El hombre que no quería morir (II)

Written by Libre Online

30 de julio de 2024

Por Ulderico Tegani (1934)

—¡No sé nada, pero me niego a creerlo! No admitiré nunca que estoy obligado a morir, bajo el pretexto de que, antes que yo,  han muerto millones y millones do hombres. Al contrario; estoy bien vivo y quiero seguir viviendo…

—Mientras no se muera.

Rocco Binda dio un tercer puñetazo sobre la mesa y proclamó:

—¡No!   ¡Yo no moriré jamás!

Los otros seis hombres se miraron estupefactos. Parecían desorientados por las palabras extraordinarias del séptimo. Luego, uno de ellos se atrevió a decir:

—Felicito calurosamente al hombre que no quiere morir.

—Gracias—contestó el intendente con una seriedad imperturbable.

Y, habiendo recogido las cartas, las barajó y dijo:

—Juguemos ahora.

***

La noticia se esparció rápidamente en el pueblo, condimentada con los detalles más grotescos; y fue el tema preferido, el tema inagotable de comentarios medio jocosos, medio escépticos, en los cuales había a la vez desprecio y exageración.

—Rocco Binda ha sido siempre un loco.

—Sí. pero ahora, está pidiendo la camisa de fuerza.

—No se le debe dar mucha importancia. Después de todo, es un hombre que se distingue de los demás. Pero eso es todo.

—Es un hombre valiente y enérgico, que quiere abrirse camino.

Ya sabemos lo que quiere: en diez años, gran productor de remolacha; en veinte, refinador; en treinta, dueño de una compañía naviera; en medio siglo, ministro de la Marina; en ochenta, presidente del Consejo; en un siglo, emperador o papa, y así sucesivamente hasta el respetable grado de Padre Eterno. Como programa, hay que reconocer que no está mal.

—Es una linda carrera, indudablemente. Pero no se trata de eso. Rocco Binda se ha otorgado ampliamente negocios y riquezas, simplemente porque cualquiera puede embellecer su porvenir de la manera más seductora. Y he ahí un hombre más que satisface sus ambiciones legítimas y hasta desmesuradas. Eso no cuesta más que un ligero esfuerzo de imaginación que no perjudica a nadie. ¡El porvenir! Se puede llenar de vacío. Lo importante es que figure en el inventario. Y eso es lo que hay de humano en la fanfarronada de Rocco Binda. El cree que no va a morir jamás. Un fenómeno de carácter imaginativo.

¡Un fenómeno! ¡Ah! Ciertamente. Y los rumores, al pasar de boca en boca, aumentaban la curiosidad alrededor de esa noticia, de tal manera que pasaban a un segundo plano la lluvia y los errores del gobierno, el empobrecimiento de las viñas y la cuestión del agua potable, la fiebre tifoidea y las elecciones administrativas. ¡Ah, qué tipo ese Rocco Binda, que antes de plantar sus remolachas, se ponía a echar las bases extravagantes de un nuevo credo!

¡Caramba, Dios mío! Seguramente, eso de morir no le produce placer a nadie, ni siquiera a los que se matan; pero, con más o menos gestos, es preciso, sin embargo, resignarse a lo inevitable y aceptar como un dogma esta verdad: la muerte se precipita sobre nosotros cuando llega la hora. Hasta ahora., nadie había rechazado esta verdad… Hasta ahora, ha sido el axioma fatal que interrumpe todos los razonamientos, todas las existencias. Y he aquí que, de pronto, aún contra esa ley sagrada, contra esa ley que no había sido violada nunca, se levantaba un rebelde abiertamente. Rocco Binda, un hombre cualquiera, se atrevía a discutirla y a negarla. Se atrevía a lanzar un reto al misterio del porvenir.

Y, después de todo, su razonamiento, por raro que pudiera parecer, estaba en pie. Estaba construido con una lógica brutal que asombraba. ¿Qué sabemos nosotros del porvenir! ¿No será lógico que, mientras haya vida, se pueda esperar una extravagancia del destino, un olvido de la muerte? Todo el mundo muere, esto es exacto. ¿Pero cómo atreverse a afirmar que todo el mundo deberá morir siempre y que nadie, absolutamente nadie, podrá ser una excepción algún día?

Por su parte, Rocco Binda se rehusaba a admitir la muerte, y hasta era más: proclamaba que no quería morir. Pues bien, ya verían…

Entre tanto, de un día para otro, se había convertido en alguien que hacia pensar.

***

¡El hombre que no quiere morir!

Tal era el sobrenombre absurdo con que lo designaban en la aldea. Y él pasaba por las calles con la cabeza alta, siguiendo con una sonrisita burlona los entierros de los que se iban.

¡Ay! Todos los días había alguien que desmentía a Rocco Binda. Del grupo de amigos el primero que murió fue el alcalde Carlos Secchi. Después, tocó el turno a Gattini, el farmacéutico; luego a Anselmo Tiraboschi, el bodeguero que debía comprar el azúcar del inmortal amigo.

Los años pasaron y Palanchelli, el secretario de la Alcaldía, se fue también para el otro mundo, seguido de Lappi, el maestro de  escuela;  y  Rocco  Binda se conservaba bien derecho, con su sonrisa burlona; y concurría al entierro de sus amigos.

¡Parece que usted quiere enterrarnos a todos!, comentó un día don Mariani, en un tono vagamente desaprobador. Eso es egoísmo, y es un gran pecado. ¡Sépalo así! Y usted se alegra. Por lo menos está contento. Usted está contento porque permanece vivo. Todos los que se quedan están contentos; y otros se van precisamente para crear ese contentamiento. Es necesario dejar para los que vendrán. Es preciso contentar y los herederos para que éstos, a fuerza de esperar, no deseen o busquen nuestra muerte, pues en ese caso, no serían verdugos, sino justicieros.

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