De muchacho yo cogía catarros y gripes constantes y tremenda conjuntivitis primaveral en los ojos.
Fui a más de cinco médicos en Güines y al oculista Alamilla en La Habana y ninguno daba pie con bola ni me curaba.
Hasta un tarde en que mi madre ya estaba hasta la coronilla de mis achaques y me dijo: “¡No te preocupes, Estebita, que yo resuelvo eso!”
Dos dias más tarde arriba de mi cama me encontré tres camisas de cuadritos blancos y anaranjados.
Le dije: “¿Y eso, mami, de dónde sacastes esas camisas tan feas?”
Y me respondió: “Nada de feas ni feas, son de “guingas”, están preciosas y te van a curar si te las pones por dos meses, es una promesa que le hice a San Lázaro”.
Yo me quedé estupefacto, no sabía que decir, por una parte me dio pena y lástima la buena fe de mi madre, y por la otra tenía ganas de decirle: “Chica, si quieres hacer una promesa hazla tú por tu parte y no a costillas mías, yo no me voy a poner esas horribles camisas 60 días consecutivos”…
Sin embargo, no dije nada, me las puse sin chistar, y aguanté estoicamente las burlas de mis amigos en el parque y hasta me las ponía para jugar a la pelota.
Esto coincidió con que me operé de amigdalitis y el especialista Alamilla me recetó unas gotas maravillosas y me mejoré por completo. Fuera catarros y fuera ojos colorados.
Y toda la vida mi madre creyó firmemente que San Lázaro había realizado el milagro.
Después, cada año mi buena madre me pedía que fuéramos a El Rincón a darle las gracias a Babalú Ayé. Nunca la complací y hoy me arrepiento de no haberla acompañado.
0 comentarios