Este cronista tiene esta semana pocas opciones para dirigirse a sus lectores. Menos si como es el caso lo hace desde el otro lado del Atlántico. Apartándome de la cita electoral americana convocada para el día de hoy y del despeñamiento hacia la oscuridad permanente de la sociedad cubana bajo el poscastrismo, abordaré la gran tragedia que se cierne sobre Israel y los pobladores asentados en la región a la luz de algunas reflexiones personales.
Acerca de los ataques asesinos perpetrados por Hamas el 7 de octubre de 2023 en el kibutz de Be’eri todo ha sido escrito. Paralelamente la cobertura de los acontecimientos que siguieron, convertidos en Guerra de Gaza, ha permitido seguir lo que ha estado sucediendo desde entonces hasta la reciente apertura de un nuevo frente en el Líbano. Vivimos por procuración un ciclo nuevo en el Oriente Medio el cual, conectado con los atentados en New York el 11 de septiembre de 2001 coronan una alteración tan inesperada como sin precedentes en la geopolítica internacional.
Si factualmente hay poco que glosar, la desestabilización que la verdadera guerra de información en curso ha provocado en Occidente, nos hace vivir de manera diferente. Aquí en Francia se contemplan con estupor los debates que dividen en la arena pública a todos los componentes de la sociedad con los intelectuales, los políticos profesionales y la juventud universitaria en primera línea. Tal panorama me incita a tratar de reflexionar acerca de mí, retrotrayéndome al joven que fui en La Habana de principios de los años 1960 donde hablar de musulmanes y judíos era una extravagancia. He revisado la colección de debates de la Universidad del Aire que se trasmitía antes del castrismo por la radio y el asunto brilla por su ausencia.
Fui educado en una escuela laica donde era posible asistir a una hora semanal de religión al final de la enseñanza secundaria. Mis padres, que eran tan agnósticos como librepensadores, autorizaron mi asistencia. Para impartirla venían al plantel alternativamente un cura carmelita recién llegado de España y jóvenes militantes de una asociación católica. En aquellas charlas, pero también en los sermones dominicales de la iglesia del barrio, no era raro escuchar comentarios negativos acerca del “pueblo deicida”. A Mahoma, por su parte, nunca lo ponían en tela de juicio. Todo este tejemaneje pasaba inadvertido para los adolescentes legos que con mis compañeros era entonces.
Ya adulto y hasta donde me es posible recordar de la atmósfera de aquellos años ni en la escuela, ni en la Universidad, ni en la vida diaria se captaba antisemitismo o animadversión respecto a Israel. En un momento en el que toda la vida de los cubanos estaba cambiando y eran muchos los que huían hacía el extranjero las viejas asociaciones y centros de culto de árabes y de hebreos existentes convivían en armonía. Pero cuando se produjo en junio de 1967 la Guerra de los Seis días el gobierno fidelista tomó posición en contra de Israel sin dudas obedeciendo a consignas soviéticas.
Sin contar con elementos previos en mi formación intelectual debí informarme como me fue posible en aquel páramo que resultaba ser la Cuba comunista de entonces. No era fácil: prensa única y orientación de un partido hegemónico que en lo internacional respondía al comunismo internacional. Para la próxima etapa tuve que esperar a mi salida hacia Francia en 1982. Entre las dos fechas, un período que incluyó mi expulsión de la Universidad un hecho soslayado por el interesado y las partes implicadas: Conrado Lührsen, un matemático eminente que asesoraba al presidente Osvaldo Dorticós fue destituido y encarcelado por espionaje económico encargado por Israel en el sector de la producción de cítricos.
En el país en el que me instalé a partir de 1982 existía un antisemitismo cuya génesis no voy a describir no solo por razones de espacio sino porque cada quien lo cuenta a su manera. El que hoy prolifera tiene otra característica porque se nutre de la enorme inmigración que paulatinamente ha atravesado las fronteras. Hoy, naturalizados o gracias a sus descendientes, votan, son factor político igual que en Estados Unidos donde la candidata Harris los ha mimado a lo largo de la campaña que concluyó ayer. En consecuencia, los 500,000 judíos que viven en Francia pesan muy poco ante los millones de musulmanes asentados en el Hexágono.
El primero de mis tres viajes a Israel fue en noviembre de 1989 cuando la primera Intifada, un fenómeno inédito que había comenzado meses antes. Fui solo, recorrí el país durante diez días y pasé parte de la víspera de mi regreso conversando durante casi seis horas con un anciano que había sido miembro del gabinete de Ben Gurión cuando la creación del estado en 1948. El hombre, muy lúcido intelectualmente pese a su edad, había luchado en París contra el ocupante alemán y a su manera me impuso de la evolución de la realidad en su país y en el mío adoptivo. Treinta y cinco años después admito que su diagnóstico fue correcto.
De aquella experiencia y de las que saqué en dos viajes posteriores concluí que un desenlace que permitiera cohabitar en aquella pequeña franja de tierra a palestinos e israelíes es inviable. Mientras, y siempre remitiéndome a mi vida en Cuba, la simbiosis entre La Habana y los palestinos de todas las obediencias jamás se ha desmentido hasta hoy de la misma manera que se ha mantenido la penetración en el resto del continente africano. Lejos de estar buscando soluciones los palestinos y los israelíes abonan el terreno de un enfrentamiento irreconciliable para el cual no se vislumbra apaciguamiento alguno en estos momentos. Será cosa de observar cómo el próximo inquilino de la Casa Blanca y su equipo va a manejar esta situación en un mundo en el cual Estados Unidos se observa cada día más desmadejado.
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