EL LEGADO DE MAO. (I de VI)

Written by Libre Online

2 de mayo de 2023

Los comunistas, sin tomar en consideración su raza, origen nacional, idioma o costumbres, comparten casi universalmente los mismos «atributos»: Son desleales e inescrupulosos, resentidos sociales, acomplejados y envidiosos, cínicos y vengativos, holgazanes en las sociedades civiles donde deben laborar como todos, y agudamente pérfidos y mentirosos. Para colmo, la mayoría son personajes amargados e inconformes que sufren con la felicidad ajena, pero se regocijan con su sufrimiento. Escuché alguna vez decir que “muchos seres humanos son comunistas y no lo saben”. Pero los mismos “atributos” les identifican sin duda alguna.

Lenin envidió siempre a los Romanoffs porque quería vivir como ellos, tener lo que ellos tenían, robarles su nación, su poder y su vida, —lo cual hizo con Nicolás II— y no conforme con ello, robárselo todo a todos. Exactamente lo mismo que hicieron Mao Tse-tung, y Kim Il-sun, y años después Ho Chi Minh, Fidel Castro Ruz, Daniel Ortega, Hugo Chávez Frías, y otros de la misma ralea.

La falsa prédica de “luchar por los desposeídos”, de “defender al proletariado”, de “crear igualdad”, es el versículo más gastado y engañoso en el desarrollo de todas sus iniquidades. Son simples mañosos con un solo plan de gobierno: Amordazar y aterrorizar a su pueblo para vivir ellos como reyes absolutos y únicos, despojando a los demás de todos sus bienes, sus libertades elementales, y el control de sus vidas y sus familias, convirtiéndolos en insignificantes tuercas de una maquinaria diabólica que nunca más les dejará vivir en paz y tranquilidad. Así ocurrió en la antigua Unión Soviética y los países satélites, y así aconteció en Cuba, Corea del Norte, Nicaragua, Venezuela y otros. El control del individuo por medio del hambre, el racionamiento y el terror, sin escape alguno.

Igual está sucediendo en la nueva Rusia soviética, expansionista y criminal, bajo las órdenes del gángster Vladimir Putin, rapaz y ambicioso como los demás.

Ninguno de los mencionados, casi seguramente, creyó jamás en el comunismo teórico, ni les importó los enunciados de Karl Marx o Friedrich Engels. Solamente utilizaron dichos postulados como útiles y efectivas herramientas en sus inicuos propósitos de perpetuarse en el poder absoluto y despojar a todos de todo. 

Por eso el sistema fracasa en cada país donde se impone, dado que prescinden de un plan real de gobernabilidad, y sólo conciertan sus esfuerzos a la permanencia vitalicia en el poder, dedicándose únicamente al aglutinamiento de armas, la creación de métodos de represión y la aplicación de una mordaza total a sus avasallados pueblos. No hay nada más que le interese a esa crápula de expoliadores.

Después, los sucesores de Lenin perfeccionaron la estrategia del terror institucionalizado, especialmente el georgiano Iosif Stalin, un renegado estudiante de sacerdocio convertido en criminal, cuyos rígidos parámetros de disciplina y control dogmático imitaron los mencionados seguidores que llegaron más tarde.

Pero nada ha sido más peligroso para el mundo, que el legado dejado por Mao Tse-tung (Mao Zedong). Y no precisamente porque fuese más importante o cruel que los demás. Todos eran iguales. Pero, desdichadamente, Norteamérica propició que el insignificante camaleón asiático lograra imitarse hasta convertirse en un enorme dragón de imponente poder. 

Una nación del tercer mundo, rica demográficamente, pero paupérrima y rural, con un ejército apoyado por partisanos y muy numeroso, pero anticuado, que ni siquiera pudo vencer al ejército de Vietnam del Norte en su breve disputa fronteriza; en poder de unas pocas bombas nucleares como único pedestal en su hegemonía de poder, se transformó, gracias a los erróneos auspicios del presidente Richard Nixon, en un crecido enemigo, agresivo y voraz. Aunque brillante estratega en política exterior, Nixon se equivocó en sus evaluaciones sobre el país maoísta.

Cuando en 1972 estrechó la mano del Chino Rojo Mao Tse-tung, Nixon creyó que estaba ayudando a un pueblo muy pobre a levantarse hacia la prosperidad y bienestar de su nación, al tiempo que un nuevo mercado de consumo de cientos de millones de chinos aportaría notablemente al avance mundial. Nixon razonó como quizá hubiese hecho cualquier ciudadano libre nacido y educado en un sistema capitalista y democrático.

El Chino Rojo, en cambio, al estrechar su mano casi con certeza razonó como todo buen comunista: “Aprovecharemos al estúpido capitalista para robar sus patentes, hacer mímica de sus industrias, tener acceso a sus fuentes de capital, infiltrar sus universidades y poder invertir millones en nuestras fuerzas armadas, nuestros servicios de inteligencia y control, y expandir nuestra doctrina y zonas de influencia por el mundo”.

En 1972, muy pocos hubiesen imaginado semejante razonamiento por parte de un dirigente que presidía una nación cada vez más atrasada y empobrecida, y que de repente alcanzó una mano generosa que se le tendía.

“La nobleza obliga” —pensarían los hombres justos. “Nos venderán la soga con la que les ahorcaremos” —pensó Mao, el chino desagradecido y mezquino, que, como todo buen comunista, poseía los mismos “atributos” que el rosario de malvados de su género.

Felipe Lorenzo

Hialeah, Fl.

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