cabello de la aventura anterior. Ya casi ha desaparecido la pobre raptada con promesa de matrimonio. Que después de todo no cometía otro error que el mismo del bodeguero que fía. El amor entre personas decentes es un negocio de dando y dando.
Dos consecuencias del amor se producen en Cuba de distinta manera que en el resto del mundo. El suicidio con barbitúrico. Y el rapto con denuncia de la madre, berrinche del viejo y murmura del vecindario. La vieja jura que para ella ha muerto. El padre no quiere creerlo. Y el hermano se pone picúo y quiere matar al raptor. Es mentira que de amor se haya muerto nadie. Pero es verdad que por amor se han matado muchos. Peor que las mujeres que se han matado por un hombre, son las que han querido matarse y no han podido. Y han seguido viviendo después de la escena chusma del susto y los gritos. Y del médico de la Casa de Socorros. Que por lo mismo que ha estudiado medicina de urgencia, le fastidia que lo apuren. Médico que trasnocha vestido de blanco. Y que le da a la ciencia aire de ama de casa. Curando las grandes pasiones con un lavado, las heridas con un zurcido.
Nada más ridículo que el arrepentimiento con hipos de la suicida que no acabó de serlo. Y se agarra a la vida come a un gajo que se parte. Sin peinado. Sin pintura. Con la mueca trágica de la mujer que ha perdido la última fe. Que es la fe que siente por el matrimonio y por el espejo. Renunciar a ser esposa. Y a ser bonita. Decepción de la que resultan esas amigas tristes. Que parece que han sembrado un pino de cementerio en el cuarto de baño. Y se forjan un difícil problema que no tiene más que dos soluciones. El juego de cuarto o el suici…. Es decir, o se matan. O nos matan.
Una mujer que se va es un divorcio. Un marido que tiene que quedarse, es un faquir. Adiestrado a la cuenta de la modista. La mujer es una cosa que primero se va. Después se toca. Y por último hay que oírla. Los mortales que no han llegado a lo último, porque no se han casado. Ni a lo segundo, porque no han tenido oportunidad son los eternos despechados de la filosofía de que el mundo es así. Y mozo traiga otra copa.
Hay el típico rapto cubano. Con acta de policía. Con un sargento en mangas de camisa, que mientras escribe la denuncia piensa como estará ella. El novio que cree que en el fondo es un héroe. El pariente (casi siempre un tío) que se lo estaba imaginando. Y la protagonista que reconoce que ha dado un mal paso. Pero que no quiere volver a casa. Porque le da vergüenza que ya ha perdido. El dolor mayor corresponde a la madre. Que había dicho que de su casa saldrían todas las hijas casadas. Y que en esos días nota que vienen más visitas que de costumbre. Haciendo como si no supieran nada. Pero lo saben todo. Y preguntan qué es de la vida de María.
Las raptadas casi siempre vuelven al hogar de los viejos. Aunque muy despacio. Las hermanas solteras no quieren saludarla. El hermano mayor, que trabaja en una oficina, se atreve a hablarle de la mancha. El padre no sale. Y la madre primero llora. Y después piensa lo que estarán diciendo los vecinos de al lado. Y lo que estarán gozando los vecinos de enfrente. Y termina preguntándole a la muchacha si tiene debilidad. Si dejamos hablar a las víctimas, el rapto es la culpa de los padres que se oponen mucho. O de los padres que no se oponen nada. Lo que no puede creerse de ninguna manera, es el rapto a la fuerza.
Por violencia se les puede dar la vuelta a todas las hojas. Menos a la hoja de Parra. Que es el punto de partida de la humanidad. Y es el principio físico de la trusa bikini.
Casarse con una mujer y abandonarla luego, es como raptarla en nombre de la ley. La boda notarial es una ceremonia como de amigos que se citan una tarde en una oficina de La Habana antigua. Donde hay todavía banquetas giratorias. Tenedores de libros que usan tirantes. Y techos de vigas. Cuesta trabajo aceptar que el señor Notario sea un sacerdote vestido de paisano. Y que uno pueda llevarse a una mujer con los mismos trámites y con los mismos sellos de goma de cuando compramos un terrenito en Lawton.
De la Notaría salen las señoritas que ya son esposas. Pero que necesitan un poco más para acabar de ser señoras. El velo, que es el mosquitero de la virginidad. La marcha nupcial. El ponche y los bocaditos. Y el adiós de la madre que está satisfecha porque cree que la hija ha hecho un buen matrimonio. Y porque del buffet ha sobrado de todo, pero que tiene que llorar de todas maneras. Cuando la madre cubana no llora por dolor, llora por felicidad. Para llegar a las bodas de plata hay que tener aire de campeón mundial de boxeo. Un marido modelo es algo así como un pugilista espiritual entrenado para las grandes distancias.
Hay el amor que no cristaliza. El de la llamada por teléfono. El de esperaré al cartero. Señales de cuando nos idolatran a distancia. Cariños de onda corta. El rapto es el triunfo más ilegítimo del hombre sobre la mujer. El triunfo de la mujer sobre el hombre es el casamiento. Con traje de cola, invitados para que vean que es verdad. Y testigos para que manden regalos y afirmen que es verdad.
El rapto es una trampa. Para la cual hace falta una mujer que sea tonta. Y un hombre que sea listo. O que sea buen mozo. Un buen mozo profesional es un gigoló con pocas horas de trabajo. Puede presumir de sus músculos como la mujer puede presumir de las caderas. La consecuencia de algunos raptos son las mujeres públicas. Y de todos los mítines, los hombres públicos. Dos figuras que pueden ser útiles a la sociedad en cualquier momento de apuro.
Hay ahora un tipo de mujer que no sabe vivir sin arrodillarse diariamente ante el altar del artista predilecto. Lo busca, los persigue, lo asedia. Lo asalta en la estación de radio o de video. A eso los agentes de publicidad le llaman triunfo del ídolo. Quizás sea afección nerviosa de sus partidarias. Conmueve como lloran cuando se han quitado el rímel. Desdobladas en una feminidad sin orgullo. Pudor que se cuartea con una canción de moda. Candidatas al suicidio. O por lo menos al rapto.
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